Claudia Amengual - Desde las cenizas

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Un día Diana ingresa, accidentalmente, en el correo electrónico de un hombre al que no conoce pero con el que inicia un juego mediático, anónimo y audaz, que les concede a ambos la cuota de seducción que les estaba faltando. Y así, lo que empieza como una travesura deviene una necesidad: los mensajes son un remedio para Diana, una ilusión que le cubre los días vacíos, y la llena de expectativas.
Desde las cenizas se desarrolla en un universo pequeño, engañosamente simple, de personajes identificables y comunes. Sin embargo, Claudia Amengual los vuelve únicos.

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Gabriela llegó quince minutos antes de la hora prevista para que vinieran los otros. Entró desparramando un lío de bolsas y paquetes, con un atropello de palabras que querían contarlo todo a la vez. Diana le pedía que, por favor, juntara los papeles, que había pasado la tarde ordenando y que ahora ella le desmoronaba el esfuerzo en unos segundos. Era un juego que ambas conocían desde la infancia y a cuyas reglas se ajustaban con precisión. Sabían que aquello era un toma y daca en el que cada una descargaba sus reproches y manifestaba su admiración hacia la otra. Tensaban la cuerda del mutuo aguante y se regodeaban en los pequeños triunfos igual que cuando eran niñas y terminaban, tantas veces, enredadas en el piso tirándose de los pelos. Así que Diana asumió su rol de madre y la mandó a vestirse antes de que llegaran los invitados. Gabriela se entretuvo un rato hablando del color de un pantalón nuevo, probó la punta de una empanada y se quejó del mal gusto de haber puesto velas. Pero, antes de que Diana pudiera defenderse, sacó un encendedor del bolso.

– ¿Para qué las prendés si no te gustan?

– Ya que están…

Con ese criterio práctico, se dio media vuelta y arrastró tras de sí aquella ciclotimia desconcertante que parecía ser su sello de distinción. Nunca se sabía, con Gabriela. Tanto podía encerrarse dos días sin comer en su cuarto, como irrumpir al tercero convertida en una Barbie. En esa incertidumbre que producía radicaba su encanto, porque era seguro que a su lado las horas nunca serían aburridas.

A las nueve sonó el timbre. Diana oyó la voz de Mercedes y maldijo su puntualidad. Después de tantos años debía haber supuesto que solamente Diana estaría pronta. Era previsible que la desidia de Nando y la ligereza vital de Gabriela no iban a transformarse esa noche por arte de magia, y que ella estaría hasta último momento levantando toallas húmedas y juntando colillas. Antes de abrir, Diana corrió como una lagartija desesperada cerrando puertas y gritando a los otros que se apuraran. Después, se detuvo frente al espejo del recibidor, acomodó el peinado y alguna arruga en la camisa blanca que había elegido entre las ropas de Gabriela. A la luz de los que venían a cenar, estaba presentable.

El timbre sonaba de nuevo cuando Diana abrió la puerta. Prendida de un brazo ajeno, Mercedes la miró con expresión triunfal. Parecía haber dedicado un mes completo a producirse, una pieza de platería recién lustrada. Demasiado colorete en los pómulos y los ojos delineados a la perfección le conferían una rigidez de estatua. El efecto era el opuesto al buscado; en un afán demasiado obvio por resaltar la belleza, no había hecho más que enterrarla tras una capa barrosa que la transformaba en un ser poco apetecible. Aquella piel cubierta por bases y polvos daba la sensación de una telaraña a la que uno podía quedar pegado con el mínimo roce de un beso superficial. Diana pensó que le recordaba a alguien y no fue hasta entrada la noche que vino a su mente, con nitidez, la máscara funeraria de Tutankhamón.

– ¡Puntualidad inglesa! -gritó Mercedes mientras avanzaba sin soltarse del brazo.

Diana se apartó del umbral y los dos entraron como una pareja de siameses pintorescos. Cuando los tuvo de espaldas, hizo una primera evaluación. Avasallada por la luz de Mercedes, no había podido siquiera mirar al hombre, y ahora venía a descubrirle una imperdonable hilacha colgándole del borde del saco. Antes de que Mercedes repitiera su sonrisa, incluso antes de que la llave diera su doble vuelta en la cerradura, Diana ya había puesto algunas etiquetas. Y fue en el preciso instante en que giraba para indicarles que pasaran a la sala, justo cuando pudo mirarlo por segunda vez y descubrir que él también la estaba midiendo, fue entonces cuando pensó que aquel hombre no era para su hermana.

