– ¿Cómo está Ángela, don…?
Montoya se sobresaltó. Después sonrió con amargura.
– ¿Ángela dice? Pero usted no entiende… Ángela murió…, murió.
Gerónimo desnudó la dentadura despareja. Su mano izquierda, extendida, negaba con la palma abierta hacia Montoya.
– No juegue con la muerte, amigo… Hoy la vi; trabaja para el patrón… Por eso no vino a verme.
Montoya apartó una mosca que zumbaba frente a su cara. «¿Qué le pasa a este imbécil? Si antes simulaba la chifladura, ahora va en serio…, o ya estaba loco y su gimnasia era una idea fija o un recuerdo.» Las nubes cargadas de tormenta parecieron engancharse en las altas copas de los coihues. Desde el mallín las bandadas de patos alzaban el vuelo hacia el lago. Montoya se distraía arrastrado por el absurdo. El infierno se abría y se cerraba a su alrededor.
– No es su mujer -se escuchó repetir monótonamente, con fatiga-. No es su mujer… La que vio es otra… Ángela murió.
– Bueno, vamos al aserradero -ordenó Videla a sus hombres-; ése no vuelve, pero vos, Jones, te me quedas cerca de la casa… Y si se arrima, tirale primero y lo saludas después, ¿entendido?
– Descuide patrón -asintió el galés.
Había transcurrido una hora apenas. La tensión se aflojaba y Videla se dispuso a esperar a los hacheros. El trabajo no podía demorarse ni detenerse. Al día siguiente saldrían los catangos para el Hito, cargados de madera. La temporada era rendidora y los Fichel no se resignaban a abandonar la explotación, pero él, Videla, iba a prevenirles por última vez. Un peón había sido aplastado días antes por un tronco. La mujer del Chilenazo había muerto; otro hachero había desaparecido llevándose los pesos de un compañero y era muy capaz de largarse para San Martín de los Andes. Si se emborrachaba soltaría la lengua y podrían ser copados por los gendarmes. El asunto tenía que terminar.
Y para colmo ahora tenía que andar alerta con ese tipo de Montoya. Podía hacerlo matar si se le antojaba, pero también eso encerraba una posible trampa. La peonada simpatizaba con el argentino tanto como lo odiaba a él. Montoya los exigía y los estimulaba sin brutalidad; además, desde que él señalaba los raulíes, el trabajo andaba bien repartido y cada árbol rendía lo justo. Hasta lo consultaban para resolver problemas cuando un tronco se rajaba o trababa en el monte o un catango quedaba colgado en la senda.
No: había que meditar el asunto sin precipitarse. Era preferible vigilarlo discretamente. A lo mejor era cierto que se iba.
– ¡Qué c…, cómo que se va mañana! -la exclamación le brotó de golpe.
– ¿Qué le pasa, patrón? -preguntó Ramón, sorprendido.
– Nada. Yo me entiendo.
Frenó la curiosidad del matón con un gesto de fastidio.
«Si sale de aquí es capaz de denunciarnos -estaba pensando-. Antes tendré que liquidarlo. Mejor que los gringos no sepan nada. Eso tengo que manejarlo a mi modo…»
Empuñó con rabia la regla chilena. Algunos hacheros ya estaban esperando. La sierra trepidaba incansable.
Jorgelina observó con desdén a Jones y se demoró en el techado deliberadamente. Ahora ya sabía muy bien el rango que ostentaban cerca del capataz cada uno de sus guapos. Eran basura. Nada más que basura. Que Jones vigilara si quería. Cada vez que se agachaba adivinaba la mirada acuosa del galés clavada en sus caderas, y la sensación de ser deseada la exaltaba. Los juveniles pezones, excitados por aquel juego sin palabras ni gestos, se erguían estirando la tela de su camisa. Sintió el repentino capricho de encerrarse en la pieza y desnudarse.
Separados por los rústicos tablones se desquitaría dejándole acariciar con el pensamiento la forma de su cuerpo, el olor de su piel. Caminó muy tiesa y digna y entró en la casa. Una Jorgelina desconocida para ella misma estaba naciendo aquel día inolvidable. Los iba a someter a todos. Se sentía maravillosamente maligna y la comprobación la llenaba de felicidad.
