Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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– ¿Y la llave? -Judit estaba tan perpleja como la otra

– Dice que la ponga donde quiera, porque a partir de ahora la puerta quedará abierta. Hay que ver, hay que ver.

– Deberías hablar con Hildaridad para que te cuente cómo piensan organizarse, si van a ir a buscarnos al aeropuerto los de la editorial o nos recogerá Blanca. Mejor dicho -rectificó Regina-, pásame con Blanca y lo hablo directamente. Prefiero que se encargue ella, tiene más sentido común que todos los demás juntos.

Judit marcó el número. Comunicaba.

– Siempre está hablando por teléfono -sonrió Regina, acariciando una fina cadenita de oro, con una placa, que pendía de su muñeca derecha.

Necesito escaparme veinte minutos, pensó la joven. Tenía que encontrar una excusa.

– ¿Blanca? -dijo, por fin, Judit-. No, nada. Todo bien. Regina quiere hablar contigo.

– Venga, pásamela -la escritora alargó la mano y le quitó el inalámbrico-. ¿Qué tal, golfa? ¿Puede saberse por qué tienes tan descuidada a tu autora predilecta? Estoy en buenas manos, las mejores. ¡Si vieras cómo me cuida Judit! Supongo que tienes a Hilda en lo mío. No, no me importa que la fiesta sea en el Ritz, aunque en invierno pierde mucho, sin los jardines. Ya sabes que, para dormir, sigo fiel al Palace. Por otra parte, he estado pensando y, no te enfades, pero no creo que éste sea un libro tan importante como para someterme a la gira que la editorial tiene prevista. Arréglatelas como quieras, pero no me apetece lo más mínimo dar la vuelta a España. Y tú y yo tenemos que hablar muy en serio. No, de otras cosas. Perdona un momento, Blanca, que Judit quiere decirme algo.

– ¿Puedo ir a Correos? -preguntó la interesada-. Tengo que mandarle a Hilda los últimos justificantes de gastos.

Regina hizo un gesto de asentimiento. Judit recogió su cartera y salió del estudio. Cerró la puerta y entró en su dormitorio. Sacó el sobre que esa misma mañana había guardado en la bolsa de viaje y lo metió en la cartera. A la entrada del edificio, saludó a Vicente, el conserje, que estaba lustrando los metales del portal. Intercambiaron un comentario acerca del tiempo, cargado de humedad. «Está indeciso -dijo el hombre-. Hoy me tocaba regar, pero lo he dejado, pensando que iba a llover, pero ni llueve ni aclara.»

Ella sí se había decidido, pensó, mientras caminaba por el lateral de la plaza en dirección a la calle Muntaner; en la cartera llevaba el fruto de su resolución, las páginas escritas de noche en el ordenador portátil, en su dormitorio, con la casa en silencio, casi siempre después de haber hecho el amor con Alex, esos polvos que acrecentaban su seguridad tanto como la confianza que Regina y Blanca, cada una a su manera, depositaban en ella. No quería eternizarse en su papel de colaboradora eficaz de la novelista. El tiempo pasaba rápido, y quién sabe cuándo volvería a disfrutar de una oportunidad semejante. En cuanto Regina acabara con la promoción del libro, y por lo que le había oído decir momentos antes parecía querer acortarla drásticamente, se entregaría a la redacción de su nueva novela, y entonces Judit se vería relegada a la condición de secretaria que se ocupa de mantener a la dueña de su tiempo alejada de las molestias que podrían distraerla de la sagrada escritura.

