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Maruja Torres: Mientras Vivimos

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Maruja Torres Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000 Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000. Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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– ¿Me has comprendido? Me da miedo no haberme expresado bien, porque tengo la sensación de que nunca dispondré de una oportunidad como ésta. Vas a seguir adelante con tu vida y pronto no pensarás en mí más que con compasión y, si hay suerte, una leve nostalgia. La pelotera de esta noche te parecerá irreal, porque pronto tomarás las riendas y nada más importará. Pero te lo repito tina vez más. Sé tú misma. No te fíes de los aduladores, ni sigas las modas. Encuentra tu fuerza dentro de ti, canaliza tu rabia, la rabia de las mujeres. Cada mujer alimenta una clase de rabia. No supe ver la tuya, y es lógico, porque ni siquiera había sabido aceptar la mía. Remueve en tu interior, en tu pasado, en aquello que constituye tu esencia. Tienes mucho talento, aunque yo no haya sabido verlo. Trabájalo. Y lee, hija, lee.

La miró, soñolienta.

– No soporto dormir sola. No, esta noche. ¿Puedo quedarme aquí?

– Necesitarás un camisón, no tengo más que el mío.

– Huy, hija, en pelotas estoy bien. Además, tengo esto -señaló el nomeolvides-. Era de Teresa.

Se dejó arropar por Judit.

– Ven aquí -pidió-. Dame un beso. Hagas lo que hagas, ten la seguridad de que no te dejaré sola.

La muchacha obedeció. Luego se metió en la cama y apagó la luz. Sabía que no podría dormir. Después de todo, era verdad. Regina había escrito un argumento para ella, y el alma de su maestra ensanchaba la suya.

Hoy es el principio de su vida.

Perros sueltos sin collar, con un amo en alguna parte, atraviesan la plaza, jugando a perseguirse. Uno de ellos, un galgo espurio, se despista e invade la terraza del Da Marzio, retrocede al no encontrar a ningún conocido y corre a reunirse con los suyos, sin que Regina pueda cumplir su deseo de acariciarle el hocico.

Es temprano. El sol baña los mosaicos de la fachada de la basílica y las cuatro solemnes estatuas papales que vigilan la entrada. Pronto será primavera, la luz de esta mañana de finales de febrero ya lo anuncia. En la terraza, bien arrebujada en su abrigo, Regina disfruta de la luz y del ruido, del olor a tomate y especias que empieza a expandirse desde los restaurantes que rodean la plaza y jalonan sus calles adyacentes. Pronto Roma olerá también a las hierbas salvajes que crecen entre piedras para garantizar, con su modestia indestructible, que las ruinas nunca detendrán el empuje de la vida

No han transcurrido ni tres meses desde que Regina llegó a la ciudad. Al principio se instaló en el Raphael, el mismo hotel que frecuentó en sus breves visitas anteriores, motivadas por asuntos profesionales. Esta vez pensaba pasar una semana en la capital, como mucho diez días, para iniciar tan pronto como pudiera su proyecto de perderse en Italia, del Piamonte y la Lombardía hasta la punta de la bota, y quizá un poco más allá, a las islas. Quería viajar de Petrarca a Lampedusa, de Dante a Sciascia. Falta de entrenamiento en la práctica del vagabundeo, cayó al principio en los hábitos del turista, y recorrió el itinerario de monumentos e iglesias más frecuentado, en espera de que su hasta entonces rígida concepción del ocio, forjada durante años de disciplina, se desprendiera de su voluntad y dejara su receptívidad a flor de piel. Como una turista cargada de bolsas y con los pies en ascuas, regresaba todas las noches al hotel, dispuesta a saborear un martini, escuchar al pianista y atender a los otros huéspedes que, solícitos, intentaban paliar lo que consideraban las melancólicas vacaciones de una mujer sola. Aceptaba sus invitaciones, mientras en su interior hacía sitio a la Regina en que quería convertirse y preparaba el verdadero viaje. Paseando por las abruptas vías medievales, iluminadas con candiles de aceite ante la cercana Navidad, que conducían al Tíber desde la plaza Navona, pensó que el viaje no era sólo para ella. Cómo le habría gustado a Teresa leer a sus autores preferidos en su lengua original y en los paisajes a los que pertenecían.

