Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Esa tarde, al olvidar su móvil en el salón, y nada menos que conectado, había podido fastidiarlo todo. ¿Qué habría ocurrido si Regina hubiera llegado a ver el número de Blanca en la pantalla? Porque era la agente quien la había llamado para contarle que el editor estaba muy satisfecho con los cambios que ella, Judit, la insignificante, la secretaria, había introducido en el libro que la gran escritora iba a presentar en unos días.

– Esos párrafos son excelentes, imitas muy bien el estilo de Regina -le había dicho Blanca, entusiasmada-. ¿Tienes cosas tuyas? Me gustaría leerlas.

– Algunos cuentos, pero no estoy muy satisfecha. Y, además, los escribí a mano.

– Mándamelos cuando los pases a ordenador, que no estoy para quedarme ciega.

Palpó la llave. No se le volvería a presentar una oportunidad igual. El dormitorio de Regina, en el extremo del pasillo cercano al estudio y opuesto a la cocina, parecía silencioso como un sepulcro.

Como de costumbre, Judit estudió cuidadosamente los pros y contras de lo que iba a hacer, pero no dedicó ni un segundo a reflexionar sobre el sentido de su acción. La acción era el sentido, y éste había sido determinado por ella tiempo atrás, a la temprana edad en que las decepciones parecen hecatombes y la esperanza puede ser suplantada por una obsesión. Las semanas transcurridas junto a Regina le habían enseñado que tendría que abrirse camino por su cuenta, exprimiendo las oportunidades que se le presentaran, con o sin el permiso de la escritora

Había crecido en una época en la que el éxito y la notoriedad parecían ofrecerse a los jóvenes a cambio de muy poco esfuerzo, pero la realidad se burlaba a diario de semejante pretensión. Maquinar era su forma de amansar el sufrimiento que sus deficiencias le causaban.

Dicen que la información mueve el mundo pensó Judit sopesando la llave. Regina Dalmau era una figura pública. Judit era su más fiel seguidora, la quería. Tenía derecho a conocer sus secretos. Su situación en la casa le permitía acceder a compartimentos oscuros cuya existencia ni los periodistas ni la televisión, ni siquiera Blanca, podían presentir. Y nadie, excepto Judit, la quería lo suficiente como para aventurarse a perderla. Que era a lo que se arriesgaba, si la otra la sorprendía internándose en los pasadizos de su intimidad.

Cuántas tardes, mientras la escritora dormía la siesta en el sofá del estudio, se había deslizado hacia su dormitorio con idéntica cautela a la que ahora utilizaba; cuántas veces, dejando abierta la puerta para escuchar el menor ruido que pudiera alertarla, había entrado en su vestidor o en su cuarto de baño. Y siempre con la misma finalidad: averiguar qué había detrás de la Regina que se le mostraba, dar con el dispositivo que le permitiría examinarla bajo la cruda luz de la verdad, aprehenderla en su totalidad e interpretar los signos dispersos de la fragilidad que intuía.

Con la impudicia de un detective especializado en casos de adulterio y la temeridad de un espía de novela, con los sentidos despiertos y la garganta seca por el miedo, había explorado cada rincón del santuario, en busca de respuestas. Abrió los armarios y revisó la ropa, se abrazó a los vestidos y aspiró su perfume. Sintiendo que, al hacerlo, recuperaba algo que siempre había sido suyo, revolvió en los cajones donde se amontonaba la ropa interior de Regina y dejó que la leve caricia de los tejidos le marcara la piel. Ajena al escrutinio a que Judit la sometía, indefensa, la mujer seguía durmiendo en el estudio. Una tarde, hurgando entre la ropa interior en la que intentaba leer como un ciego, sus dedos habían tropezado con el objeto que, esta madrugada, la casualidad había puesto de nuevo a su alcance.

Inmóvil en la oscuridad, Judit comprendió que era la llave que abría el cuarto secreto.

¿Se desharía Regina de Judit, en el caso de que la encontrara registrando la habitación secreta? La mujer le había tomado cariño, estaba convencida. El tono de superioridad con que la trató durante los primeros días había dejado paso a un afán protector, muy maternal, que a, Judit, por un lado, le llenaba de calidez, y por otro, le hacía sentirse disminuida, no humillada pero sí empequeñecida, en un papel: sintiendo esa mezcla de pudor y curiosidad que a una mente despierta le provoca el espectáculo de un alma al desnudo.

