En contra de lo que creyó a raíz del descubrimiento del retrato de su padre en el dormitorio de Teresa, Regina no había sido testigo del nacimiento de su relación. Se habían amado mucho más, y mucho antes. No con ella, sino pese a ella. Y, en algún momento, habían decidido usarla.
Volvió a la carta.
Mi Joya más preciada:
Me dijiste que soy triste. No que estoy triste, sino que lo soy. Hace poco que nos conocemos, pero ya sabes de mí más que nadie. A ti no te puedo engañar. Soy de esas personas que lo único que hacen bien es llevar la cruz que les ha tocado en la vida. No tengo derecho a pedirte que sacrifiques tu orgullo y aceptes las migajas de un amor clandestino. Vales demasiado, y ya has sufrido bastante. Ah, Teresa, dime qué puedo hacer Eres más inteligente que yo y mucho más buena. Cuando estamos juntos no me atrevo a hablarte así. Pensé que por carta me sería más fácil. Abrazado a ti me siento incapaz de pensar eres tú quien piensa por los dos, quien habla y razona. Dijiste que no basta con amar, que hay que saber hacerlo a tiempo. Creí entender que debíamos habernos conocido antes, pero ¿cuándo? Quizá entonces no nos habríamos encontrado, tú no hubieras tenido alhajas que vender ni a mí me habría venido el camarero de Los Caracoles a decirme que una señora del barrio le había preguntado por los Joyeros que suelen reunirse en una mesa del rincón.
Los Caracoles… Un tufo a pollo asado, el calor sofocante al cruzar la esquina de Escudellers, ella sentada en las rodillas de su padre, que hablaba con otros hombres, el dueño del local, enorme desde su perspectiva, con un puro tan apestoso como el pollo siempre entre los dedos. ¿Qué tenía, cuatro, cinco años? Albert sólo la había llevado tina vez a aquel restaurante, y Regina lo había olvidado por completo, hasta el punto de que cuando empezó a visitar a Teresa, con su padre, nunca asoció el local con ella, con su casa, a la que accedían desde el extremo opuesto, desde la plaza cercana al puerto. Más adelante, cuando Albert ya no la acompañaba, Regina pasaba a menudo por delante de Los Caracoles, de las mesas dispuestas en la estrecha acera, a las que algunas noches se sentaban artistas de cine, sobre todo italianos. Una vez reconoció a Walter Chiari, que fue novio de Lucia Bosé, pero no el lugar. Memoria, vieja puta, ¿dónde estabas? El día en que Albert pidió pollo con patatas para ella y lo troceó pequeñito para que no se le atragantara, ¿pensaba ya en Teresa, con su hija en las rodillas? ¿Por qué no fue capaz de retener el recuerdo infantil, que la habría puesto en guardia cuando los amantes consideraron oportuna su entrada en escena?
«Dios sabe que de la soledad en la que estoy sumido, sólo me rescata la miel de tus labios.» ¿De dónde había sacado Albert Dalmau aquel estilo literario adolescente, pueril? ¿Qué debían parecerle sus frases de novela romántica a la estricta paladina de las letras? ¿Es que el amor ofuscaba el sentido crítico de Teresa? Pasó a otra carta.
Escribirte todos los días me consuela de no poder verte tan a menudo como lo necesito. No entiendo que ames a alguien tan acabado como yo. Antes de conocerte sólo sobrevivía. Ahora sé que podría estar vivo todos los días si tuviera el coraje necesario. Cuento las horas que faltan para verte, mientras permanezco encadenado a esta casa como un preso en su mazmorra.
Regina se mordió los labios. El conde de Montecristo era la novela preferida de su padre. Teresa debió de apreciar la referencia. Se mordió los labios. No le proporcionaba placer ser tan amarga.
