No proteste cuando tu padre me dijo que no podía continuar con su doble vida. Yo también tenía un plan. Para ti. No me había atrevido aún a ponerlo en práctica, pero cuando Albert se retiró de mi intimidad para adoptar el único papel que le satisfacía el de amigo fiel, jugué mis cartas y las jugué bien.
Mañana seguiré. Las medicinas me provocan somnolencia. Odio la confianza con que escribo una palabra que no me pertenece: mañana.
Al servirse más whisky con mano temblorosa, un poco de licor se derramó sobre la página y convirtió en un borrón la palabra que no habían compartido. Mañana. No hubo un mañana en común para Teresa y Regina pensó al menos no lo hubo a su debido tiempo. ¿Habría sido distinto de haberse apresurado a acompañarla durante sus semanas de agonía? La joven petulante que era entonces, ¿habría sabido colmar las expectativas de su maestra o habría contribuido, por el contrario, a amargarle aún más los días que le quedaban por delante? He aquí una duda que me acompañará siempre, se dijo Regina. O quizá no. Quizá empezaba a comprender, por fin, y sin otra razón que la cobardía que la indujo a aplazar la lectura de aquella carta, el alcance de las palabras de Teresa. ¿Estuvo ella dotada, a sus veintiséis años, del discernimiento imprescindible para interpretar la clave de las circunstancias ajenas a su voluntad que marcaron su vida? Se dio cuenta de que estaba llorando, sin compulsión ni pena. Lloraba de gratitud porque el cariño que Teresa le tuvo y del que había llegado a dudar, aquel amor al que aún no se atrevía a otorgar el adjetivo apropiado, acudía a ella para fortalecerla cuando más lo necesitaba. Tal como aquella mujer había previsto.
8 de julio
Te pedí a cambio, Regina. Tú fuiste el precio. La segunda parte del pacto, aquella que me compensó. Ya te he dicho que lo había planificado desde mucho antes de que a Albert le entrara el arrebato místico que lo condujo a recuperar su castidad. Unía intención de insinuarle a tu padre que deseaba conocerte en persona, incluso pensaba insistir en que necesitaba utilizarte como modelo Para mi personaje de Marta; él nunca se dio cuenta del todo de que ya lo eras. No creo que llegara a leer mis libros, antes de dártelos de mi parte, creía en ellos como creía en mí, y eso le bastaba.
Pensé que debía convencerlo poco a poco de que no te haría daño mi amistad, pese a ser, por hablar en sus términos, no ya una mujer adúltera sino una víctima, como él, de la fatalidad que nos había empujado al adulterio.
El anuncio de que teníamos la obligación de romper como un laberinto de fechas y nombres, la geografía en un paisaje inconcreto que sólo invitaba a la huida, la aritmética en un jeroglífico y la literatura en un erial plagado de personajes con barbas o miriñaque. La ignorancia, en suma, frente a sus ganas de saber. Su indiferencia, como escudo contra la acometida exterior. Teresa llegó en el instante exacto.
Hecha mi petición, esperé la reacción de Albert. Tenía mis dudas, Regina. De alguien tan esclavo de su sentido del deber se puede esperar cualquier ofuscación. No había vacilado en sacrificarme a mí, ¿por qué tenía que ser más generoso contigo? Por una razón, pensé entonces. Porque -y esto te lo digo para que lo quieras y respetes mientras viva- te quería más que a mí, más que a sí mismo y más que a sus creencias. Accedió sin dudarlo. Aunque se sentía incapaz de salir del pozo, quería para su hija lo que él no pudo tener Sólo puso una condición. Te acercaría a mí lo bastante como para asegurarte una educación complementaria, pero, entretanto, seguirías con las monjas. Cuando llegara el día, la decisión sería tuya.
