Hubiera querido correr detrás de él como tantas veces vi en las películas, pero siempre se trataba de muchachitas hermosas, delgadas, que se lanzaban a los brazos de su amante y remataban la escena con un beso. Yo no podía hacer nada de aquello. Quedé aturdida, preguntándome si realmente había sucedido, si había escuchado la declaración o la había inventado en sueños. Me pregunté si no estaría alucinando, si tanto trabajo no me habría vuelto loca. Pero no. Entonces, cuando acepté la realidad, empecé el lento y trabajoso proceso de destruir cualquier ilusión. Era la mejor forma de protegerme.
El trabajo estuvo listo dentro de los plazos estipulados. Quedó perfecto. Nos invitaron a la inauguración del hotel pero, por supuesto, yo rechacé cortésmente la invitación.
– Entonces, no vas -me dijo Mario el viernes por la noche mientras se ataba los cordones.
– No, estoy molida.
– Mentira.
– ¡¿Cómo?!
– Que es mentira, que te da vergüenza que te vean…
No tuve valor para mirarlo.
– ¿Hasta cuándo pensás seguir así, Maciel?
– Asunto mío.
– No, también es mío.
– ¿Vas a volver con esa estupidez?
Pareció ofendido. Dio un par de pasos hacia mí y estrelló la boca contra la mía en un beso brutal, doloroso, como una bofetada. No supe responder. Todas mis lecciones amorosas venían de la pobre escuela de la televisión. Me quedé dura, con mi enorme cuerpo temblando ante la presión de aquella boca que parecía querer lastimarme. Entonces me abrazó, me abrazó con una ternura suprema, una delicadeza que sólo el amor podía dar y yo aflojé el cuerpo, entreabrí los labios y dejé que aquel beso seco creciera en la tibia humedad de nuestras bocas.
Después de lo de Pedro, me consagré al estudio como si el mundo empezara y acabara en aquellos libros. Felipe estaba conmovido. Nunca hablábamos de su trabajo. Solamente sabía que había unos muchachos, los muchachos, pero eso era todo. Un día se sintió mal y no fue a trabajar. Era la primera vez en años. Le mandaron médico certificador. No tuvo más que examinarlo unos segundos para ver que no estaba bien.
– Le doy una semana libre -me explicó- porque con el trabajo de su hermano…, pero habitualmente en tres días están de vuelta.
Hubiera querido preguntarle a qué se refería cuando puso cara de terror al hablar del trabajo de Felipe, pero me detuvo la certeza de que hubiera resultado ridícula mi ignorancia. Cuidé a mi hermano entre libros mientras preparaba el último examen. Por primera vez en veintitantos años estaba a cargo de una casa y de una persona. Por primera vez no tenía a nadie que se ocupara de mí. Me apabulló un poco esta circunstancia, pero salí adelante bastante bien.
Felipe se recuperó en pocos días. Intentó levantarse, pero no lo dejé.
– El doctor dijo una semana.
– No puedo quedarme tanto, nena. Hay que traer plata.
– Dijo que con tu trabajo…
Pareció incomodarlo mi observación. Volvió a incorporarse en la cama y sacó las piernas de entre las sábanas.
– ¿Qué trabajo, Felipe?
– Trabajo.
– Sí, pero qué…
– ¿Te falta algo? No, ¿verdad? Bueno, acordate de lo que me prometiste, nada de preguntas.
– ¿Vos no andarás metido en cosas raras?
– Sí, en una mafia que te manda médico cuando te enfermás. Dejate de pavadas, Airam.
– Yo quiero colaborar.
– ¿Vos? ¿Y cómo? Mirá, mejor concentrate en los libros, que para eso me rompo todo. Dejame el trabajo a mí y recibite de una vez.
Fui hasta mi cama y saqué de abajo una caja de zapatos. Felipe me seguía con curiosidad.
– ¿Ves? -le dije y se la abrí frente a la cara.
– ¿Y eso?
Eran unos adornos hechos con flores secas, de las que guardaba entre las páginas de mis libros.
– Están preciosos. ¿Los hiciste vos?
– ¿Se podrán vender?
– Pero están preciosos -insistió.
– Bueno…
– No los necesitamos, nena. Con lo mío alcanza.
– ¿Y qué es lo tuyo?
– ¿Otra vez?