Se desnudó con miedo y salvaje resolución. Y se paseó desnuda, tomándose los senos con ambas manos, imaginando escenas indescriptibles. Se echó en la cama y el áspero contacto de las mantas aumentó la embriaguez triunfal que la inundaba. Espió por las hendiduras de los tablones y se inmovilizó contemplando la figura borrosa de Jones que se paseaba despacioso haciendo crujir las ramitas secas en cada paso. A veces lo veía volver la cabeza y mirar rectamente en su dirección como si la hubiera descubierto. Desafiante, como enajenada, arqueó hacia el hombre el busto hasta que sus pezones se aplastaron contra la madera. Un espasmo le recorrió la columna y sintió frío.
La penumbra del atardecer caía sobre el campamento. El tiempo amenazaba tormenta. Se vistió y salió.
– Jones -llamó-; ¿por qué no aviva el fuego y hace unos mates?
El galés la miró imperturbable.
– ¿Es sordo usted? -exclamó Jorgelina y se acercó.
La mirada de Jones era fría como el acero.
– Eso es cosa suya, moza… No soy el mucamo.
Jorgelina no insistió. Aquel tipo era de piedra. Para disimular fingió no haberlo oído y empezó a preparar la infusión. Había encendido la lámpara de querosene cuando regresó Videla. El fuego chisporroteaba alegremente.
Videla interrogó a Jones con la mirada y supo que todo iba bien.
La mujer continuaba sacudida por gemidos y sollozos. Montoya había tratado en vano de calmarla. A María le bastó verlo regresar solo para comprender la verdad. Escuchó distraída el relato del extraño encuentro del coronel con Gerónimo y del nuevo sesgo de su locura, pero todos sus sentidos demandaban una respuesta a la pregunta que no se atrevía a formular.
– No dio resultado -dijo al fin Montoya, incapaz de soportar la angustia que anegaba los ojos de María-. Sí, querida, no me mires así… Tu héroe ha fracasado en toda la línea. Jorgelina tranquilamente nos manda al diablo. Se siente muy cómoda y segura con el capataz y parece como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que manejar la casa de un guapo. Sí, por favor, escúchame: ¿podía arrastrarla acaso? Está más guardada que un jefe de estado mayor… Ya habrá otra oportunidad.
– Será demasiado tarde… -murmuró sombríamente María y empezó aquel llanto interminable.
Al fin todo el dolor acumulado durante meses; la culpa, el castigo y la expiación, se convirtieron de pronto en un río salado de lágrimas.
– Demasiado tarde para qué… -replicó Montoya acariciando la cabeza temblorosa-. No te engañes María; ella sólo puede perder lo que ella misma quiera. No voy a excusar mi fracaso disculpándola a ella…, pero únicamente por la fuerza la obligaremos a volver.
Casi se arrodilló frente a la mujer.
– Comprende que se trata de tu hermana…, no de ti misma; a ella no le importa tu amor ni tu sacrificio. Ella no quiere saber nada de nosotros ni es mucho lo que podemos ofrecerle. La medida de su valor, o lo que sea, ella lo ha determinado… Eso es justo, María.
Sabía que era inútil argumentar. El tampoco creía demasiado en sus palabras.
– ¿Quieres que vuelva y me haga matar; eso pretendes?
María se abrazó a él, rodeó sus espaldas con los brazos y siguió hipando largo rato, hasta que el cansancio la adormeció y pudo acostarla. Tenía fiebre y temblaba. Todo lo que abrigara echó Montoya sobre el pequeño cuerpo estremecido, mientras la impotencia envaraba sus miembros como si estuviera envuelto en una red invisible e indestructible.
– Figúrate que el bestia ése de Gerónimo anduvo toda la tarde cargoseándome y empeñado en servirme de algo… Está más lelo que nunca -le estaba contando Videla a Jorgelina, solos en la habitación, cuando ya sus hombres se habían ido a dormir.
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