»Los antiguos castellanos erigían fortalezas para encerrar a sus mujeres y los pergaminos de su linaje, y allí se estaban, verticales y recios escrutando el horizonte, moldeando en vida sus estatuas o espiando los caminos de Dios. Los Montoya, en cambio, se plantaban en el centro de sus estancias extendidas hasta límites imprecisos, tan dueños de sí que sólo ellos, en su estatura, eran los castillos, y allí señoreaban sobre el hervidero circundante.
» ¡Qué difícil puede resultar, al cabo, venir desde tan lejos! Yo crecí rodeado de troncos de orgullo, de espuelas, de lanzas, de caballos que piafaban en el fondo del desierto, y para completar el panorama, entré en un siglo donde los que peleaban realmente eran otros y en otras tierras, mientras nosotros, los que fuimos legionarios de la libertad, directoriales o morenistas, gauchos de las montoneras, liberales, lomos negros y rojos, mitristas y urquicistas, radicales y autonomistas, provincianos y porteños, siempre tomando partido y matando o muriendo por la patria; a ponchazos, con rabia, con sabiduría o ignorancia, con pasión o con odio; todos confundidos a la zaga de los ejércitos extraños, nos conformábamos con ser los abastecedores y oscilar entre el trigo y la carne. No nos habían dejado un solo pretexto para ser heroicos, al menos para la heroicidad de las lanzas… Entonces comencé a padecer esa melancolía histórica que, según mis maestros, se generó en Epicuro y alcanzó con Lucrecio su más patética expresión.
»Me convertí sin proponérmelo en un típico exponente de cierta clase argentina suficiente y descreída, chapada de corrosiva intelectualidad y escasa de convicciones profundas. Yo también era uno de aquellos señores que, si caía por casa un dependiente confundido y sediento a pedirme un vaso de agua, le daba, exactamente, un calculado y aséptico vaso de agua, reservando para mis pares la espumosa y refrescante cerveza. Cortesía medida, pero huérfana de generosidad.
«Incapaz de reconocer el nuevo rostro de mi país, de mi gente; incapaz de comprender el sentido de las nuevas empresas que nos aguardaban, me saturé de historia antigua, transité la Grecia con sus guerreros y sabios y la Roma del esplendor y la Roma de la decadencia, donde Lucrecio buscaba los bienes del alma, la paz, la paz con palabras griegas, mágicas y terribles. Yo también encontré, como ellos, la mía, una mezcla de apatía y ataraxia: fórmula oscura y pedante de suicidarme de pie. Templos de mármol helénico, tumbas romanas y águilas caducas, como símbolos entremezclados, cerraban mi horizonte…
»No supe comprender la imposibilidad de huir impunemente de la verdad ni evadirme del tiempo que nos toca vivir. Vanamente invoqué al taciturno Lucrecio, porque mi ataraxia era el tormento de mi orgullo, un remedio mal aplicado y peor entendido; ni yo tenía la virtud del poeta ni su calma. En mi sangre y en mis entrañas bullía un vasto país de llanuras, montañas y torrentes, de mugidos de toros y disparaderos de potros y chisporroteos de hornos. Nada me pertenecía, m siquiera la fuga en la ataraxia. La única propiedad estrictamente personal que me quedaba era la de los sueños; a ellos no los compartía, no podía compartirlos. Horribles o maravillosos, estaban ahí, dentro de mí. En mí nacían y en mí morían, tremendamente solitarios, ellos y yo frente a la eternidad.
»Con mi heredada estirpe, una salud envidiable a despecho de mis excesos y con dinero abundante, resultaba un curioso soñador. Mis sueños flotaban como detrás de un espejo transparente, y me recordaba a menudo a mi profesor de griego, el extravagante viejo que definía para mí los bienes del alma: ataraxia, eutymia, apenia, cataplexia, la atypia; todas las aleatorias delicias requeridas para disipar las mordeduras de la angustia. El también veía a su maestro de sueños tras un cristal. Recuerdo que leía sus raros libros utilizando, a modo de lente o monóculo, un truculento prisma de cristal rojo; a través de él su ojo miope se facetaba como el de una mosca monstruosamente ampliada… Al fin, el trato con los soldados y la sujeción a la rutina monolítica me apartaron de tales sueños, y entré con ímpetu en las fiestas de la carne. Encerré a mi espíritu y abrí las puertas a los sentidos galopantes.
