Claudia Amengual - El vendedor de escobas

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria.
El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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El nuevo negocio generó una conmoción en el ámbito de los decoradores. Hice varias notas para revistas, pero no me dejé tomar ni una foto. La última que tenía era del viaje a Europa con Viola y Dolores. Parecía una vaca triste abrazada a una de las patas de la Torre Eiffel. Me produjo un espanto tan grande verla, que no quise saber nada más con fotos y filmaciones. Era otra forma de negar la realidad; no tenía fuerzas para enfrentar los cambios necesarios, así que prefería no lastimarme. Jugaba a la ceguera, como si el mundo no fuese mundo solamente porque yo no lo quería ver. Así de lamentable era mi situación cuando pasó lo de las polillas.

Decidimos dar nombre a la nueva línea de muebles. No fue fácil. Es que apenas podíamos creer que la gente estuviera comprando muebles apolillados. Jazmín nos dio la solución una vez que hablaba por teléfono. Tenía la costumbre de mechar palabras del inglés en sus diálogos raquíticos. Estaría convencida de que esto añadía un toque encantador a su conversación y era, además, una ocasión de refregarle a todos que ella sería tarada, pero sabía inglés. Mario ya iba a decirle que cortara, cuando pronunció la mágica palabrita, algo así como "y la gente se muere por las moths". Aquello tuvo el mismo efecto que si hubieran prendido una luz en mi cerebro.

– ¡Mothwood -grité.

Me miraron con ojos de no entender.

– Mothwood, Mothwood es el nombre, Mario. Les va a fascinar. Suena a cosa europea.

Y no me equivoqué. Pedían la línea pronunciando tan bien como podían, disimulando algunas carencias en la educación unos, ostentando un inglés pulido a fuerza de viajes, otros. Pero todos estaban felices, felices de pagar carísimo muebles agujereados, felices de exhibir un Maciel, línea Mothwood, felices, felices, felices… Duraba poco, claro. La felicidad que da un mueble jamás puede ser cosa duradera. A mí me venía genial esta volubilidad de carácter porque al poco tiempo los tenía de vuelta en el taller preguntando por el último grito de la moda.

Mario dijo que había que festejar el éxito y e invitó a cenar. Le dije que no, de torpe nomás, porque era la primera vez que un hombre me invitaba a salir y no supe manejar la situación. Me arrepentí al segundo, pero él tenía esa capacidad de ver en mi interior; conocía mejor que yo mis emociones. Se apiadó de mi falta de experiencia e insistió.

– Entonces, ¿vamos?

Me pareció estúpido rechazar esta segunda oportunidad, pero me devoraba el miedo. Algo habló por mí y acepté con la condición de que cenáramos en casa. A Mario le habrá parecido un arranque de romanticismo de mi parte, pero de romántico no había nada. Ya había roto varias sillas y no quería exponerme a ese bochorno. Las sillas de casa estaban reforzadas Quedamos para las nueve del viernes. Me sentí con todo el derecho de pedir a la tía Etelvina que dejara el comedor libre para esa noche. Intercambiamos miradas vivas, llenas de intenciones que quedaron flotando entre las dos. No opuso la menor resistencia. Me dijo que pensaba acostarse temprano a ver una película. "Vieja bandida", pensé y agradecí con la más irónica de las reverencias. Pasé el jueves y el viernes en ascuas, soportando unos nervios que me convirtieron en una perfecta inútil. A Mario, por el contrario, no se le movía un pelo. Pensé que quizá fuera un trámite de rutina para él y que yo estaba haciendo un mundo de algo tan natural. "Es una cena", me repetía cada dos minutos, pero mi parte sensible me decía que era bastante más que un encuentro para comer.

El viernes fue un día de mucho trabajo, como todos los viernes. Cerramos a eso de las siete y Mario se despidió con una guiñada. De todos los gestos que recuerdo de Mario, ése es el que atesoro. Una guiñada, una simple guiñada que me dijo tanto. Era la complicidad perfecta, el entendimiento sin palabras, era todo aquella guiñada hecha como al descuido, tan fugaz que a veces pienso si realmente sucedió. Di las últimas recomendaciones para la cena. Lo hice sin mucho esmero. Mario eligió pasta y pasta pedí sin preocuparme por los detalles de la salsa o el tipo de queso que, en otra oportunidad, me hubieran desvelado. La muchacha me mostró lo que llevaba preparado y preguntó si un flan de naranja estaría bien. Asentí con descuido y le dije que tuviera la mesa pronta para las nueve menos cuarto.