La mesa sobre la que se apoyaba la lámpara no guardaba similitud con la decoración del resto del piso. Era fea, vulgar, tina sencilla mesa de formica blanca en cuya superficie brillaban, superpuestos, círculos borrosos de un líquido color ocre. Parecían manchas de whisky. La habitación olía a licor reciente y a papeles vicios. Las paredes estaban forradas de estanterías de distintos aspectos y procedencias. Entre cuerpos metálicos, baratos y herrumbrosos como desechos recogidos en una acera, aparecían, encajadas, pequeñas librerías desparejas de madera noble pero deteriorada. Sin embargo, lo que menos importaba era el mobiliario, pensó Judit, manipulando la pantalla de la lámpara con cuidado para enfocar el resto del cuarto sin quemarse. Había algo superior, omnipresente, asfixiante, un vaho añejo que, no obstante su falta de experiencia, Judit asoció por instinto a sótanos o desvanes donde almacenamos las piezas sueltas de un pasado por resolver, y que ante su atónita mirada cobró valor de misterio literario. Pues en aquella habitación, según pudo comprobar proyectando la luz sobre los anaqueles, no había dos dedos de pared que se libraran de la desaliñada presencia de la literatura en su faceta más temible. Dante y Homero junto a Shakespeare y Pushkin, Salingerjunto a Proust, Flaubert al lado de Lampedusa: es decir, la literatura que sólo tinos cuantos elegidos son dignos de crear, a cambio de renunciar a la seguridad de las realidades posibles.

Era una sensación sofocante, que Judit no había experimentado hasta entonces y que le obligaba a recordar, con dolor, los libros que aún tenía que leer y el laberinto de autores muertos en el que no se había atrevido a deambular, asustada por el caudal de una obra desmedida que había empezado en siglos anteriores y que se prolongara cuando ella misma y sus fulgurantes ambiciones se hubieran convertido en cenizas.

Se creía calificada para medirse con Regina, para emularla, pero ¿no era aquella habitación la prueba evidente de que ni siquiera Regina Dalmau se atrevía a desafiar a los mejores? ¿Por qué, si no, había optado por encerrar allí tal cúmulo de libros respetables, alejándolos de su cercanía como si se tratara de un rival ominoso?

Hasta la mesa, con sus redondeles de whisky di seco, sobres rasgados y cartas, muchas cartas, algunas de las cuales también tenían manchas de licor; y la caja abierta y las fotografías desperdigadas; hasta aquel retazo de vida que Regina había dejado tras de sí, después de quién sabe qué especie de ceremonia, le parecía a Judit un bodegón arrancado de las páginas de un libro, la ilustración de un momento, más que el momento mismo. Señales que no puedo interpretar, reconoció. Leyó el inicio de algunas cartas, pero lo dejó porque eran anticuadas y sosas misivas de amor. Estaban firmadas por un hombre, Albert. Examinó las fotografías con detenimiento pero ni el hombre ni la mujer desconocidos que aparecían en algunas ni la joven Regina que distinguió en otras le proporcionaron la explicación que buscaba. Aquel Albert que escribió las cartas y aquella destinataria, Teresa, ¿eran los padres de Regina?

Había más que libros en las estanterías: viejos archivadores de cartón con ornamentos de metal y lomos despellejados por la humedad y el tiempo, en cada vino de los cuales figuraba una etiqueta enmohecida en la que aún podía leerse un nombre, el mismo que figuraba en todos los sobres: Teresa Sostres. En cada etiqueta había una relación del contenido del archivador pertinente: «Milicianas, principio guerra civil», «Milicianas expulsadas del frente» «Contribución de la mujer en la retaguardia», «Papel de la mujer en los campos de concentración del sur de Francia». junto a estos mamotretos comidos por el polvo, se veía un archivador mucho más moderno y reluciente que carecía de etiqueta. Judit lo sacó de la estantería y lo colocó en la mesa, encima de los papeles que Regina había dejado de cualquier manera. Ocupó el asiento que aún conservaba la tibia huella de su cuerpo, abrió la voluminosa carpeta y leyó la página que, a modo de índice, Regina había redactado a mano, bajo un enunciado que le pareció deliberadamente protocolario e impersonal: «Documentos de Teresa Sostres susceptibles de aprovechamiento, con las pertinentes modificaciones.»

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