Claudia Amengual - Desde las cenizas

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Un día Diana ingresa, accidentalmente, en el correo electrónico de un hombre al que no conoce pero con el que inicia un juego mediático, anónimo y audaz, que les concede a ambos la cuota de seducción que les estaba faltando. Y así, lo que empieza como una travesura deviene una necesidad: los mensajes son un remedio para Diana, una ilusión que le cubre los días vacíos, y la llena de expectativas.
Desde las cenizas se desarrolla en un universo pequeño, engañosamente simple, de personajes identificables y comunes. Sin embargo, Claudia Amengual los vuelve únicos.

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– ¡Coca! -se espantó Diana, como si ya viera irrumpir en su casa el jaleo de una brigada antidroga.

– Sí, coca, no seas burra, ¡por Dios! Es un té, nada más, se compra en el súper. Para un gramito de lo otro, se necesita bastante más que unas hojas.

Diana salió de la habitación refunfuñando acerca de tornillos sueltos y mundos patas arriba, mientras Gabriela trataba de controlar una náusea y se decía que a su hermana le vendría bien viajar un poco. Al rato, se olían en la cocina los primeros vahos del té y Diana, con los nervios de quien hace una travesura, se servía un pocillo y lo bebía a escondidas. Esperó unos minutos y comprobó con alivio que los ojos no se le escapaban de las órbitas ni le entraban ganas de salir a los saltos como un mono enloquecido. Cuando regresó con Gabriela, la encontró acostada junto a la caja, puesta como un animalito muerto en el hueco de su vientre.

– Esto no puede seguir así. Vas a enfermarte, Gaby.

– ¿Y qué hago?

– No sé, terminemos de una vez. ¿Para cuándo te dijeron?

– Este martes no, el otro, a las diez.

– Bueno, hasta entonces olvidate, por favor.

Gabriela la miró con recelo.

– No entendiste nada, Diana -volvió a usar el vos como hacía cada vez que le afloraba su parte más íntima-. No entendés nada. Nunca entendés.

– ¿De qué me estás hablando?

– ¿Cómo voy a olvidarme? ¡¿Cómo vas a pedirme eso?!

Diana cambió la expresión por una dureza nueva y, de pronto, ambas volvieron a ser dos adolescentes peleando por un par de zapatos.

– ¡No me grites!

– Te grito porque no puedo creer que sigas siendo tan estúpida. No cambiaste nada, Diana. Estás como hace veinte años, la nena buena. ¿Hasta cuándo?

– Cosas mías.

– ¿No me digas? ¿Y te gusta esta vida de mierda que llevás?

– ¿De qué hablas?

– De las pocas ganas que ponés en todo, del trabajo que no te gusta, de las ojeras que tenés, de la imbecilidad de andar prendida a una computadora…

En este punto, Diana abrió la boca como para devolver el ataque, pero las palabras quedaron atascadas en una mueca torpe.

– Sí, no me mires con cara de yo no fui -siguió Gabriela en un galope verbal extenuante-. Lo de la máquina es por un tipo, ¿no? ¿O te pensás que nací ayer? ¿Sabes qué pienso? Que está bárbaro, que ojalá te despiertes de una buena vez, que te saques esas telarañas que tuviste toda la vida. Pero no alcanza con la maquinita. Hay que verse, tocarse, olerse, ¿entendés?

– Estás muy mal, Gaby.

– ¡¿Mal?! ¡¿Mal?! Estoy destruida, deshecha, no existo, estoy muerta. ¿Y qué? ¿Vos estás mejor, acaso? A mí no vas a venderme esa mentira de la estabilidad, Diana. Yo me la paso por el culo. Tu estabilidad, tu orden, todo. ¡Pura cobardía!

– ¡Basta!

– Te morís de miedo. Estás cayéndote a pedazos, pero te morís de miedo. Y yo no soy como vos. Yo soy imperfecta, un desastre, pero no me entrego. Todavía me queda algo de vergüenza.

– ¿Qué querés decir?

– Sabés bien a qué me refiero.

– Decí lo que tengas que decir.

– Que Nando te mete los cuernos hasta la médula, que se le nota a un kilómetro, se le huele, y vos seguís jugando a la pelotuda. ¿Qué pensás? ¿Que tus hijos no se dan cuenta?

Diana hubiera querido defenderse, pero sintió que la ira se disolvía en una baba de miedos y las palabras se volvían un aliento entrecortado. Gabriela recorría el camino inverso y se serenaba a medida que la otra iba perdiendo el control. Parecían dos ruinas de una niñez extraviada.

– No seas boba. Te lo digo por tu bien. ¿No ves que estás desperdiciando lo mejor? Sos linda; estás para titular, no para suplente -cambió el tono grave por una voz que quiso ser graciosa-. Y mira qué par de melones. Ya quisiera yo.

