– ¿Y usted, no?
Ramón chasqueó los dedos de su mano derecha y los juntó en un ramillete.
– ¡Avive, don! ¿Y quién soy yo sino un grasa como el que más…, un descamisado? Qué se imagina. Tendré mis cuentas con la Policía, me esconderé en estos agujeros, pero al coronel lo llevo aquí, en el «cuore», como dice ese pájaro de Camperutti… ¡El sí que se los mete a todos en el bolsillo!
– ¿A todos? Entonces no hay «contra»,… -lo retó cachazudamente Montoya.
– Mire, don; tenemos contreras, no lo niego; pero andarán como usted a estas horas. A los pitucos les cuesta entrar por el aro; están muy gordos. Hablan de heroísmo…, renunciamiento… y no tienen la menor idea de qué cosa pueda ser eso; a menos que llamen heroísmo a conspirar a los postres y salir con veinte soldaditos a derribar al Gobierno…, o picárselas al extranjero hasta que los olviden. La cosa es chapar fuerte y patear lejos a esa pelota sobada que es el pueblo… los cabecitas negras…, los grasas. Ahora les van a dar a ellos su buena pateadura en el culo, ya verá.
Hacía mucho que Montoya no escuchaba un lenguaje tan gráfico. Inconscientemente, Ramón proclamaba lo que él consideraba «su» verdad, olvidando de paso el triste oficio que ejercía: apalear a pobres diablos estafados cada día por los Fichel y Videla. Pero así sucedía casi siempre. Y cuanto mayor eran el despojo y el abuso, más potente también el griterío, no de los explotados, sino de los explotadores. Como caranchos en un festín de carroñas no admitían competidores, así fueran águilas o ratones.
– No hay peor verdugo que el que conoce la soga -sentenció, por decir algo-. Bueno, compañero: no acertó después de todo. El asunto es bastante complicado. Pero usted se calienta por el país y eso vale lo suyo. Trate de vivir para ver el final; para usted valdrá la pena… Le conviene crujir los dientes ahora y no llorar mañana…
Alboreaba: levemente en el Este se desteñían las sombras y una ligera niebla azulina se elevaba del pantano próximo. Todavía era de noche, pero ya la indecisa y tímida claridad matinal comenzaba a palidecer el vigoroso resplandor de las llamas de la hoguera. Los troncos de los árboles recuperaban su contorno y las ramas más tiernas y sus hojas parecían estremecerse, irguiéndose imperceptiblemente en dirección del sol, oculto pero presentido. La Naturaleza modificaba sin prisa su escenografía, pero el ojo humano no alcanzaba a percibir la progresión del cambio. Montoya pensó en María y se desperezó lentamente.
– Me voy, tengo sueño… Y respecto del Chilenazo, traten de dejarlo tranquilo; ya tiene bastantes desgracias acumuladas…
– Descuide, don… -murmuró el compatriota de Nueva Pompeya, encerrando su mentón huidizo entre las manos de uñas sucias. El recuerdo del lejano Buenos Aires había súbitamente ensombrecido su ánimo. Camperutti roncaba y ahora sobre los sucios repliegues de su cara se paseaban impunemente las enormes moscas verdes.
María terminó arrepintiéndose de haberle pedido a Luciano que buscase al Chilenazo. Durante las primeras horas lo aguardó confiadamente, pero al acercarse la medianoche se sintió acometida por el pánico. Se acostó renunciando a compartir con Jorgelina sus inquietantes pensamientos. En los últimos días su hermana la rechazaba sin disimulo. Aprovechando las prolongadas ausencias de Montoya se había aficionado a corretear por el campamento, acicateando la ávida curiosidad de la peonada. Quizás ignoraba el vértigo peligroso y fascinante que provocaba su presencia. Para aquellos individuos solitarios, la juventud de la muchacha constituía una irresistible incitación; únicamente reprimían sus impulsos imaginando las represalias de Montoya o la cólera vengativa de Videla. En cambio, para éste, acostumbrado a imponer su voluntad y no exento de coraje, los obstáculos carecían de importancia.
