Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Lo que más le gustaba era observarlo cuando se corría, y preguntarse si aquel padre suyo, Jordi, había puesto una expresión similar las veces que se vino, haciendo el amor con Regina. ¿Cómo era Regina, en la cama?

¿Qué podía estar haciendo en el cuarto secreto, durante tanto rato? Judit se había enterado, por Flora, de que Regina nunca le confiaba la llave. «En la habitación de Rebeca no entra ni Dios, aparte de la señora», había dicho la criada.

Eso estaba por ver.

Mucho más tarde, la oyeron salir del cuarto y alejarse, en dirección a su dormitorio. Judit le pasó a Alex la colilla del último cigarrillo, para que la anegara en una lata con restos de coca-cola.

– Dices que, cuando tú y tu padre vivíais aquí, el cuarto ya estaba cerrado con llave.

– Sí, pesada. ¿Por qué te interesa? Seguro que no es más que un almacén o algo parecido.

– ¿Y qué hace ella tanto rato dentro?

– ¡Yo qué sé! A lo mejor necesita un poco de aislamiento. No disfruta de mucho, con nosotros siempre alrededor.

– ¿Se encerraba también entonces?

– Supongo. Yo iba a mi bola, no me fijaba en esas cosas. Sólo sé que mi padre una vez le propuso que tiraran un tabique y convirtieran las dos habitaciones, el cuarto cerrado y la que tú ocupas, en un despacho para él.

– ¿Qué dijo Regina?

– Te lo puedes imaginar. El cuarto sigue ahí. ¿Tú crees…?

– ¿Qué?

– No, me preguntaba si se huele lo nuestro.

– En absoluto. Regina es muy poco perspicaz. ¿Sabes? Anda tan preocupada con sus incógnitas que no ve qué hace la gente que tiene delante de sus narices. Nunca supuse que una escritora de su importancia fuese tan poco observadora.

Días atrás había tenido lugar un incidente que dejó a Judit pensativa. La vecina del piso contiguo, una mujer de edad mediana que siempre llevaba gafas oscuras y un pañuelo atado a la cabeza, con la que a veces la joven se cruzaba en el ascensor, fue sacada inconsciente por unos camilleros y conducida en ambulancia al Clínico, en donde la salvaron in extremis. Según Vicente, el portero, había ingerido barbitúricos. «Lo hizo porque se acerca Navidad -le informó el hombre-. Siempre dice que no soporta la comida con su familia. La semana de Navidad va el doble de veces al psicoanalista.» Cuando se lo contó a Regina, ésta se limitó a encogerse de hombros: «Ah, ¿sí?», y siguió con lo que estaba haciendo. En opinión de Vicente, que con frecuencia mantenía con Judit instructivas conversaciones sobre lo que ocurría en el vecindario, «la señora Dalmau sale muy poco, y ya no da fiestas como antes».

Se lo comentó a Alex.

– ¿Crees que es posible que la gente haya dejado de interesarle? Porque hasta como personaje para una novela, esa loca (le vecina tendría que llamar su atención. En cambio, cuando tú te tomaste las píldoras corrió a tu lado, ¿no?

– Uf, no me hables de eso, que me da vergüenza, fue una chiquillada. -Después, pensativo, el chico añadió Regina ha cambiado mucho…

– ¿Qué quieres decir?

– Antes estaba mucho más segura de sí misma, era más despreocupada. Disfrutaba con cualquier cosa.

– A lo mejor es por la edad. Va a cumplir cincuenta tacos.

– Sí, es la hostia.

Judit acarició el pecho lampiño de Alex.

– Medio siglo. Regina ha publicado dieciséis novelas. Cuando yo tenga su edad, por lo menos habré escrito veinte.

– ¿No te parece demasiado? -el chico se echó a reír.

– Lo dices porque a ti te va más la imagen. Yo tengo muchos proyectos, y voy a empezar muy pronto. ¿Sabes? Cuando entré en esta casa albergaba la ilusión de que Regina me echaría una mano. Nunca he tenido con quién hablar de literatura, sé escribir pero nadie me ha dicho vas bien o vas mal, ¿entiendes lo que quiero decirte? Cuanto he aprendido ha sido leyéndola a ella, escuchándola en radios o televisiones, estudiando sus entrevistas. Pensé que, a su lado, sus enseñanzas se multiplicarían, que se volcaría en mí al descubrir mi vocación. Y ni siquiera me ha preguntado qué quiero hacer en la vida. Hice montones de correcciones a su libro, añadí cosas mías, y se lo tomó como lo más natural del mundo. No piensa más que en ella misma.