«Después todo fue desorden y arrebato: algunas veces el exceso me arrastró a una maldad gratuita y estúpida; hería a quien tenía más cerca, me complacía en agrandar el círculo del temor a mi alrededor; otras veces quise morir y envidié, ¡digna rama de un árbol viejo!, envidié el sombrío final de Quiroga; la ingloriosa muerte de Lavalle; la romántica visión de Carlos María de Alvear mandando la batalla de Ituzaingó…, o el ímpetu malogrado de Do-rrego; el frío razonar del general Paz, el despiadado holocausto de un Peñaloza, o las inverosímiles hazañas del candido Lamadrid…
»Con la aparición del Siútico y las muertes de mi hijo y de mi mujer, las pesadillas se encarnaron.
Al primero creo vagamente recordar que lo saqué de los cuarteles del Sur; debía estar entonces fatigando borracheras, porque todo viene rodeado de sombras y nieblas. Pero él estaba allí cuando mi hijo rodó por la escalera y cayó a mis pies, tan sin vida como un pájaro volteado por la tormenta. El declaró que fue un accidente, lo mismo dijo cuando Marta se precipitó al vacío, pero luego deslizó alusiones, frases encubiertas sobre su complicidad conmigo y como yo vivía en un torbellino llegué a creer que a él debía una dudosa impunidad, y así, despreciándolo y temiéndole, se transformó en mi demonio. Infernal castigo para quien había buscado alguna vez el reposo en la eutymia de Epicuro. Ahora las sombras y las tinieblas de las presentidas borracheras del Siútico me envolvían a mí; estábamos los dos confundidos en el vértigo. Ni siquiera estoy seguro de los orígenes de mi relación con él, porque a la verdad jamás lo he visto beber una gota…, sólo estoy seguro de que lo odio, como odio la niebla pegajosa que lo rodea. Lo detesto como la parte más podrida de mí mismo. «Entonces no me bastaba con saber que era; necesitaba que supieran que era; necesitaba ser afirmado como existente; ahora todo es distinto; he visto, me parece, la única verdad conveniente. Ahora necesito desandar el camino recorrido, despojarme de tanto lastre inútil, ignorar que soy, desear que me ignoren, que nadie sepa que todavía soy y que venga mi remedo, que venga pronto, porque sólo él sabe que sigo siendo, y únicamente él puede aniquilar mi orgullo. Si una sola vez me toca su mano helada, si su niebla pegajosa me envuelve, habré llegado al final de mi congoja…
Los párpados de María se cerraban pausadamente. El coronel miró el rostro cansado, los labios apenas entreabiertos y el mentón suave donde descansaba un mechón de cabellos negros. Al tocarla, ella abrió todavía los ojos, pero el sueño la arrastraba ya hacia una isla silenciosa. Montoya detuvo su mano, sintiendo bajo la yema de los dedos el latido de la sangre en la garganta de la muchacha. Era una sensación maravillosa palpar la vida latiendo en el cuerpo inmóvil que se abandonaba confiadamente. La voz del coronel se convirtió en un murmullo.
– Haces bien; descansa… Todo sería insoportable sin tu conformidad…, tu tranquilo sueño tal vez me contagie. Yo también quiero dormir…
Entrecerró los ojos. Veía aún titilar débilmente la luz de la lámpara dibujando sombras temblorosas en las paredes de troncos, de los que flotaban hilillos de corteza y velos de claridad amarillenta. La luz y la sombra resbalaban sobre sus rostros.
– Recuerdo que solía ser propenso a formularme proposiciones o afirmaciones disparatadas: cuando andaba por el Sur me decía: «alguna vez será verano», pero volvía a repetirlo cuando sudaba por el Chaco, o, «en la luna viviré rodeado de fantasmas»…, y cosas por el estilo. Figúrate la gracia que causaba…
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