Su descubrimiento de la noche anterior la había ayudado a decidirse. Si Regina se había aprovechado, y lo seguía haciendo, de lo escrito por otra mujer, la para ella desconocida Teresa Sostres, sus propias páginas creadas a escondidas merecían un destino mejor que permanecer en un disquete a la espera de salir a la luz cuando su patrona ya no la necesitara. Regina se había acostumbrado a la vida cómoda, lo había conseguido todo, y Judit sentía que había pasado a formar parte de esas comodidades. Dentro de poco perdería su carácter de novedad, y ya ni siquiera Blanca se asombraría ante sus demostraciones de eficacia. Tenía que actuar. ¿No le había dicho que le enviara sus cuentos, que le apetecía leerlos? Iba a hacer algo mejor. El sobre que llevaba en la cartera contenía el argumento de una novela propia, completamente suya, y un esquema con los capítulos que la integrarían, un elenco detallado de los personajes e incluso un comentario acerca del sentido de la que sería su primera obra, y de lo que la literatura representaba para ella.

Descendió sin prisas por Muntaner, saboreando el instante. Al contemplarse en los escaparates, cargados de adornos navideños, ya no vio a la muchacha macilenta que, tiempo atrás, merodeaba por el barrio, soñando con hacerse amiga de Regina, con encontrar en su admirada escritora una mentora, una madre, alguien que la rescataría de la confusión y la convertiría en su protegida. Las vitrinas le devolvían la imagen de una nueva Judit que no desentonaba de las lujosas mercancías que en su anterior existencia envidió y codició. Ella misma, con su abrigo de espléndido corte y el elegante pañuelo, casi tan grande como un poncho, echado por encima con un descuido burgués que la hacía parecer mayor e incluso rica, era envidiable, codiciable, y si su actual aspecto, sus ropas, su desenvoltura, las debía a Regina, Judit también le había dado algo valioso a cambio: un asidero para la mujer que vivía sola a pesar de su fama, sola con su prestigio y su bienestar económico, sola con su egoísmo.

Y le había dado más, aunque había tardado en descubrirlo. En las múltiples libretas que Regina guardaba en su escritorio, aquellas que contenían anotaciones para su próxima novela, Judit había encontrado, cuando las había podido medio leer a hurtadillas, aprovechando un descuido de la otra, descripciones que encajaban con ella, frases que la definían o pretendían hacerlo, fragmentos de sus conversaciones con Alex.

Digamos que hemos hecho un intercambio, concluyó, sofocando el gusanillo de la culpa, mientras empujaba la puerta de la oficina del servicio de mensajería express por el que iba enviarle a la agente literaria su proyecto de novela.

Escribió la dirección con letra grande y pagó la tarifa más alta, para que el envío se encontrara en el despacho de Blanca cuando ésta llegara a la mañana siguiente

Cuando Judit regresó, Regina ya había repasado la lista de invitados a la fiesta. Se la entregó.

– Busca los teléfonos de la gente que he añadido y llámalos. Asegúrate de que vendrán, o al menos, que sepan que los he tenido en cuenta. Los números están en mi agenda. Diles que las invitaciones han salido tarde. Es la excusa de siempre.

La joven quedó impresionada por la categoría de los nombres. Hizo las llamadas con su propio móvil, desde su mesa. Regina se levantó de la suya y se quedó un rato de espaldas, mirando el jardín.

– Vaya un día asqueroso -dijo por fin, volviéndose

Espero que en Madrid haga un tiempo más alegre aunque sea más frío. No prepares más equipaje que la bolsa de mano. Blanca se ha encargado-de suspender la gira. No tengo el menor interés en perder tiempo. Pero no te preocupes por el uso que le vas a dar a tu juego de maletas, que tiempo habrá de utilizarlas.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada. Yo me entiendo.

Volvió a sentarse ante el escritorio y abrió los cajones. Sin dejar de dar explicaciones por teléfono a los invitados tardíos o a sus secretarias, Judit la vio extraer las libretas de anotaciones y apilarlas sin el menor cuidado. A continuación, Regina se dedicó a arrancar las páginas de cada cuaderno y hacerlas trizas, arrojándolas a la papelera, hasta que la cesta se llenó de papelillos.

– Listo -dijo Regina en voz baja, hablando para sí misma, al deshacerse de la última libreta-. Ahí va mi próxima novela.

– Y eso, ¿por qué? -preguntó, señalando la papelera.

– Porque una novela es como una pasión, o no es nada.

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