– ¿Flores? -me preguntó con una obvia picardía que me tomó desprevenida.

– ¿Eh?

– Si quiere flores en la mesa.

Me sentí descubierta, una niña a punto de cometer una travesura. Me sentí ridícula también.

– No, no. Nada de flores -le contesté con algo de violencia. Brotó la sangre de papá aquella forma distante de tratar a los empleados. Tuve el impulso de pedirle disculpas, pero me contuvo el lastre de mi educación; Dolores me contuvo.

Esa noche hubiera querido tener espejo en el dormitorio. Quería verme linda, lo más linda posible. Me di la ducha más larga que recuerde. Tenía desesperación por estar limpia. Hubiera deseado sumergirme en sales, como tía, o darme un buen baño de espuma que me perfumara la piel, pero aquellos lujos me estaban vedados. Agradecí el invento del aerosol sol que me permitía llegar a zonas remotas de mi cuerpo y me rocié exageradamente con un desodorante sin perfume. Que yo me escabullera de la realidad no significaba que no la conociera; no era sólo cuestión de estética; había un problema de salud que me estaba liquidando. Tuve un instante de duda en que pensé mandar todo al diablo, llamar a Mario y decirle que no viniera. Pero, a pesar de todo, seguía siendo joven. Tenía la misma ilusión que cualquier otra mujer de mi edad. Tenía derecho a esa ilusión. Me concedí el beneficio de intentar. Una vez, solamente esa vez y nunca más pasar por lo mismo. Pero esa vez, sí. Saber qué se siente cuando una mujer se prepara para recibir a un hombre. Qué son esas cosquillas de las que tanto había oído hablar y esos nervios con los que la tía caminaba los sábados por la tarde antes de que él llegara. "Es sólo una cena, Maciel", volví a repetirme, pero tampoco entonces lo creí.

Elegí un vestido azul marino que disimulaba bastante mis kilos. Busqué en mis cajones y sólo pude encontrar un par de medias sano. Rompía las medias a la altura de la entrepierna. Se me hacían unos agujeros terribles a los que me acostumbré y con los que convivía ocultándolos bajo las faldas. Una parte mía descansaba en las circunstancias y quedaba conforme con mis pocas posibilidades. Pero había otras zonas en mi interior que se rebelaban cada día cuando me veían sumergir en aquella falta de consideración. De esos chispazos me aferraba cuando ya empezaba a convencerme de que no merecía vivir. Me levanté el pelo con un moño y suspiré ante la fuerza arrolladora de los hechos: no podía pretender un milagro en una hora. Dudé mucho si usar o no perfume. Sabía, por experiencia, que a veces el perfume se mezclaba con los olores del cuerpo y de esa extraña química salía un producto insoportable. Desistí, pero volví sobre mis pasos pensando en el efecto que producía Jazmín cuando entraba por la mañana bañada en aromas embriagadores. Hasta a mí me gustaba olerla. Me decidí por un perfume fresco, con un toque cítrico que consideré el más adecuado para superponerse a otros olores. Me puse en todos los lugares en que Dolores se ponía y también me puse en la lengua. Sólo cuando lo probé, pude disfrutar su aroma. Lo mismo me pasaba con el chocolate, necesitaba oler y comer a la vez.

Mario llegó en hora. Todo lo hacía en hora, con prolijidad. Ese primer signo de orden me hizo pensar que aquello iba a parecerse a una cena de trabajo. Había dudado mucho acerca de hacerlo esperar o bajar puntualmente. Lo primero, me parecía, añadía un toque de sensualidad y yo no quería nada sensual aquella noche. Me aterraba el solo pensarlo Así que bajé apenas lo anunciaron. Tuvo la delicadez de no darse vuelta mientras yo emprendía el penoso descenso. Las escaleras eran un problema para desplazar mis kilos y los zapatos que llevaba no ayudaban a equilibrar el peso. Cada pocos escalones me detenía para tomar aire. Cuando pude alcanzar la planta baja, agradecí en silencio que Mario se hubiera entretenido con la colección de pipas de mi padre. Nos saludamos de lejos, como siempre, pero él se acercó y depositó un beso suave en mi mejilla. Olía a limpio, a recién afeitado. Creo que entrecerré los ojos, pero fue un instante, nada más, un soplido de tiempo que me hizo perder el control de la situación. No sabía muy bien si quería una cena formal, hablando de cualquier cosa o que Mario me arrancara la ropa y no me diera tiempo a pensar. Me miró con la misma atención que ponía al examinar los materiales de trabajo.

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