Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Judit sonrió, sin entender. ¿Se le estaría escapando algo importante?

A Regina, Madrid le traía buenos recuerdos. Era una ciudad a la que regresaba con deleite, y no sólo porque fue el trampolín que había impulsado sus éxitos. Poseía una memoria madrileña anterior, de su época hippy, de aquellos grupos de gente de su edad, intercambiables, que la envolvían como un torbellino cuando llegaba con su saco de dormir y su recuento de aventuras. Madrid había cambiado en los últimos veinticinco años, pero Regina aún conservaba, enquistados en su corazón, retazos de sus experiencias de la década de los setenta que tuvieron como escenario la capital. El calor asfixiante, la promiscuidad de los cuerpos durante sus paseos dominicales por el Rastro, aquel revolver en los puestos de baratijas en busca de frascos de purpurina, perfume de pachulí, pañuelos de gasa de colores Psicodélicos y pantalones de tejidos brillantes con estampados de estrellas y medialunas, el último grito de la moda entre su comunidad, en aquellos tiempos. El aire olía a sardinas y marihuana.

A la barcelonesa que había crecido con las cuadrículas del Eixample dividiéndole la mente en compartimentos aquel Madrid caótico la atraía por lo que ofrecía de picaresca en bruto, por la posibilidad de empezar cada noche un episodio distinto y afrontar cada amanecer al lado de personas como ella que no le hacían preguntas. Los pisos adonde la invitaban y los coches en donde la conducían de un lugar a otro tenían siempre más ocupantes de lo admisible. Jóvenes en todas partes, noches sin fin y días erráticos, música a cualquier hora, mientras se planificaba la próxima expedición para ir al Machu Picchu a la Fiesta del Sol o a Londres para ver a los Rolling Stones.

Aprendió a amar Madrid como no la amaban los catalanes que juzgaban la ciudad sin saber de ella, sin haberse perdido nunca en sus múltiples abrazos. Se relacionó con niños bien capaces de meterse cualquier sustancia en el cuerpo y que, con los años, supo que no habían sobrevivido a la llegada masiva de la heroína que ella se negó a probar sólo porque odiaba las jeringuillas: un golpe de suerte. Tuvo amigos chatarreros que le enseñaron a emborracharse en Semana Santa, siguiendo la procesión de Jesús el Pobre, a comer gallinejas y a joder como los perros en el servicio de un bar. Aquel Madrid por el que solía pasearse en busca de comercios que, de puro clásicos, le resultaban exóticos: viejas ferreterías con su oferta inacabable de tiradores de puertas y cajones, comercios donde se vendían corchos para botellas de cualquier tamaño, corseterías para tallas más que grandes y almacenes de caramelos. Aquel Madrid de sus recuerdos se había acabado para Regina desde que su impresionante éxito la abocó a otra forma de vida, pero le seguía teniendo ley, y en esta ocasión quería rendirle tributo aunque sólo fuera con el pensamiento.

Tantas cosas iban a cambiar para ella, en el inminente futuro, a impulsos del remoto pasado, que quién sabe si aún le sería posible disponer de unas horas para pasear por la calle de Toledo y buscar las esquinas y las fuentes en donde su juventud se desbocó antes de que se convirtiera en la Regina Dalmau que había llevado a cuestas hasta la noche de su reencuentro con Teresa. Tampoco Barcelona, la ciudad en donde vivía, le era familiar desde que se había sometido a su rutina de escritora ensimismada, sujeta a las salidas puntuales que le imponían sus obligaciones pero con los músculos de la curiosidad urbana anquilosados, con el deseo de callejear desfallecido, olvidado con el resto de los hábitos sencillos que antaño le proporcionaron tanto placer. Ni siquiera sabía qué había sido de la casa de Teresa, de su calle.

