Luis Gasulla - Culminacion De Montoya

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Culminacion De Montoya: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 1974
"Culminación de Montoya", Premio Eugenio Nadal 1974, posee -dentro de una concepción clásica-un valor universal y permanente por el drama humano en que se inspira y una visión trágica de la existencia, presidida por la más inexorable fatalidad. El héroe mítico -héroe al revés, al decir del autor- es el coronel Montoya, aristócrata de raza y militar profesional, descendiente de una vieja estirpe de conquistadores, quien al no encontrar una empresa heroica en la que volcar su coraje, ha consagrado todas sus energías en su propia destrucción, hasta ser degradado y expulsado del ejército. Su voluntaria condena le lleva a un confinamiento en los remotos bosques del Sur en busca de un infierno donde purgar la muerte de su hijo y el suicidio de su mujer, de los que se cree responsable. Torturado por el venenoso resentimiento de un viejo asistente, simbólica encarnación de sus demonios familiares, arrastrado por el instinto de autodestrucción, Montoya encuentra en el generoso sacrificio de su vida una posible redención. La atención del lector se mantiene en suspenso dentro de un ambiente fascinante y angustioso.

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– ¿Y qué quería? -preguntó Jorgelina preocupada por lo que iba a suceder y no por las locuras del Chilenazo.

– Reíte; insiste en que eres su mujer… Ahora resulta que tendré que defenderme de un rival… ¡ja…, ja…, ja! Para él todo sigue igual; vos sos su mujer, yo pago su caña y se la presto alguna que otra noche… ¡qué lesera!

– Yo no soy la mujer de él ni la suya, don Videla… -protestó Jorgelina débilmente.

– ¡Eh! Tiene gracia -dijo Videla y empezó a desnudarse. Su cuerpo era velludo y musculoso-. Mañana lo contás. Anda, apaga la lámpara y vení…

– Hice mi cama en el rincón -arguyó todavía Jorgelina, dominada por el temor.

Ahora que tenía que enfrentarse al instante de la verdad, el coraje se le escapaba como arena entre los dedos.

– No seas estúpida; ¿te crees que soy un buey? Mira…, mira y convéncete…

Pero Jorgelina no quería mirar; quería morirse. Apagar aquella luz rabiosa que caía sobre el macho, sobre el cuerpo del macho y huir, huir hasta los confines del miedo.

– ¡No! -dijo tercamente.

– ¡No, eh! -repitió Videla, acercándose.

Antes que ella pudiera siquiera intuirlo, la mano del capataz le había cruzado la mejilla con un par de bofetones que la lanzaron contra la pared. De un salto él la apretó en un abrazo brutal. Sus manos desgarraban la ropa, se hundían en sus muslos, le abrían la camisa, soltando sus pequeños pechos. Y entonces ella sintió la llamarada ancestral, el peso contra su vientre se convirtió en el reclamo imperioso que la urgía y clavó sus uñas en la espalda morena y mordió la boca del hombre con tal ímpetu, que el hombre supo, en un instante resplandeciente, que él había sido el vencido y no el vencedor.

La luz de la lámpara se extinguió lentamente sin que ellos repararan en nada. Una sabiduría de siglos descendió sobre los cuerpos de los amantes. Jorgelina era ya una mujer y Videla, por primera vez en sus treinta y cinco años, había sido el instrumento de la metamorfosis.

El primero en despertarlos por la mañana fue Gerónimo. Desconfiado, Videla entreabrió la puerta y metió el cañón del revólver por la abertura. Sus guardaespaldas no acostumbraban a llamar, su obligación era la de esperar que los llamaran.

Cuando vio la facha del hachero estuvo tentado de tirarle un balazo a los pies, pero se contuvo.

– Agüita, patrón -estaba diciendo el baldado, mostrando las dos latas de veinte litros, con improvisadas asas de hierro, cargadas al hombro por unas árganas de lenga.

El agua fría caía de las latas, mojándole la espalda y el pecho. Pero el gigante reía mansamente.

– Agua del arroyo… ¿sabe? Así usted y Ángela se pueden lavar bien. Ella es linda con la cara fresca,…

– Dejalas ahí y andate…, espérame en el aserradero.

– ¿No me la deja ver, don? -insistió el Chilenazo, bizqueando y alisándose el blusón mojado.

El frío le amorataba la piel de la cara y le blanqueaba los pómulos tostados por el sol. La mañana comenzaba nublada y la tormenta estaba ya flotando sobre sus cabezas.

– ¿A quién querés ver, infeliz? -rezongó Videla-. Ángela no está más, se fue, ¿no te lo dije?

– ¿Qué pasa, Videla? -preguntó desde adentro Jorgelina, que todavía no conocía el nombre del capataz.