La broma de Gabriela distendió el ambiente y Diana dejó escapar una risita. Estuvieron unos segundos sin hablar, con la mente en blanco, tratando de regresar cada una de su viaje interior.

– ¿Querés que suspenda lo de hoy?

– No. ¿Por qué?

– No sé, como te sentís mal.

– Ya se me está pasando y ni siquiera me tomé el té.

– Te preparo otro.

– Voy yo. No quiero quedarme aquí todo el día. ¿Pensaste en la comida?

– Sencillita. Una picada y empanadas. Voy a comprar helado, por las dudas, pero seguro que Mercedes trae el postre. Nada de complicarse. ¿Y vos? Tenés que estar despampanante.

Gabriela resopló con suficiencia, se acomodó el corpiño y puso cara de comehombres.

– Pobrecito el tal… ¿cómo dijiste que se llama?

– Bruno.

– Pobrecito, Bruno. No sabe qué mujerón lo espera -se llevó los dedos a la boca e hizo un gesto como si le estuvieran saliendo colmillos.

Diana pensó que su hermana no tenía remedio.

– A veces -le dijo-, quisiera ser como vos.

– La despeinó con una caricia y salió disparada hacia su cuarto porque llevaba más de una hora sin consultar su casilla.

De: Diana

Para: Granuja

Enviado: sábado 26 de julio de 2003, 08:45

Asunto: Lo de ayer fue…

…perfecto. Supuse que conocía a Cortázar, pero nunca tanto como para contestarme como lo hizo. Siento que ahora sí empezamos a sintonizar la misma frecuencia. Estoy casada y tengo tres hijos.

Diana

De: Granuja

Para: Diana

Enviado: sábado 26 de julio de 2003, 10:45

Asunto: por fin

Ahora entiendo, aunque todo era muy previsible, Diana. Creo que siempre supe que tenias una familia, pero me alegra que por fin me lo hayas dicho. No hay nada de que avergonzarse, son circunstancias de la vida. Yo estuve casado muchos años y se lo que se siente cuando no hay motivos para levantarse. Ahora solamente busco eso, una razón mas fuerte que las obligaciones. Me hace muy feliz recibir tus mensajes. Los espero como un niño y tengo miedo de que un dia ya no esten. Perdoname las presiones.

G.

XV

La casa parecía lo bastante limpia como para recibir gente y lo bastante desordenada como para que nadie se sintiera inhibido de despatarrarse en un sillón. Así les gustaba a Diana y a Nando. Era una de las tantas convenciones sobre las cuales se cimentaba su familia y una de las causas por las que les costaba desprenderse de aquellas estructuras sabidas de memoria sin las cuales se sentían perdidos. Incluso en las épocas tormentosas, cuando parecía resquebrajarse la paciencia y el vuelo de cualquier mosca era buena excusa para discutir, incluso entonces había una intimidad familiar en la que nadie penetraba, ni siquiera los amantes de ocasión. Era un espacio preservado de los otros en torno al cual apretaban filas los cinco; una valla de seguridad dentro de la que podían moverse sin temor, o se trataba más que de pequeños detalles, como la cantidad de azúcar en el café, la temperatura de la sopa o el modo de planchar las camisas, pero constituían una forma de ser familiar que los unía con lazos más poderosos que el mismo amor y les confería una identidad sin la cual perdían sus referencias.

Diana pensaba mucho en esto cada vez que Nando fracasaba en ocultar sus amores prohibidos. Se cuestionaba hasta el hastío acerca de la ética y la dignidad; se preguntaba dónde había quedado su orgullo. Y cuando llegaba al límite de la tolerancia, cuando creía que esa sería la última vez, justo cuando comenzaba a delinear el discurso pomposo de la despedida, el miedo a perder los pequeños detalles de todos los días le desinflaba las fuerzas y armaba el circo de excusas que ni siquiera intentaba creer.

Encendió las luces bajas de la sala y puso un florerito con clavelinas sobre la mesa ratona. Pensó que reunirse allí sería más acogedor y acercó unos almohadones por si alguien quería sentarse en el piso. Trajo unas velas gordas, color crema, y otras pequeñas que dejó flotando en agua. Nando detestaba las velas, pero a ella le encantaba el efecto misterioso que producían, sobre todo después de unas copas de vino. Se sentó en el piso para disfrutar de ese raro instante de quietud. Encendió un cigarrillo y lo fumó despacio, aspirando el humo con un deleite que le hizo nacer el impulso de prender la máquina. Pero esta vez se contuvo a fuerza de una pereza tan encantadora como el último sueño de la mañana.

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