Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Pasó a examinar el temario, que se dividía en dos partes, tituladas «Apuntes sobre feminismo y feminidad», y «De la creación literaria».

El primero constaba de los siguientes apartados: «Reflexiones sobre la condición femenina», «Poner puertas al campo: mujer y trabajo», «Mujeres y memoria, un camino por recorrer», «Mujeres frente a hombres, ¿igualdad o superioridad?», «La mujer libre y la soledad del ser», «Dos mil años de educación patriarcal», «Las ventajas de ser una menor eterna», «Reproducción y placer sexual».

En el segundo apartado, Judit leyó: «Mujer y literatura, un trabajo mal retribuido», «La creación artística en la mujer, ¿adorno o contribución social?», «El desafío de la inteligencia en la mujer», «¿Feminizar la literatura o viceversa?», «La esperanza del futuro».

La persona que había desarrollado los temas enumerados por Regina lo había hecho mucho tiempo atrás, en amarillentos folios escritos a máquina, a un espacio, en una tipografía tan antigua que se parecía a esos titulares de diseño que algunos periódicos incluyen en sus suplementos literarios. Había páginas mecanografiadas en tinta muy oscura, de cinta recién estrenada, y otras en que el trazo se debilitaba hasta casi desaparecer, pero las ideas vertidas eran siempre francas, tajantes, inteligentes.

¿Quién era Teresa Sostres? ¿Alguien tan importante para Regina como ésta lo era para Judit? ¿También la Dalmau había tenido una maestra? ¿Por qué la mantenía oculta bajo llave? ¿Se avergonzaba de ella? ¿o era que debía a aquellas reliquias más de lo que quería confesar?

En cualquier caso, había dado con la debilidad de Regina Dalmau. Ya llegaría la oportunidad de utilizarla.

Eran más de las ocho cuando Judit se apresuró a salir de la habitación, no sin antes haber devuelto el mamotreto a su sitio. Echó una última ojeada antes de salir: la luz encendida, las cartas desperdigadas, las fotografías. Cerró la puerta y colocó la llave en el suelo. Todo quedaba tal como lo había encontrado.

Mientras se duchaba, se sintió ligera como si hubiera dormido.

– Hay que ver, hay que ver. Hoy todo va manga por hombro.

Eran más de las once y ni Alex ni Regina se habían despertado. Lo del chico era normal, porque su trabajo lo mismo le ocupaba veinte horas seguidas que le dejaba una mañana libre, pero la dueña de la casa tenía amaneceres fijos, y Flora, que era la clase de asistenta que se aferraba a las rutinas, solía arreglar su zona de dormir antes de dedicarse a otras tareas.

Judit se sirvió una nueva taza de café y esperó, simulando que leía un periódico. Cuando Flora quería decir algo había que darle tiempo para que lo soltara, después de resoplar como una plancha de vapor. Se había acostumbrado a llevar el sonotone que Regina le había comprado, y ya no hablaba a gritos. Las relaciones entre la asistenta y Judit habían mejorado desde que la joven, en un momento de inspiración y harta de que nunca le vaciara su papelera, le dejó una mañana, encima de la mesa de la cocina, un aparatoso paquete de regalo que contenía un caballo encabritado con las crines al viento, una figura de loza imitación Lladró.

Flora se había echado a llorar al verlo, y desde entonces le hacía frecuentes confidencias acerca de su marido y hasta sobre su propio estado de salud, del que no le gustaba hablar, porque le habían descubierto cataratas en un ojo; tenía hora en el Seguro para que la operaran la primavera siguiente, y su mayor temor era quedarse ciega, incapaz de ganarse la vida y de cuidar de Fidel. Le había pedido a Judit que no le dijera nada a Regina de su dolencia y la joven había cumplido, obteniendo a cambio implacables monólogos, que la otra le soltaba cuando la pillaba a solas, y alguna que otra información valiosa.

Judit dejó El País aparte y se dispuso a abrir La Vanguardia. De pie en la encimera de la cocina, Flora limpiaba los cristales de la ventana. Sus fuertes patorras, enfundadas en medias de lycra, quedaban a la altura de los o os de Judit.