– Está bien, si no querés no me cuentes, pero decime, esto ¿tendrá salida?
Tomó los adornos con sumo cuidado y los examinó de un lado y de otro.
– Y sí, como poder, se puede.
– Vendelos. Estoy haciendo más.
– Pero lo que saque es para vos, ¿está claro?
Los adornos funcionaron mejor de lo que pensábamos. Yo ignoraba qué hacía Felipe con ellos; se los entregaba y él volvía por la tarde con el dinero y me lo daba moneda sobre moneda. Me gustó la sensación de producir y comencé a valorar las cosas de otro modo. Mientras tanto, preparaba aquel examen que iba a abrirme las puertas hacia otra vida. El recuerdo de Pedro seguía doliéndome, pero cada vez menos. Me daba cierto orgullo haber tenido el valor de dejarlo queriéndolo tanto. Traté de olvidar ocupando su espacio con otros hombres. Durante aquellos meses, salí bastante. Aceptaba cualquier invitación, ante el pavor de Felipe, que no dejaba de repetir que me cuidara. En lo único que me fijaba era en que tuviera auto. Después, poco me importaba si era joven o viejo, atractivo o un gorila de circo. El auto parecía asegurar que, por lo menos, no me haría pagar la cena. Así anduve durante un tiempo en el que no fui feliz. Lo de Pedro había sido fuerte y no se borraba así nomás con las cursilerías habituales de los tipos con los que salía. Aceptaba flores, chocolates, incluso alguna alhajita que nunca usé. Íbamos a bailar, a cenar, al cine, me acostaba con ellos sin la menor emoción, solamente porque era parte del itinerario, nada más. Durante todo ese tiempo, lo sé, anduve en busca de un sustituto de Pedro. Cuando me resigné a que ese hombre no existía, decidí encontrar un tipo que me sacara definitivamente de pobre. Creo que ésa fue la etapa más lamentable de mi vida.
Avisé a Felipe que iba a estar un tiempo sin hacer adornos. El examen se aproximaba y necesitaba dedicarme por completo. Se encogió de hombros y salió a trabajar, como de costumbre. Durante aquellas semanas estudié hasta que me ardieron los ojos. Apagaba la luz de madrugada y el despertador volvía a sonar apenas amanecía. A veces, ni siquiera me acostaba; la mañana me sorprendía con la cabeza apoyada sobre la pila de libros. Me hice adicta al café. Nunca me había gustado demasiado, pero ahora lo necesitaba para ganarle al sueño. Felipe comentó algo de unas pastillas que él tomaba para no dormirse en el trabajo, pero se hizo el tonto cuando se las pedí. Así que me contenté con el café. Preparaba un termo hasta el tope y me lo llevaba a la mesa como único compañero. Nunca había querido estudiar en grupo porque me avergonzaba que mis compañeros vieran cómo vivía. Mentía diciendo que me las arreglaba mejor sola, aunque en las eternas noches de vigilia, bien me hubiera venido una conversación intercalada con el murmullo monótono de mi voz.
Durante el último tiempo, suspendí las salidas nocturnas. De alguna manera, abrigaba la ilusión de que, una vez recibida, la calidad de los hombres iba a mejorar. No sé por qué tenía esa rara idea. Casi me despedía de ellos cuando llamaban, como si diera por terminada una etapa y me fuera a lanzar a la conquista de horizontes a la altura de mis pretensiones.
Había que ver a Felipe el día anterior al examen. Estaba más nervioso que yo. Por supuesto que un título universitario en nuestra familia era todo un acontecimiento, pero la dimensión que aquel probable triunfo alcanzaba para mi hermano era una cuestión que yo no podía valorar en aquel momento. Esa tarde llegó un poco más temprano. Vació los bolsillos sobre la mesa, juntó las monedas y algún billete y los puso en un florero viejo, como hacía siempre. Yo sólo tenía que meter la mano y elegir. Felipe nunca hacía las cuentas. Su única preocupación era que aquel florero estuviera siempre lleno. Mientras sacaba las monedas, se le cayó del bolsillo una cosa roja que rodó hasta la puerta. Hubiera seguido con lo mío de no haber sido por la reacción de Felipe que se abalanzó sobre lo que me pareció una insignificante pelotita. La guardó en el bolsillo y pretendió seguir como si nada, pero la respiración lo delataba.
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