XVI

Apenas entró en la sala, Mercedes se desprendió del brazo, caminó con paso marcial hacia el cuadro y lo enderezó. Se preguntó por qué lo encontraba siempre torcido, como si fuera parte de una estética de avanzada que alguien se dedicaba a cultivar minuciosamente. Sin embargo, todo allí rezumaba puras convenciones, una corrección política que no excitaba ni la crítica ni la admiración. Todo salvo aquel extraño cuadro que a Mercedes le parecía un soberano mamarracho, un capricho de Diana para perpetuar la felicidad, para engañarse sintiendo que su vida estaba congelada en aquella fotografía.

– ¿Y Nando? -preguntó por decir algo. Diana señaló el dormitorio. Estaba en la cocina y podía ver a los otros a través del pasaplatos. Mercedes jugaba a ser dueña de casa y le hacía señas a Bruno para que tomara asiento, pero apenas se acercó al sillón dio un grito que quebró la frialdad de los primeros momentos.

– ¡El postre! ¡Dejamos todo en el auto!

Bruno volvió a abotonarse el saco y caminó hacia la puerta. Parecía incómodo con la situación. Compartir una sala con dos mujeres que apenas conocía, en una casa nueva, sin mucho para conversar y apenas repuesto del vértigo de atender el tránsito y la cháchara de Mercedes, no era su idea de una noche de sábado. Se sintió aliviado cuando encontró esa excusa para tomar aire. Había aceptado ir porque sus amigos lo hartaban diciéndole que tenía que conocer gente y porque se había propuesto combatir con firmeza las ganas de quedarse en casa un sábado mirando televisión. Diana se acercó con las llaves. Cerró la puerta tras de él y se quedó olfateando el aire.

– ¿No es divino? -la voz de Mercedes la devolvió a la realidad.

– Tanto como divino, divino…

– ¡Amarga!

– ¿Tiene que gustarme? Es para Gaby, ¿no?

Mercedes frunció la nariz.

– Y no sabés qué caballero. Hasta me abrió la puerta del auto. Lucio lo hacía… antes. ¿Por qué será que se achanchan tanto con el matrimonio? ¿Te fijaste en que no tiene panza?

– ¡A mí qué me importa!

– Pero bien que lo miraste, zorra. Pensás que no te vi, pero te vi, lo miraste bien mirado.

Diana desvió los ojos hacia su habitación y pensó que quizá aquella reunión no había sido una buena idea. Comparada con Mercedes, parecía una moza contratada para servir. Pensó en cambiarse de ropa, pero el miedo a ser obvia le hizo buscar cualquier ocupación que le disipara la minusvalía emocional que ya la estaba ganando.

– ¿Vino?

– Dale, un vinito viene bien. No entiendo cómo no lo vi antes. Claro, será porque es amigo de Lucio y no le presté atención. No me imagino de qué pueden hablar. A Lucio le da lo mismo tomar vino de caja, no se da cuenta, se lo das y le decís que es un Luigi Bosca y el tipo como si nada, hasta te agradece.

A Diana le molestaba el desprecio constante hacia Lucio. Sentía que esa falta de respeto hacía tambalear sus propias bases de fortaleza, el sustrato donde cultivaba, con esfuerzo, la paciencia y la resignación. Por eso, quizá, y porque cuando las cosas son dichas se vuelven más ciertas, guardaba para sí el dolor tremendo que la infidelidad de Nando le causaba. Cada vez que Mercedes se internaba en sus diatribas, buscaba cualquier tangente por donde salir; pero esta vez no hubo necesidad porque Nando apareció como enviado del cielo y la salvó de forzar una conversación. Saludó a Mercedes con un beso de costado, que es el beso obligado impuesto por la cortesía.

– ¿Cómo te va?

– Bien, ¿y a vos?

– Bien.

– Me alegro.

Se hablaban con un dejo de ironía, arrastrando las palabras como si estuvieran tomándose el pelo. Era una forma de decirse que a cada uno le importaba un rábano cómo estuviera el otro y que compartían el mismo desagrado, una antipatía mutua que les resultaba difícil controlar y que se translucía en cada palabra, cada gesto, la propia actitud corporal; esa displicencia con la que se trataban y que los mantenía a una distancia desde la cual podían lanzarse los dardos del sarcasmo sin lastimarse demasiado. Parecía que Mercedes, extendida en el sillón, erguida apenas la cabeza para saludarlo y vuelta a dejarse caer, le estuviera diciendo: “Mirá que a mí no me engañás”. Y Nando, exhibiéndose con cierto pavoneo de macho dominante, las manos en los bolsillos, la piel lustrosa, oliendo a colonia, con la camisa abierta hasta el segundo botón, le contestara: “Vos sos la que le llena la cabeza a mi mujer”.

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