Di por terminada aquella relación que nunca llegó a empezar y, como signo de las ilusiones muertas, comí aquel día por todos los días en que había pasado hambre. Volví a guardar la balanza en el armario y me engañé con el alivio inventado de no tener que vivir en función de nadie más. Fue un esfuerzo intelectual, lo sé, pero llegué a convencerme, al menos en la superficie, de que nada había mejor que el regreso a mi anterior soledad. Supongo que habré recuperado fácilmente los pocos kilos rebajados. No me importó o fingí que no me importaba.
A falta de otro estímulo que no fuera el trabajo, me vino una obsesión por vigilar los amoríos de la tía Etelvina. Durante la semana, convivíamos sin dirigirnos la palabra, cruzándonos lo menos posible. Alguna vez intenté una conversación nacida de malas maneras para tener el pretexto de preguntarle por qué no se iba de una buena vez, pero ella no dejaba espacio para los encuentros. Apenas me intuía, se escabullía en cualquier parte y evitaba aquella conversación que andaba flotando desde que su presencia se hizo superflua. Éramos dos sombras moviéndonos entre las sombras de una familia desaparecida. Nunca se me ocurrió acudir a ella para refugiarme y compartir las soledades en las que ambas vivíamos. No había nacido esa magia de los afectos y no era posible crearla a fuerza de artificios. La tía Etelvina era un objeto más en la casa. Cualquier gato de raza hubiera ocupado su lugar.
Me divertía verla en sus preparativos para la gran fiesta de los sábados. La espiaba desde el taller o desde mi cuarto cuando ella me creía ya enclaustrada hasta el día siguiente. Me recordaba a Dolores. Pobre tía Etelvina. ¡Los esfuerzos que hacía por verse hermosa! Pero aquellas arrugas no se tapaban con bases como Dolores cubría las mínimas imperfecciones de su cutis. Aquellas arrugas eran surcos del tiempo marcados para siempre en la piel, como las manchas y el cuello flácido que disimulaba con unas golillas de seda. Me habría resultado menos vieja si no se hubiera empeñado tanto en parecer una veinteañera, pero, en su afán por ocultar lo inocultable, hacía más evidentes los rasgos que pretendía olvidar. No sé qué sentimientos me despertaba entonces la tía Etelvina. Creo que, de alguna manera, incluso desde la pena que me producía verla en aquel esfuerzo vano, creo que le tenía un poco de envidia. Sería por la emoción que ponía en cada gesto, los nervios con los que miraba el reloj cuando se acercaba la hora, la forma de ensayar una y mil veces frente al espejo muecas y mohines a los que yo no me hubiera atrevido. Me inquietaban aquellos amores sabatinos como esas fantasías inalcanzables que a veces se nos presentan en sueños.
Confieso que me divertí al principio. Esperaba el sábado con tanta ansiedad como ella. Jamás hubiera podido sospechar la tía Etelvina, que en aquel amor tardío una mujer joven estaba depositando sus esperanzas secas. Concentrarme en la turbulencia de una relación que me resultaba curiosa era una distracción para no pensar en Mario. Había decidido espantar bien lejos toda idea que pudiera alentar una mínima ilusión, pero estaba empapada de él, de las imágenes que me asaltaban por las noches en la soledad de mi cuarto. Cada instante estaba poblado por su rostro, algún gesto captado al descuido e interpretado según los caprichos de mis traumas y complejos.
Busqué los defectos que pudieran volverlo desagradable. Puse atención en alguna palabra mal dicha, un tono fuera de lugar, las facciones demasiado gruesas. Añadí a ese patético intento la consideración de que no pertenecía a mi mundo. Terminé de lastimarme haciéndome creer que sólo se interesaba por mi dinero, que era un arribista, un ambicioso capaz de inmolarse por alcanzar la cima. Repetía esto una y otra vez cuando presentía que el recuerdo de Mario venía a asaltarme. Lo repetía incluso en voz alta y llegaba, en mi desesperación, hasta el insulto. Quería odiarlo, o despreciarlo al menos. Inútil. Hay fuerzas tan poderosas que ni la voluntad puede vencer. El amor es una de ellas. Sencillamente pasa, y ya no somos dueños.
