Claudia Amengual - Desde las cenizas

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Un día Diana ingresa, accidentalmente, en el correo electrónico de un hombre al que no conoce pero con el que inicia un juego mediático, anónimo y audaz, que les concede a ambos la cuota de seducción que les estaba faltando. Y así, lo que empieza como una travesura deviene una necesidad: los mensajes son un remedio para Diana, una ilusión que le cubre los días vacíos, y la llena de expectativas.
Desde las cenizas se desarrolla en un universo pequeño, engañosamente simple, de personajes identificables y comunes. Sin embargo, Claudia Amengual los vuelve únicos.

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No volvieron a hablar del asunto, aunque sobrevolaba entre ambos, como un espectro tenaz, la paradójica situación de fingir que se ignora que el otro sabe. Hicieron lo que tantas parejas que siguen su curso con la convicción precaria de que es preferible no enterarse, de que cerrar los ojos hará desaparecer el problema y recuperarán esa endeble tranquilidad que da el orden. Nando se esmeró en cuidar los detalles delatores y Diana aprendió a buscar excusas. De alguna manera, renovaron su contrato y aceptaron la farsa de que el amor se puede inventar con buena voluntad.

Tantas veces, masticando lapiceras en la soledad de su despacho, Nando se frustraba en el intento de encontrar la fórmula para que nadie saliera lastimado. Maldecía no saber hablar de sus sentimientos con la facilidad con que lo hacían Diana y Victoria, y maldecía el momento en que alguien le había enseñado a esconder el llanto. Trataba de recordar a su padre manifestando siquiera alguna tristeza, pero apenas lograba traer la imagen de un titán que se fortalecía con el sacrificio. Aquella equivocación cultural tomaba en su vida la dimensión de una tragedia.

Cuando se permitía esos momentos de introspección, volvía a los primeros tiempos y sentía que su relación con Diana no había estado tan mal. Parecía claro que no existía más razón para aquel desgaste que el tedio o quizá la necesidad de ser querido con ojos nuevos, descubrirse capaz de seducir como hacía veinte años; quién podía saberlo. A veces, creía que su matrimonio había empezado a desmoronarse desde el primer día, imperceptiblemente, grano a grano, como un castillito de arena.

Ahora, todo era Victoria, amor Victoria, vida Victoria, aire Victoria, luz Victoria, ternura Victoria, risa Victoria, universo Victoria, pasión Victoria, deseo Victoria, Victoria, Victoria, Victoria, Victoria, Victoria clavada en el pecho como esa puntada dolorosa que sentía algunas tardes justo en el lado izquierdo, naciéndole desde el brazo, y que se consumía en unos segundos. Aquella rara mezcla de culpa y felicidad lo estaba matando.

– Estoy jodido -pensaba, y encendía un cigarrillo con la colilla del anterior.

De: Granuja

Para: Diana

Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 23:56

Asunto: “pero el amor… esa palabra”

Cortazar sabia de estas cosas:

“Creo que soy porque te invento alquimia de aguila en el viento desde la arena y las penumbras y tu en esa vigilia alientas la sombra con la que alumbras y el murmurar con que me inventas”

G.

XIV

Como cada sábado, Mercedes inauguró la mañana poniendo la casa en orden. Ya no estiraba el brazo; ni siquiera le importaba que Lucio estuviera o no del otro lado de la cama. Abría los ojos, sentía que el día se le desplomaba encima y sólo lograba vencer la pereza cuando revolvía en su memoria hasta encontrar algún detalle casero pendiente. Entonces le venía un desasosiego que, a veces, terminaba en taquicardia, y que lograba levantarla para solucionar aquel desastre que amenazaba su mundo de seguridades. Jamás llegaba la sangre al río, porque el tal detalle no era más que alguna prenda por planchar o un vaso abandonado por Lucio en la pileta.

Estaba limpiando las gotas en la mampara del baño cuando cayó en la cuenta de que no le había preguntado a Diana qué llevar. “El postre”, pensó, y con la dulzura vino a su mente la idea de que esa noche, aunque fuera de mentira, podría jugar a arreglarse para otro hombre. Era curioso, pero desde su ocurrencia en el bar no había hecho otra cosa que pensar en Bruno, y el motivo inicial de la reunión empezaba a parecerle una tontería. ¿Qué hombre soportaría a una engreída como Gabriela? “Pobrecito”, se dijo, “¿cómo vamos a hacerle eso?”. Y en el mismo instante en que sonreía con malicia, decidió que aquella reunión no tenía más razón de ser que probar si todavía podía seducir a un hombre.