Si no tuviera que velar por mi hija y me faltara la fe, hace tiempo que me habría tirado por el balcón. Me siento responsable. Fue el nacimiento de Regina lo que cambió a María hasta convertirla en la desgraciada que es hoy. Ella no quería tener hijos, después de tantos años de matrimonio, y puede que sus depresiones y dolores de cabeza no hubieran desembocado en esta horrible enfermedad si, entre todos, no nos hubiéramos empeñado en curarla mediante el embarazo. Una mujer sin hijos es como una maceta sin plantas, dijo el médico que la trataba, y yo pensaba lo mismo. No sabía que hay mujeres que nacen sin instinto maternal y que es un sacrilegio imponérselo. Ibdo se desplomó en la casa cuando nació Regina. María se desentendió de la niña y no volvió a salir de su habitación. Quiso que el mal entrara en su cuerpo para impedir que entrara yo. Se volvió despótica y vanidosa, presumía de su enfermedad, por así decirlo. A mí me da mucha pena verla, con el vientre y los tobillos hinchados, la cara verde y esa sonrisa retorcida que me dirige cuando le hablo. A veces, pienso que se ha vuelto loca, y eso hace que me sienta más culpable y más atado a ella.
Y no sólo es eso. Es Regina quien se lleva la peor parte. La inocente no merece crecer en una casa como ésta.
Interrumpió la lectura. Necesitaba beber algo fuerte. Salió de la habitación, dejando la puerta medio entornada, y se dirigió al salón. Al pasar por delante del dormitorio de Alex le pareció oír un jadeo. Pensó en el chico masturbándose y sonrió. La muerte y la vida, tabique por tabique. En el cuarto de Judit, por el contrario, reinaba un silencio completo. Regina sacó un vaso del mueble-bar y se sirvió una buena ración de whisky, que bebió allí mismo. Cogió también la botella y volvió sobre sus pasos. Sin duda, Alex había terminado su trabajo, porque ahora el silencio era completo.
Sentada ante la mesa, llenó medio vaso y bebió un largo trago. Ardía, pero reconfortaba. En aquel momento, hasta le habría gustado fumar. ¿A qué sabían los Celtas de Teresa?
Volvió al montón de fotos. Albert y Teresa, junto a la puerta de la Casa de la Risa, en las atracciones del Tibidabo. Él se había quitado la chaqueta y la sujetaba con un dedo por encima del hombro. Con el otro brazo ceñía la cintura de la mujer. En otra foto, muy posterior, aparecían Teresa y ella, sentadas en el jardín. Regina debía de tener entonces unos quince años. Otra foto, pequeña, de estudio, de una niña morena y regordeta, que miraba ceñuda al objetivo, de pie, con los pies trabados como si estuviera a punto de caerse. Leyó, en el dorso: «Regina, 1953, por su tercer cumpleaños.» Si daba por buena la primavera de 1955 como la época en que la pareja se conoció, y tanto las cartas como el nomeolvides daban pruebas de ello, ¿qué hacía allí una foto suya anterior?
Leyó oblicuamente media docena de misivas (tanto amor, Señor, tanta impotencia: por momentos, la figura de su padre se le iba haciendo más patética), hasta dar en un párrafo con la respuesta.
La conversación de ayer resultó tan desgarradora para mí como para ti. Es muy duro pensar que nunca podremos tener hijos, que el tiempo de la felicidad, para nosotros, es una Ilusión que puede estallar en cualquier instante. Habrías sido tan buena madre. Estás tan dotada para enseñar Tienes tanta paciencia. Yo mismo siento que aprendo a tu lado, aunque haya cosas en las que no te puedo seguir, no porque no te entienda, sino porque eres más fuerte. Cuando me hablas de tu mando, y de cómo desafiaste a tu familia para irte con él, siendo casi una niña, cuando hablas de eso me siento al mismo tiempo orgulloso y humillado. Orgulloso de ti. Humillado por mí, y sabes muy bien de qué estoy hablando. Eres una mujer superior, obligada a vivir en un mundo que no te comprende. Me duele ver cómo te desprendes, una a una, de las alhajas que te regaló tu abuela.
He estado buscando más fotos de Regina, pero mucho me temo que acerté cuando te dije que no tengo ninguna más. Sólo la que te di ayer Le hice una después del bautizo, pero su madre no sabe dónde está. Gracias a ti, he vuelto a sacar la cámara de donde la guarde por aburrimiento, le haré una foto tal como es hoy, te encantará. Tiene mucho carácter para su edad, si vieras qué berrinches coge, persiguiendo a la criada por el pasillo. También te haré fotos a ti, y tú a mí. Lo importante que, el día de mañana, nos queden las fotografías.
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