Luis Gasulla - Culminacion De Montoya

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Culminacion De Montoya: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 1974
"Culminación de Montoya", Premio Eugenio Nadal 1974, posee -dentro de una concepción clásica-un valor universal y permanente por el drama humano en que se inspira y una visión trágica de la existencia, presidida por la más inexorable fatalidad. El héroe mítico -héroe al revés, al decir del autor- es el coronel Montoya, aristócrata de raza y militar profesional, descendiente de una vieja estirpe de conquistadores, quien al no encontrar una empresa heroica en la que volcar su coraje, ha consagrado todas sus energías en su propia destrucción, hasta ser degradado y expulsado del ejército. Su voluntaria condena le lleva a un confinamiento en los remotos bosques del Sur en busca de un infierno donde purgar la muerte de su hijo y el suicidio de su mujer, de los que se cree responsable. Torturado por el venenoso resentimiento de un viejo asistente, simbólica encarnación de sus demonios familiares, arrastrado por el instinto de autodestrucción, Montoya encuentra en el generoso sacrificio de su vida una posible redención. La atención del lector se mantiene en suspenso dentro de un ambiente fascinante y angustioso.

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– Arriba, hombre…, ¡levántese! Está haciendo frío y tenemos todavía mucho que andar.

El Chilenazo no se resistió cuando lo ayudó a pararse. Se dejó conducir mansamente por los senderos del bosque invadido por la oscuridad de la noche. Una luna helada filtraba su luz espectral entre los altos colihues. Montoya sostenía el hacha sobre su hombro izquierdo y blandía el machete apartando los arbustos achaparrados. La hoja despedía reflejos de cromo al ser tocada por la claridad lunar. Un gran silencio se abatía sobre el bosque y sobre ellos. Cuando dudaba sobre el rumbo a seguir, Montoya exigía a Gerónimo que se detuviera, y el hachero obedecía pasivamente. Por dos o tres veces erraron el sendero, hasta que el rumor del arroyo los orientó definitivamente.

En el campamento el silencio del sueño era apenas cruzado por los secos chistidos de las aves nocturnas que corrían o volaban entre la arboleda próxima. Separados por el fuego de troncos que ardía dentro de un cerco de piedras, Ramón y Camperutti cumplían un turno de guardia. Ramas verdes estallaban como minúsculos petardos levantando abanicos de chispas. Camperutti dormitaba acuclillado y por la comisura de los labios se le deslizaba una saliva amarillenta. Su cuerpo exhalaba un olor ácido. Una mosca verde, enorme, exploraba los repliegues de su cara.

Sin hacer caso de los guardianes, Montoya cruzó rectamente el campamento y empujó a Gerónimo hacia su rancho. Prefería eludir explicaciones. Aquella larga caminata repechando hacia la vida la figura insensible de Gerónimo era suficiente. El Chilenazo no había pronunciado una palabra; marchaba delante de él como si un oscuro instinto guiara sus pasos, gacha la cabeza hirsuta y la mirada hundida en el suelo. En el rancho se sentó en su camastro, con el brazo sano caído al costado. Montoya encendió la lámpara de querosene y contempló el terrible rostro del hachero. Los labios entreabiertos mostraban de nuevo la sonrisa estúpida, grotesca si era real, y exasperante si obedecía a la farsa siniestra con la cual se preparaba para su tiempo de la ira. La barba despareja y rala, colgaba de sus mejillas y el mentón como légamo adherido con barro. Mugre, abandono, desidia, hambre, todo se conjugaba en la carota del hombre.

Cuando Montoya se disponía a regresar, la figura de Ramón se recortó en el cuadrado iluminado de la puerta. En una tabla rústicamente alisada traía un trozo de capón asado, una galleta y un jarro de vino.

– Me parece que este tipo lo va a necesitar -dijo, colocando la improvisada bandeja sobre el camastro-. ¡Vaya lío! A usted don, le gusta estar en todas, ¿eh?… -comentó desdeñosamente.

Salieron entornando la puerta. Un resoplido de bestia hambrienta fue la señal de que Gerónimo se había lanzado sobre los alimentos.

– ¡Oiga! -reclamó Ramón-, ¿Va a llevarse el hacha y el machete?

– Por ahora, sí… -afirmó Montoya.

Ramón gustaba de chancearse.

– ¡Y bueno; quédese con el arsenal! ¡Qué changa, compañero! ¿Dónde lo encontró?