Nando tomó su yogur de cada mañana, preparó un par de tostadas y salió a trotar por el parque. Era una hora que se regalaba los sábados, temprano, antes de que los autos atestaran las calles y el aire se enrareciera en una mezcla de ruidos y olores que ni siquiera la arboleda podía mitigar. Le gustaba correr; experimentar esa sensación de libertad metida en las piernas y que el viento le azotara la cara. Le gustaba también el cansancio saludable después del ejercicio y la comprobación semanal de que, rozando los cincuenta, aún se mantenía joven. Corría con la mente sintonizada en Victoria. Repasaba la textura de su piel y sentía los músculos ponerse a tono. Esa mañana, mientras corría y la desnudaba en su mente, se dio cuenta de que no llevaba reloj.

Lucio comenzaba su sábado un poco más tarde. Se tomaba su tiempo para estirarse en la cama, escuchar las noticias con la atención puesta especialmente en los deportes. Después, se duchaba y salía sin desayunar. En el quiosco lo esperaban con un cortado largo y dos medialunas rellenas, el mismo menú que venía repitiendo desde la infancia. No había mucho para hacer allí. Los empleados tenían idoneidad suficiente, más el estímulo de las comisiones, y se desenvolvían como si fueran los dueños. Lucio apenas hacía un simbólico acto de presencia y aprovechaba para hojear los diarios mientras desayunaba. Era un placer inmenso apoyar los pies en cualquier silla y comer sin preocuparse por dejar migas o la marca de un vaso en la mesa.

Ese sábado, Nando fue al club un poco más temprano que de costumbre. Se saludó con los amigos intercambiando las palmadas habituales en la espalda, con tanta brusquedad que parecía una forma sutil de golpearse. Si alguien lo hubiera sugerido, habrían quedado atónitos ante una conjetura tan disparatada. Sin embargo, apenas entraban en la cancha, se ponía en funcionamiento una maquinaria de exhibición física que terminaba pareciéndose mucho a una cordial batalla. Cruzaban insultos con la misma naturalidad con que se daban los buenos días, y cuando querían mostrar aprobación por una buena jugada, no encontraban mejor forma de traducir su alegría que descargando una mano abierta como un zarpazo.

Lucio merendó con su ahijado menor, que cumplía cuatro años. Como era su costumbre, había gastado en el regalo una suma exorbitante que hubiera sacado a Mercedes de las casillas si no fuera porque él jamás la participaba de esos gastos y ella tenía la inteligencia de no preguntar. De hecho, Lucio ejercía el padrinazgo en soledad, y hacía tiempo que ella se había desentendido de aquel molesto compromiso de tener que acompañarlo a fiestitas infantiles que solamente servían para recordarle la falta del hijo. La admiración inicial confundida con amor había ido dando paso a unos celos incontrolables, primero, y a la absoluta indiferencia, después. Así que Lucio decidió que aquella tarde de sábado disfrutaría con su ahijado hasta que llegara la hora de ir a la maldita reunión, de la que se hubiera excusado gustoso si hubiera sabido la fórmula para evitar el enojo de Mercedes.

Nando no se preocupó por el reloj. Aquel olvido parecía exonerarlo de la puntualidad. Era la primera vez en años que le pasaba esto. Lo llevaba como un apéndice natural de su cuerpo; se regía por él tan al segundo que su ausencia le hubiera causado desesperación en otras circunstancias. Se entregó al premio de una ducha caliente después del ejercicio y fue dejando que los músculos se ablandaran con un placer que lo llevaba, sin esfuerzo, a las tibiezas de Victoria.

* * *

Gabriela vomitó durante toda la mañana en un presagio funesto de que la reunión se estropearía. A eso de las once pidió un té y, cuando Diana se disponía a preparar cualquier yuyo convencional, le dijo que en su maleta traía unos saquitos de manzanilla y coca que levantaban muertos de sus tumbas.

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