Nada era tan efectivo como espiar a la tía Etelvina. Esa distracción casi infantil me enviaba lejos de mis pesares y concedía la tregua mínima de una diversión inocente. Podía oler los vahos de alguna sal que ponía en el agua del baño y las cremas con las que preparaba su cuerpo. Todo aquello venía a meterse por las hendijas de mi dormitorio y llenaba el lugar de un placer prestado. Se emperifollaba por horas como si le brotara la energía de los quince años y el universo se redujera a la decadencia florecida de su cuerpo viejo. Llegué a oírla cantar mientras se preparaba. Era el colmo del desparpajo, un desborde de sensualidad que al principio me pareció ridículo. Pero eso fue sólo al principio, cuando me escandalizaba ver a esa mujer derrochando la vitalidad que a mí me hacía falta. Era una ofensa, una herida a mi dignidad que yo ocultaba con pura moralina. Después, me fui habituando a ese ritual y nació la admiración. Deseché todos mis prejuicios y me dediqué a aprender la lección de vida que la tía Etelvina me daba cada sábado.
El hombre llegaba de nochecita, a una hora más o menos fija, y no necesitaba tocar timbre porque ella ya lo estaba esperando detrás de la ventana. Entonces se repetía el ritual que yo había visto por primera vez, cuando los descubrí: la fusión en el abrazo eterno y aquel anhelo exuberante que parecía derretirse en un beso. No eran más que unos segundos, pero bastaban para entibiar la casa. Yo quedaba petrificada, con el aliento contenido y el sudor resbalando en gotas gruesas. Me envolvía en la magia de aquellos susurros ajenos, la delicia de una pasión que podía olerse en el aire. Pero mi fascinación duraba poco, apenas el tiempo en que él la tomaba en brazos e iniciaban el lento ascenso. Tenía que contenerme para no salir corriendo y esperaba unos minutos intentando poner en orden la respiración y las ideas. Me decía perversa, morbosa, degenerada y otras sutilezas que resbalaban ante el poder magnético de la curiosidad. Me lo iba diciendo y repitiendo a medida que recorría el camino que ellos antes habían andado y me sentía algo así como una novia engañada rumbo al altar.
El altar era aquel dormitorio que ocupaba la tía y que había pertenecido a Dolores. La mejor habitación de la casa. Fresca en el verano y bañada de sol en los días de invierno. La tía no se había animado a hacer cambios. Todo estaba en el mismo tono ocre que a Dolores tanto le gustaba; con aquella cama inmensa, de cuatro pilares y el voile drapeado cayendo graciosamente hasta la alfombra. Y las luces bajas, y la música que se encendía al abrir la puerta, y el perfume de Dolores que todavía flotaba por allí como un fantasma.
Yo no podía ver pero imaginaba. Podía recrear la escena con la sola ayuda de mi memoria visual y algunos sonidos que se colaban por debajo de la puerta. Allí permanecía un buen rato, deleitándome y sufriendo a la vez, hasta que se me ocurría que todo estaba hecho, que ya había pasado y despertaba de mi éxtasis como quien vuelve de la embriaguez del orgasmo, y regresaba a mi habitación con una enorme carga de tristeza en el alma. No había modo de que pudiera notar algún cambio en la tía Etelvina a la mañana siguiente. El hombre se marchaba apenas amanecía, amparado por esa luz difusa que reemplaza las últimas sombras. Ella desayunaba temprano y se entregaba a los preparativos de su reunión de los domingos como una abuela surgida de la más apacible de las noches. Parecía haber agotado en unas horas toda su carga de pasión y regresaba a la tierra despojada de aquellas energías que sobran en los cuerpos ardientes. Volvía a ser ella, doña Etelvina Juárez de Pereira O., con su rigidez aristocrática y sus modales de señora tan lejanos a la criatura juguetona de la noche del sábado.
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