Claudia Amengual - El vendedor de escobas

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria.
El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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– No anduvo -le dijo una por pura piedad.

Volvimos a casa a cual de los dos más triste. Sólo un par de días después me puse a estudiar para un segundo intento. Fracasé otras tres veces. Siempre parecido. Solamente cambió la barra de aliento, que terminó por reducirse a mi hermano, con su traje planchado para la ocasión. Las otras me dijeron que no iban por cábala. Me lo dijeron después de la segunda vez. No me ofendí, incluso cuando pensé que más que cábala era aburrimiento. Solamente el amor es inmune a esto. Con Felipe, me alcanzaba.

Estuvimos más de un año en ese trajín absurdo. Es curioso, pero ni una vez pensé en abandonar. Algún resquicio de voluntad mi hacía sentir que era una pena tirar por la borda tanto esfuerzo. Quizás era el amor de mi hermano, o la sensación íntima de que le estaba debiendo una alegría. La quinta vez fue como todas. Salimos de casa con las mismas esperanzas casi marchitas. No sé cuál fue el cambio, pero pude contestar mi nombre, vi las caras de los examinadores y, a partir de esa primera sensación, me nació una confianza indomable. Tenía aquel examen tan preparado que hubiera podido recitar de memoria páginas enteras de los libros. Aprobé en diez minutos. Estarían tan asombrados como yo; además, era la oportunidad de sacarse de encima a esa loca que persistía en volver cada tanto a pararse frente a ellos sin producir ni una palabra. Me felicitaron con verdadera alegría. Incluso entre ellos se felicitaban.

Yo no me di cuenta de la magnitud de aquello hasta que salí y vi a Felipe, siempre contra la columna, siempre con su traje gris. No necesité hablar. Mis ojos hablaron. Se puso como loco. Gritaba, daba saltos y venía a abrazarme para separarse al instante y tomarse la cabeza con las manos, mirando hacia arriba, agradeciendo, sin duda. En vano fueron mis señas para calmarlo. La felicidad lo desbordaba. Se llenó de curiosos. No era frecuente un espectáculo así en un lugar tan almidonado. Los profesores salieron llamados por el escándalo que metía Felipe. Sentí un poco de vergüenza, pero pudo más la satisfacción de haberle regalado ese momento a mi hermano. Creo que ese día maduré de golpe; crecí unos cuantos años. Empezaba a hacerme cargo de mi vida.

XII

Mario puso el grito en el cielo cuando nos devolvieron aquel escritorio con agujeros de polilla. Perdimos a uno de nuestros mejores clientes, un hombre que se dedicaba a comprar cosas viejas y restaurarlas antes de ponerlas a la venta. Compraba mucho y pagaba bien.

– Mala suerte -le dije. Mario me miró con ojos de fuego. Cuidaba el negocio con más ardor que yo. Sobre todo cuidaba el buen nombre y lo enfurecía mi apatía.

– ¡Mala suerte! -gritó como si fuera el patrón y yo una humilde empleada en busca de una justificación-.¡Mala suerte! ¡Esto no nos puede pasar!

Jazmín quiso ganarse un punto acotando que el producto que usábamos para hacer el tratamiento antipolillas quizá estuviera vencido, pero mis ojos casi se la comen y tuvo el chispazo de inteligencia justo como para no volver a abrir la boca. Mario anduvo el día entero hecho una fiera. Cada tanto metía el dedo en los agujeros, como si quisiera encontrar a la condenada polilla para martirizarla a gusto.

A eso de las seis vino una de las amigas de Dolores a elegir tela para una pequeña banqueta. La recibí como siempre, sin ocultar que me desagradaba, escudada en mi buen apellido, que me daba credencial para tratar así a esas señoras. No sé si se daban cuenta de mi desprecio, y si se daban cuenta, no les importaba. Revolvió catálogos y muestras por más de una hora, como si estuviera eligiendo la tela de su mortaja, una tela que siempre he creído merece más consideración de la que recibe. Hace tiempo elegí la mía y guardé la pieza en mi habitación para cuando me decida confeccionarla. Es una tela gruesa, resistente pero suave al tacto. No sé por qué, pero me inspira una cierta paz pensar que voy a de cansar envuelta en ella. En fin, que la mujer no encontró lo que buscaba y la mandamos al depósito a ver el resto de las muestras. Ya salía cuando se topó con el escritorio. La observé por el rabillo. Lo acarició como si se tratara de una piel fina, metió los dedos en los agujeros y lo olió.