Cuando se extinguió el aceite de la última lámpara navideña, se propuso volar al día siguiente a Milán o, por qué no, a Trieste. O quizá debería tomar un tren y detenerse primero en Ferrara para rezar, como siempre había querido hacer, una oración sin dios a la memoria de los Finzi-Contini. Eran tantas las posibilidades que se abrían ante ella que, indecisa, sin saber qué hacer con su libertad, se quedó en Roma.

Un atardecer del nuevo año cruzó el río por un pequeño puente de piedra que ostentaba el nombre del mismo papa que mandó levantar la capilla Sixtina, y ya no volvió atrás. Caminando por el Trastevere llegó hasta una de sus muchas plazas y se metió en una iglesia, más en busca de un poco de silencio que de fe. Allí, en San Francisco a Ripa, frente a la escultura de Bernini dedicada al éxtasis de la beata Ludovica Albertoni, Regina sintió que el nudo fosilizado de la rabia que aún llevaba consigo se disolvía, dejándole las entrañas tan livianas que bien hubiera podido revolcarse sobre las losas como la propia beata, cuyo cuerpo entregado al placer de la autosatisfacción mística había sido moldeado por el artista con clara predisposición pagana.

El premio no era el viaje, se dijo entonces Regina. El premio era volver a vivir, volver a mirar. Y eso no debía hacerlo con los ojos de Teresa, sino con los suyos. Teresa la había conducido hasta allí. Era bastante.

Aquella noche de principios de enero deambuló por el Trastevere hasta dar con un hotel discreto en cuyo último piso, al que se llegaba trepando por unos empinados peldaños, le alquilaron una diminuta habitación con una terraza desde la que se veía el río, el puente y un medallón de luna. Llamó al conserje del Raphael para que le enviara sus cosas al nuevo domicilio, y desde entonces vivió en las calles, retirándose a su palomar sólo cuando, cansada de exteriores, perdido el foco como una pantalla borracha de imágenes superpuestas, se decía que tenía que reposar para continuar mañana. Las caminatas ponían a prueba su capacidad para observar y entender. Había abandonado las nociones aprendidas y no le quedaba otro remedio que señalar con el dedo y deletrear, como los niños, nombres y significados; las cosas y los seres, y también las emociones. En su nueva humildad de párvula hallaba tanto arrebato como la Ludovica de Bernini en su éxtasis. Pues dos son los momentos de máximo asombro para un escritor: aquel en que descubre el orden en que el mundo se le revela, y aquel en que recupera la facultad de nombrar que había creído perdida.

Bajar a la piazza. Así llamó, premonitoriamente, al impulso centrífugo que la obligaba a fugarse de las paredes para buscar en la calle la corriente de la vida. Y el inevitable desenlace fue que acabó habitando en una piazza, la más hermosa del, para ella, más hermoso y romano de los barrios de Roma, el Trastevere. Consiguió un apartamento en aquel quartiere de forma triangular abierto entre el río y los jardines del Gianicolo, donde convivían en armónica simbiosis trasteverinos puros y artistas extranjeros, artesanos y vendedores ambulantes, ladrones y patricios. Su piso estaba en la casa adyacente a la iglesia de Santa María in Trastevere, que pertenecía a la parroquia, y era un segundo piso dotado de cinco grandes ventanas. Las mismas que ahora veía, mientras sorbía un cappuccino, sentada en la terraza de Da Marzio y contemplaba el ritmo de la vida.

La oportunidad de hacerse con la hermosa vivienda llegó a su debido tiempo, cuando Regina se había convertido ya en una figura familiar que rondaba desde primera hora por el barrio, asistiendo al despliegue de las mercancías que los vendedores ambulantes extendían sobre las bancarelle, expositores de esplendor renacentista aplicado al arte de la supervivencia. En aquellas bancas convivían peines-linterna importados de Hong Kong, al lado de retratos del padre Pio sumido en llagas; copias de bolsos de Prada a veinte mil liras, al lado de zapatillas de seda china; postizos de naylon para el cabello, al lado de bragas tailandesas; estuches de bolsillo para herramientas junto a juegos de uñas postizas. Regina amó el Trastevere desde el primer instante, como se ama en la madurez, uniendo el deseo y la nostalgia. La conocían en cafés y mercados, aprendió los nombres de quesos y pastas; iba a la compra casi a diario por el placer de conversar con los vendedores, pero casi nunca cocinaba en su apartamento y acababa regalando las viandas a otro huésped o a la dueña del hotelito, porque tampoco quería privarse del gusto de conocer una nueva Trattoria, o de acudir a las ya descubiertas, para recibir esa cálida acogida que los camareros reservaban a los habituales.

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