– Por ahí -contestó Montoya. La cínica desfachatez de Ramón le resultaba casi siempre un remedio eficaz contra el mal humor. Ramón solía adoptar actitudes insólitamente humanas que lo distinguían de la caterva que rodeaba a Videla. Montoya no dudaba de que el porteño era muy capaz de acabar con el Chilenazo en la oscuridad si recibía una orden del capataz. Cumpliría la orden sin titubear, porque para él la vida y la muerte estaban definidas por límites apenas discernibles, pero también era capaz de un rasgo solidario como el de alcanzarle al condenado un poco de comida antes de ejecutarlo. El rasgo podía ser solidario, pero él no lo sabía; lo hacía simplemente porque sí; porque tenía ganas de hacerlo y porque podía no hacerlo si se le antojaba. En el fondo le tenían sin cuidado las nociones del bien o el mal. «¡Soy un tipo sin complejos!», se había autodiagnosticado más de una vez frente a sus compinches en los arrabales de Nueva Pompeya, allá donde los basurales inauguraban una selva de hombres como ratas y ratas como perros.

Montoya se arrimó al fuego y apoyando el hacha contra una piedra dejó que el calor de las llamas llegara hasta su cara y sus manos. El fuego iluminaba la figura acurrucada del italiano, ahora profundamente dormido.

– ¿Qué le parece el taño?… En cuanto se arrima al calorcito es una bolsa de papas… -se burló Ramón, señalándolo con el índice, y como Montoya no respondiera, vertió el agua caliente de la pava ennegrecida en un mate enorme-. ¿Gusta, don?

La infusión era apenas un poco de agua desteñida por una hierba gastada, pero sabía cordialmente dentro del organismo cansado del coronel. Buscó con la mirada el tarro de la hierba, dejó el machete en el suelo y cargó de nuevo el mate. La bebida era ahora fuerte y amarga. Como a él le gustaba.

– Sabe hacer las cosas, don… -aprobó Ramón, chupando a su turno. El mate los enlazaba amigablemente en la noche helada. Incitaba a prolongar el gesto de verter el agua y ver cómo la espuma formaba una gorguera de burbujas alrededor de la bombilla de cobre. Matearon primero en silencio, concentrando la atención en el fuego, la pava y el mate, hasta que el calor de las llamas enrojeció sus manos y sus caras. Pero para Ramón resultaba intolerable estar callado mucho tiempo. Sentía siempre la necesidad de hablar, no importaba sobre qué.

Por eso sentía nostalgia del barrio lejano, de las milongueadas y el griterío de los domingos en los tablones de Huracán. De allí tuvo que largarse de mala gana, después de abrirle la barriga nada menos que al comisario de la treinta y seis. Después de eso no había lugar ni refugio seguro en ningún rincón de Buenos Aires.

Echó un tronco al fuego y contempló las chispas y las gotas rojas que culebrearon en el aire hasta extinguirse. Suspiró aparatosamente.

– Esto se acaba, ¡eh, don Luciano!

– ¿Qué cosa?

– ¡Ufa, don, el laburo! Dice el capataz que habrá que alzar todo antes que empiece el mal tiempo. Usted… ¿qué piensa hacer?

– Ya veremos -respondió Montoya, evadiéndose del tema.

Ramón se revolvió fastidiado.

– Largue el rollo, viejo… Aquí estamos todos fichados y los disimulos son al cuete. Usted parece saber muchas cosas, tiene agallas y se le respeta, pero también tendrá su historia o no andaría entreverado en estos lances, ¿me equivoco?

Una sonrisa involuntaria suavizó el rostro de Montoya. En aquel ambiente cargado de hostilidad, aun el desenfadado cinismo de Ramón resultaba simpático. Quizá conviniera estimular el interés del malandrín y razonar con él en lugar de enconarlo en su contra. Sin reconocerlo saboreó por un instante la rara sensación de haberse liberado del recelo.

– Usted saque conclusiones -repuso.

– Algo dijo Videla, que le dijo uno de los alemanes…, que usted anduvo por Chile bien «forrado», hecho un bacán con una camioneta y hasta con un compañero, o «chófer», sirviente o algo parecido. Allí tuvo un lío gordo y rajó de vuelta, pero… ¿qué hay de cuento y de verdad?, ¿dónde están los mangos, la camioneta y el fulano?

– Eso es historia antigua.

– ¡Hum! No tanto, don, no tanto… ¿Escondió todo, lo largó? ¡Hay que ver! Venir tan lejos para toparme con un tipo piola… Para mí que usted se limpió un Banco en Buenos Aires; porque usted tiene pinta de porteño y con ese físico… Diga: ¿asaltó un Banco o algo así?

– Lo creía más sagaz, compañero… Si hubiera asaltado un Banco no andaría por el Sur…, hay lugares más seguros.

Ramón asintió:

– Claro, claro; usted es un rompecabezas. A lo mejor está en la «contra», ¿cómo no se me ocurrió? ¿Tuvo problemas con el «Coronel»? Los «doctores» le ponen la proa al «Primer Trabajador»…

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