Porque elegiste tú. Yo te escogí para que fueras Marta pero, desde que atravesaste el umbral de mi casa aquella primera tarde, no dejaste de tomar tus propias decisiones, de hacer preguntas, de formarte contra todo condicionamiento. Incluso contra mí, ¿me equivoco? Te hiciste mujer sin renunciar a la reserva adquirida en soledad, pero aprendiste, aprendiste sin descanso cuanto pude enseñarte. Tu inteligencia me llenó de satisfacción, tu curiosidad sin límites me suministró las más luminosas compensaciones que pude imaginar. Eras, eres, tan capaz. Y habías nacido para escribir, lo vi desde el principio, tenías el don. Mis escritos eran el fruto de mi esfuerzo, de mi voluntad. Tú escribías como respirabas. Todo lo que yo tenía que hacer era Poner a tu alcance los conocimientos y un cierto rigor que te impidiera dispersarte o caer en la facilidad. Estoy orgullosa de ti, Regina, más de lo que podría estarlo de una hija propia. Y de lo que más contenta me siento es de haber introducido en ti el anhelo de volar con tus propias alas. Que seas capaz de crecer por tu cuenta, que hayas seguido creciendo sin mi tutela, es el mejor regalo que he recibido a cambio de los años que te dedique.
No quiero ser hipócrita. Habría preferido verte más a menudo. Pero tu decisión de no regresar no ha tenido nada que ver con lo que aprendiste de mí. ¿Me equivoco? Me arrepiento de no haberte contado lo que hubo entre tu padre y yo. No podía hacerlo, Regina. Cuando accedió a traerte a casa, me hizo jurar que nunca te diría la verdad sobre nuestra relación. Fue su pudor, no el mío, lo que motivó mi silencio. Lo averiguaste años después, estoy segura, aunque no sé cómo. Algo que dije o algo que viste. Da igual, ¿no te parece? Me hubiera gustado ser sincera contigo, pero no era fácil. Cuando llegaste, eras demasiado joven para entenderlo. ¿Qué podía decirte? ¿Que había sido la amante de tu padre durante los últimos siete años y que pretendía convertirme en una segunda madre para ti, una madre más real y efectiva que aquella a quien los dos, en palabras de Albert, habíamos traicionado? Imposible. Por otra parte, ya no había nada que ocultar tú padre te traía a casa, se quedaba con nosotras, asistía con envidia y cierto desánimo a nuestras complicidades. Y poco más. Cuando no estabas presente, Albert hablaba de los viejos tiempos, volvía una y otra vez a lo ocurrido entre nosotros, a ponderar la amistad sin dependencias pasionales que manteníamos. Un día me harté. Le dije que no volviera por casa, que no soportaba a la gente que no sabe tomar decisiones para preservar la felicidad con que ha sido privilegiada. Se quedó perplejo: a él le iba muy bien, después de todo. A mí, en cambio, su presencia me estorbaba. Me dijo que lo pensara bien. Una vez más, no me entendía. Yo te tenía a ti. Él se había convertido en una reliquia.
Ahora lo tengo a él y me faltas tú. Está visto que siempre he de sentirme incompleta. Afirma que, desde que me conoció, no ha dejado de quererme ni un solo día de su vida, y debe de ser verdad.
Desaparecido el aspecto carnal de nuestra historia, me convertí en parte de su religión, un culto tan privado que no se extinguirá ni con mi muerte. Al contrario, cuanto menos me tenga más me querrá, porque ésa es la naturaleza de Albert Dalmau, un hombre destinado a tener lo que no ama y amar lo que no tiene.
Durante los años en que nos quisimos, no Pasamos ni una noche juntos. Fue incapaz de inventar una sola mentira que-nos permitiera esa intimidad de la que los matrimonios disfrutan hasta el hartazgo. Voy a morirme y no sé cómo es Albert cuando despierta, qué gestos hace, si está de buen humor o no, qué desayuna, si canta bajo la ducha, esas tonterías que siempre envidié en las parejas normales. Lo odié por eso. Ahora no le gusta que me quede sola por las noches, y dice que está dispuesto a hacerme compañía en cuanto se lo permita. Soy una enferma, no una tentación. En mi competición con tu madre, por fin la venzo, porque estoy casi muerta.
Después de la muerte de Teresa, Albert Dalmau se consagró por completo a su memoria. Llevaba flores a su tumba una vez a la semana, encargaba misas. Desatendió por completo su trabajo de joyero, del que ya no tenía que vivir, gracias a que Regina, que se iba enriqueciendo con cada nueva novela, velaba, al menos, por el bienestar material de sus padres. Se veían con poca asiduidad, porque Regina no soportaba la afición de Albert por revivir el pasado, por hacer de Teresa el único tema de conversación.
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