– ¿Qué es? -preguntó con aire desinteresado.

Mario la miró avergonzado. Bajó la cabeza y la movió de lado a lado.

– Polilla -contestó, como si estuviera confesando un crimen.

– ¿Polilla?

– Sí -respondió él-. No sabemos cómo pasó. Nuestros muebles están tratados. Es la primera vez.

Para nuestra sorpresa, la mujer siguió acariciando el escritorio, controló que no faltara ninguna pieza y buscó la firma que acreditaba que era un auténtico Maciel.

– ¿Y está a la venta?

– No, no -se apresuró Mario-. Esto se va directamente al depósito a ver quién se hace responsable. Es la primera vez -insistió.

– ¿Pero cuánto cuesta?

– No, pero es que no se vende. Está apolillado. ¿Ve? Tiene agujeros.

– Pero, si lo quisiera llevar, ¿cuánto?

Yo estaba más empapada que Mario en ciertos grados de estupidez social. En un instante de iluminación imaginé a Dolores encantada con alguna excentricidad por la que pagaría una fortuna. Produje la mejor sonrisa que mi desdén permitió y saqué a Mario de un juego cuyas reglas no podía entender.

– ¿Cuánto pagarías?

– No sé, decime vos, Maciel.

Le dije el precio que había pagado el antiguo dueño por el mueble en buen estado. La mujer regateó un poco y finalmente aceptó. Cuando salió, le di el cheque a Jazmín.

– Depositalo -dije con una displicencia fingida.

Mario me miró divertido y los dos soltamos una carcajada que rompió por unos instantes la tirantez con la que nos tratábamos.

– Ahora hay que esperar.

Mario no entendió, pero acató la orden. Me tuvo fe en este terreno y no se equivocó. A las dos semanas, ya era famoso el nuevo estilo de la Casa Maciel. Muebles envejecidos que tenían todo el aspecto de una antigüedad. Varios me felicitaron por ese alarde de creatividad y los pedidos comenzaron a llover. Entonces tuvimos que enfrentar un problema en el que nunca habíamos pensado: necesitábamos polillas.

Nos lanzamos con una alegría renovada a intentar un camino que nos parecía tan divertido como ridículo. Mario me miró con desconfianza cuando le planteé el asunto, pero la demanda era demasiado elocuente. Refunfuñó algo acerca de que algunos no saben en qué gastar el dinero, elaboró una teoría simple del esnobismo y, después de haber vaciado su desconcierto ante este mundo de costumbres raras, se metió de lleno en el asunto. Nos tomó un tiempo organizamos. Al cabo de un mes, teníamos un pequeño ambiente en el depósito, perfectamente sellado, con una temperatura y luz adecuadas para que los bichitos estuvieran a gusto. Como imaginábamos, se reprodujeron a máxima velocidad, instaladas en ese hábitat cinco estrellas.

El procedimiento consistía en introducir el mueble en ese cuarto y dejarlo ahí de tres a cinco días -el tiempo variaba según la cantidad de agujeros solicitada por el cliente-. Al cabo de ese lapso, lo retirábamos y sometíamos a un proceso antipolillas para eliminar las larvas. Le dábamos la terminación y quedaba listo para adornar las fantasías de tantas personas que añoran cosas nuevas que parezcan viejas. No lo pude entender jamás. Siempre he preferido lo nuevo, si es posible de vanguardia, innovador. Pero estoy llena de clientes que me traen telas zaparrastrosas, compradas en remates o sacadas de los mismos basureros de casas de tapicería para que les forre pequeños muebles, banquetas de estilo o butacas. Dicen que añade un toque añejo a las piezas, que parecen verdaderas antigüedades. En fin, jamás discuto. Los recibo con la mejor sonrisa, les forro lo que quieran y les cobro una fortuna.

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