– ¿Por qué no se lo dices así, tal como me lo cuentas? Regina es buena persona.

– No, creo que es mejor que me calle. No podría soportar que, después de confesarle mis aspiraciones más profundas, me dedicara una de sus sonrisitas maternales y cambiara de tema. Me moriría de humillación.

Le molestaba seguir con el asunto, y no quería contarle a Alex que tenía proyectos concretos.

– Así que te irás a Londres en primavera. ¿No es muy pronto?

– Quiero perfeccionar mi inglés, ambientarme. Que cuando empiece el curso no me presente en clase hecho un pardillo.

– Tu padre, ¿lo sabe ya?

– Le presentaré el hecho consumado. Como hizo él cuando me arrancó de esta casa.

– El hecho consumado -comentó Judit, pensativa-. Sí, me parece que es lo mejor.

Salió sigilosamente, sin encender luces. No le resultaba difícil volver a su dormitorio. Era la primera puerta a la izquierda, justo antes del cuarto cerrado. Iba descalza. A esa hora, el parquet estaba frío, aunque no tanto como el objeto que se le incrustó en la planta del pie izquierdo. Se inclinó para cogerlo. Era una llave. Supuso que se le había caído inadvertidamente a Regina.

Apretó el puño. No podía permitirse más fallos. Había cometido demasiados en las últimas horas. El primero, acompañar a Alex a ver la última película de Bruce Willis a los multicines del centro comercial más popular del momento. Tenía que haber previsto lo que podía suceder. Su hermano era un forofo de Willis, que corría al cine en cuanto se estrenaba algo suyo. En efecto, cuando se encendieron las luces y se levantaron de la butaca, Judit casi se desvaneció al ver a Paco e Inés, sentados cinco o seis filas atrás y, para su suerte, absortos en su mutua contemplación. Ante la mirada burlona de Alex, aprovechó para agacharse y recoger las palomitas que se les habían desparramado durante la proyección. «No te imaginaba tan cuidadosa», comentó el chico. Demoró la salida del cine tanto como pudo y se negó a dar una vuelta por el centro comercial, tal como tenían planeado. Seguro que su hermano y su futura cuñada aprovecharían para mirar escaparates. La única ilusión de sus vidas consistía en elucubrar sobre cómo sería su lista de bodas.

Tomaron el primer autobús, y Judit respiró hondo cuando se vio en el paseo de Gracia. Qué tonta había sido.

Su familia la creía en Lleida. No sabían que trabajaba para Regina Dalmau, ni que se había trasladado a su casa. Les telefoneaba regularmente, para tenerlos contentos. No deseaba interferencias. Su nueva vida no valdría nada si la compartía con su familia. Había marcado una línea divisoria, y nadie la podía cruzar. Tampoco ella podía retroceder.

Mientras ascendía con Alex por el paseo pensó, no sin regocijo, en cuál hubiera sido la reacción de su hermano si la hubiera visto tan cambiada, envuelta en el abrigo de lana gris que le había comprado Regina. Qué poco podía imaginar su familia el lujo de que gozaba, y lo cerca que se encontraba de alcanzar su meta. Pensó en la ropa que colgaba de su armario, tan distinta de las miserables prendas que solía utilizar antes de convertirse en la mano derecha de la escritora más famosa de España, su colaboradora imprescindible. Eso, de momento.

– No sé qué habríamos hecho sin ti -le había dicho Blanca, después de leer la copia definitiva del libro-. Regina se ha saltado todos los plazos, no habríamos salido ni por Navidad. Nunca la había visto tan pasota. Parece que nada le importe.

Su relación con la agente había ido estrechándose a medida que pasaban los días y menudeaban sus conversaciones acerca de la escritora. Se habían convertido en aliadas, por el bien de Regina y a sus espaldas, y Blanca había cumplido su promesa de influir para que la muchacha se trasladara a su casa.

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