«Nel mezzo del cammin di nostra vita», la frase de Dante que figuraba en el reloj Swatch que una lectora le había enviado como regalo por su último cumpleaños era, quizá, una sentencia que podía aplicar a sus inmediatos cincuenta: siempre que aceptara la convención de que cualquier vida, si sabemos enderezarla a tiempo, vale por cien años de experiencia y sabiduría. Una convención en la que Regina necesitaba creer para darse la oportunidad de ser tal como habría querido Teresa.

El restaurante donde Blanca la había citado pertenecía al mundo que estaba a punto de abandonar. Siguiendo a una encargada vestida de Armani, atravesó el comedor inferior, repleto de ejecutivos. Se dejó llevar con la mirada perdida -no mires si no quieres que te miren, se decía en estos casos- hacia una mesa del piso superior, por encima de cuya balconada podía observar el trasiego de clientes sin ser descubierta. Blanca nunca era puntual, aprovechaba hasta el último momento para dar instrucciones al personal de su oficina, a menudo volvía sobre sus pasos para recalcar una cosa u otra; desde el mismo ascensor seguía velando por los intereses de sus autores. Y hoy tenía mucho trabajo, a causa de la presentación del libro de Regina.

Por la mañana, Hildaridad había ido a recibir a la escritora y a Judit al aeropuerto.

– Qué aspecto de buena que tienes -le había dicho, abrazándola. Y, señalando a la chica, que sonreía modosamente al lado de Regina, había añadido-: Así que ésta es la niña que está en tus ojos.

En el hotel, Regina encargó a Judit que mandara planchar el vestido que esa noche se pondría en la fiesta.

– Aprovecha para darles también el tuyo -le aconsejó.

– ¿Vamos a comer en el hotel? -la joven parecía excitada.

– Tú, si quieres, aunque yo te recomendaría que te dieras un paseo por los alrededores. Puedes ver las Cortes, ir al Prado, yo qué sé. Es tu primer día en Madrid, disfrútalo. Yo tengo que almorzar con Blanca. Negocios. Te llamaré a la habitación cuando regrese.

La muchacha se quedó con el ceño fruncido, pero Regina se marchó sin cargo de conciencia. No era su niñera, después de todo.

Mientras esperaba a Blanca, pidió una botella de Moét Chandom.

– No esperaré para beber -le dijo al camarero, indicándole la copa.

Iba por la segunda cuando la agente entró en el restaurante. Desde su observatorio, Regina se asombró ante su dinamismo. Era de su edad, quizá un par de años más joven, pero desplegaba energía incluso cuando, como ocurría ahora, se limitaba a abrirse paso en un lugar público. Blanca era una mujer más alta que la media y, además, usaba tacones de quince centímetros para subrayar su poderío. Su cabello rubio de peluquería, que llevaba despeinado a lo leona, parecía tintinear tanto como el oro que la adornaba profusamente, repartido en aretes, anillos, pulseras y collares de diverso grosor. Regina pensó en lo mucho que quería a aquella fuerza de la naturaleza que se desvivía por ella y el resto de los autores de su cuadra.

– ¡Por fin he podido escaparme! -explotó, al llegar frente a la escritora, desembarazándose simultáneamente del abrigo de ante con cuello de piel de tigre sintética, del bolso enorme que colgaba de uno de sus hombros y de varios originales de novelas que, sin duda, había cogido del despacho para hojearlos en el taxi, porque detestaba perder el tiempo.

Casi volcó la mesa al precipitarse a abrazarla, envolviéndola en una nube de perfume de jazmín. Bajo el vestido de punto gris exhibía un cuerpo ajamonado pero hermoso, de proporciones algo titánicas, como su propia personalidad.

Joder, guapa, hacía siglos que no nos veíamos -dijo, desplomándose en su asiento-. ¿Qué estás tomando? ¿Champaña? Creí que no bebías más que vino.

– Ésa es otra de las cosas que ya no son como eran -Regina sonrió con misterio.

– Si hay que beber, mejor que sea champaña francesa.

Se sirvió antes de que el camarero pudiera acudir en su auxilio.

– A mí tráeme, pero ya, un poco de esa chistorra tan rica que tenéis -pidió.

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