En un par de ocasiones, justificándose a sí misma con pretextos baladíes, Jorgelina se había encontrado con el capataz. María se enteró, pero se abstuvo de confesarle a Luciano su descubrimiento, temiendo una reacción violenta del coronel. Así, escondiendo en la oscuridad de la cabaña sus duplicadas zozobras, lo esperaba, aguzando inútilmente su oído en el silencio. Podía escuchar la respiración agitada de Jorgelina y hasta el latido de su sangre, pero ningún sonido venía del bosque. A fuerza de sensibilizar sus sentidos anegó su sangre con un rumor de olas muriendo en arenales sedientos.
Tampoco Jorgelina dormía; ella también, con los ojos abiertos en la oscuridad, temblaba nerviosamente embargada de expectativa. Porque había tomado una resolución extrema, la primera en su vida: se iba con Videla.
«¡Estoy loca… loca…!», pensaba.
Quizás era una locura, pero no retrocedería. Estaba harta de su papel de chiquilina a la que todo le estaba prohibido. El pensamiento de aquellos dos cuerpos que, a pocos pasos de su cama se enlazaban en las sombras, concluiría por enloquecerla. Los gemidos suaves de María y los roncos reclamos de Montoya golpeaban en su cabeza y en su sangre. Ellos no podían evitarlo, pero a ella se le antojaba una provocación animal, un desafío…; lo aceptaría. Pero tenía miedo, acostada de espaldas sentía todo el peso de la noche sobre su cuerpo joven y trémulo. Sus manos recorrieron el contorno de las caderas incipientes, la demorada curva de su vientre y las copas llenas de sus senos: ¿era ya mujer? ¡Qué difícil era llorar en la oscuridad! Dormitaba o velaba: en el universo irreal en que yacía vislumbró rostros bestiales de seres mitad hombres, mitad perros, que se inclinaban sobre ella y lamían su cuerpo, lo mordían y lo besaban alternativamente. Cuando el tormento y la caricia se confundían, se lanzaban sobre ella y la despedazaban abriéndole las largas piernas. Lágrimas saladas corrían por sus mejillas y mojaban el bigote espeso de Videla, que se bebía sus lágrimas y la miraba con el deseo enrojeciéndole las pupilas. El rostro aindiado del capataz era un mosaico de otros rostros: Pitaut, los Fichel, «Maquintaire», Solórzano y también Montoya. Todos se habían convocado para gozar la fiesta de su carne. Un río de luces vertiginosas bañaba, traspasándolos, los cuerpos desnudos de los machos.
Jorgelina se deslizó fuera de la cabaña. Lo poco que poseía lo llevaba en un atadito apretado contra el pecho. Afuera la prepotencia del sol la obligó a cerrar los ojos. Después corrió, sin volver la cabeza, hacia la vivienda del capataz. En el campamento comenzaba a manifestarse el movimiento de la actividad diaria.
María sacudió vivamente a Montoya, procurando despertarlo. El coronel sentía, más que oír, el requerimiento, pero no conseguía salir del oscuro pozo en que yacía aletargado. Un poder maléfico pretendía arrebatarle el bienestar presente. Dormir, en cambio, era sentirse seguro y protegido. El sueño era el punto preciso. Nada había sucedido antes, ni ahora, ni nunca; necesitaba dejarse ir, cabeza abajo hasta el fondo del pozo negro. Con el puño cerrado intentó apartar los tentáculos de la amenaza. Los tentáculos cedieron al fin y él pudo abandonarse de nuevo…
– ¡Luciano, Luciano…, despierta, por favor…!
– ¡Eh!… ¿Qué pasa?… ¿Qué hay?
Se sentó en el camastro y se tomó la cabeza con las dos manos. Creyó que su cabeza era una piedra que oscilaba sobre sus hombros. Se oprimió los párpados para borrar los puntitos de luz que bailaban detrás de sus ojos, en la zona abismal de su cerebro todavía dormido. «¿A quién había golpeado unos instantes antes?» María lloraba silenciosamente, tocándose la cara. Un moretón azulado estaba formándole una aureola a la altura del pómulo.
Su vista despertó completamente a Montoya. Su malhumor se evaporó como una niebla sucia.
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