– ¡ Patroncito! -le reconvino Gerónimo-. Está ahí… ¿No la oye?

– No es Ángela…, ¡Oh, bueno, sí!… Anda al aserradero. Después podrás verla… ¡Y no andes jodiendo por aquí o te hago zambullir en el pantano!

Con su ridículo trote desacompasado, Gerónimo regresó por donde había venido. Su enorme cuerpo se encogía como si ya presintiera que lo ahogaban.

Videla miró el agua, salió, se lavó despacio, peinándose con los dedos y se metió bufando en la pieza.

– O llueve o nieva -comentó-, de hoy no pasa. Bueno, princesa, ¿te vas a estar ahí todo el día?

– ¿No te gusta? -lo desafió Jorgelina-. Vos lo dijiste ayer.

– ¡C… si me gusta!; pero algo hay que hacer.

Cerró la puerta y, aunque sentía moverse en la otra a sus hombres, se abrazó de nuevo al cuerpo caliente y desnudo de la muchacha.

– ¡Qué buena hembra sos! -murmuró, sintiéndose anegado por la virilidad que despertaba de nuevo.

Al rato, echado de espaldas, dijo pensativo:

– ¿Te gustaría tener a mi paisano de asistente? Sería divertido… Siempre que no te tomes en serio que sos su mujer.

– Eso depende de vos -respondió con languidez Jorgelina.

En unas pocas horas había adquirido un aplomo adulto y experto. Alguno de sus desconocidos antecesores debía de haberle transmitido esa chispa singular que genera las grandes santas o las célebres meretrices.

Videla era demasiado primitivo para advertir la sutileza de aquella afirmación. Se sintió halagado y silbando comenzó a vestirse. En el fondo deseaba que la tormenta abreviara el trabajo de aquel día memorable.

Pero el día continuó amenazante sin resolverse por la tormenta y el trabajo prosiguió febrilmente, porque había que adelantarse al mal tiempo. Ya febrero concluía y en seguida comenzarían los primeros fríos y a la gente no le seducía la perspectiva de encontrarse en los caminos hacia sus pagos bloqueados por la nieve.

Videla se enteró que Montoya no había abandonado su cabaña. Tranquilizado esperó otro día y después se largó al Hito para conferenciar con los Fichel. Convinieron en aguantar una o dos semanas más, según viniera el tiempo. Por lo pronto, largarían a los hacheros más impacientes. Contaban con suficientes troncos amontonados como para que la sierra funcionara sin parar durante una buena semana. Los últimos tambores de petróleo irían a alimentar el motor.

Max Fichel le mandó un recado a Montoya para que se ocupara de ir limpiando el bosque de huellas y restos delatores. Junto con las instrucciones le envió un fajo de billetes chilenos y varias botellas de whisky, «para celebrar el éxito», le decía. Fue el propio Videla el que vino a verlo. Lo acompañaba Jones, el más duro de los bravos.

– ¡Hola, compañero!… -gritó al ver a Montoya-. Traigo noticias de los jefes.

Montoya salió a su encuentro sin prevenciones. Le costaba sentir resentimiento por aquel individuo que reproducía, en cierta medida, muchos de sus rasgos, incluso el del valor. Porque Videla nada tenía de cobarde. Manejar el confuso conglomerado de hacheros y peones, aun contando con la ayuda de sus bravos, resultaba tarea de hombre con agallas. Sólo que Videla era una copia reflejada por un espejo empañado.

Montoya escuchó las instrucciones, recibió el dinero y las botellas envueltas en papel duro y aguardó. Sin volverse sabía que María estaba detrás de él. Era inevitable.

– ¿Cómo está Jorgelina? -preguntó al fin.

– ¡Ah, bien, pero requetebién! ¿No se lo dije, señora? -se desentendió hábilmente de Montoya, para significarle que él nada tenía que ver en el pleito-. Es más, si usted quiere verla, dese el gusto… Seguro.

– Mi mujer no va a ninguna parte -dijo Montoya fríamente-. Que venga la muchacha si quiere ver a su hermana.

– ¡Lo que usted ha hecho es una iniquidad! -gritó María, enardecida.

Videla venía dispuesto a contemporizar. Lo difícil era saber hasta dónde.

– Escúcheme, don Luciano, y usted, señora; pongamos las cosas en claro… ¡Eh!… Para empezar, yo no le quité nada a nadie. Jorgelina está conmigo por su voluntad… y muy a gusto, se lo aseguro. Vaya y pregúnteselo.

– Es una criatura… -interrumpió tercamente María.

Videla se golpeó la frente con la punta de los dedos.

– Eso depende de lo que usted entienda por criatura… No querrá que le cuente detalles, pero para mí…

– Está bien, Videla: no hace falta más -cortó Montoya.

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