– Deje eso, mujer, tómese una taza de café conmigo -la animó la muchacha-. Seguro que la señora aún tardará, habrá pasado una de sus noches de insomnio.

Flora descendió de su atalaya, llenó un tazón con café, le añadió leche y se sentó pesadamente delante de Judit, sin dejar de fruncir el ceño.

– No sé qué hacer -dijo, por fin.

– Pero se va a operar, ¿no? -comentó Judit, sin levantar la vista del periódico.

– Si no es eso. Es esto.

Flora metió la mano en uno de los bolsillos de su bata y sacó lo que, Judit había estado esperando.

– La llave. He encontrado la llave del jodido cuarto de Rebeca. Se le tiene que haber caído en el pasillo sin darse cuenta, menuda es ella.

– ¿Qué llave? ¡Ah, el cuarto cerrado! ¿Está segura de que es de ahí? -La cogió y la contempló con curiosidad, como si la viera por primera vez.

– Sí, la he probado, y abre. No le diga nada, que se pondría como una fiera.

– ¿Dónde está el problema? Si se le ha caído a ella…

– No, que no sé si tengo que limpiar o qué. He asomado la nariz, y huele a ni se sabe, con tantos libros y tantos papeles sin recoger. No he tocado nada, pero he tenido que apagar la luz, mira que dejársela encendida…

Judit se encogió de hombros.

– Pregúnteselo. O no le diga nada. Vuelva a ponerla donde estaba.

– No, que me reñirá, dirá que no barro bien.

– ¿Por qué no la deja aquí, al lado del frutero? Cuando venga a desayunar la verá, y en paz. Si se le ha caído a ella, no sé de qué puede acusarla a usted.

Cuando Regina preguntase por la llave, sería Flora quien le daría explicaciones, y ella se limitaría a poner cara de pánfila. Ahora que ya tenía atado el cabo que había quedado suelto, Judit se aburría de la charla. Cerró el diario y lo apiló con los otros. A Regina le gustaba encontrarlos ordenados.

– Yo que usted, no me preocuparía -dijo.

Regina seguía durmiendo. Judit conectó el ordenador portátil a la impresora láser, introdujo un disquete y pulsó una tecla. Tras una especie de estertor, la máquina se puso en marcha y escupió media docena de folios, que la muchacha recogió rápidamente y guardó en un sobre. Desconectó el aparato y volvió a dejarlo encima de su mesa, aquel banco de joyero que no era ni la mitad de cómodo para trabajar que el escritorio de Regina.

Con el sobre en la mano, se dirigió a su dormitorio, y lo metió en la bolsa de viaje del juego de maletas que Regina le había comprado para que pudiera acompañarla durante su gira para promocionar el nuevo libro. Cuando regresaba al estudio, tropezó con la escritora, que salía bostezando.

– ¡Qué mala cara tienes! -exclamó Judit, al ver sus ojos hinchados.

– Un insomnio de caballo, hija, qué le voy a hacer. ¿Has repasado la lista?

– Te esperaba. Tenemos que mirarla juntas, porque yo no conozco a nadie.

– De acuerdo -sonrió Regina-. Déjame tomar café y darme una ducha rápida, y en seguida nos ponemos a ello. De todas formas, las invitaciones ya están mandadas, es sólo por si se les ha olvidado alguien importante, que es lo que suele suceder, y hay que invitarlo a última hora, y por teléfono.

– ¿Tú crees? Si va a ir hasta la ministra.

– Calla, que me va a presentar. Es una idea absurda de Amat, pero con lo mal que lo he tratado no me queda otro remedio que darle ese gusto.

Cuando la oyó encerrarse en el cuarto de baño, Judit se acercó a la cocina, en donde Flora estaba lavando las tazas.

– ¿Qué tal ha ido? -le preguntó, adoptando su tono más animoso.

– No hay quien la entienda. Ahora resulta que puedo meterme en el cuarto a limpiar cuando quiera, siempre que no le tire ningún papel, por arrugado o pringoso que me parezca. Hemos entrado juntas y yo, disimulando como si no hubiera estado allí esta misma mañana. Ha metido lo que había en la mesa dentro de una caja y me ha dicho que el resto es cosa mía. Voy a necesitar toda la mañana para dejar la habitación un poco decente.

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