Claudia Amengual - El vendedor de escobas

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria.
El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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– Entonces, lo llevo el lunes a primera hora.

Asentí con susto como si él fuera el patrón y yo una humilde empleada sin saber qué hacer con ese momento de intimidad. Mario abrió los planos por enésima vez y puso cara de satisfacción. El cansancio le había marcado unas ojeras como pozos que le daban un aire de responsabilidad, de hombre de familia, pensé.

– Este punto no lo mata nadie.

– Eso espero.

– Habrá que contratar más gente.

– Ya pensé en eso.

Quería marcar distancias, decirle que yo era quien mandaba ahí, que se fuera a su casa de una buena vez. No pude. Mario me estremecía. Me daba miedo esa sensación. A la distancia veo que lo que me daba miedo era perderlo, como me había pasado con todo en la vida. Ya lo añoraba por anticipado y lo maldecía por un abandono precoz.

– Me los llevo, entonces.

Salió con la única despedida de una mano levantada y yo me quedé sentada detrás de mi escritorio, maldiciéndome.

VII

– Voy a pedirte algo -dijo Felipe antes de entrar a su apartamento-. No hagas preguntas.

Me empujó con suavidad hacia el interior de una habitación pequeña, con muebles modestos y una ventana a la altura del techo. Lo miré interrogándolo.

– Por ahora, es lo que tenemos, pero ya voy a poder darte algo mejor.

Hubiera querido decirle que prefería volver a la casa, pero no lo habría entendido. Tampoco yo tenía claras sus intenciones. Me sentía raptada de mi ambiente natural y solamente el amor de Felipe hacía nacer la confianza necesaria para no salir corriendo. Cómo explicarle que aquello me daba claustrofobia. Pensé en mamá, por supuesto, y en los esfuerzos para que tuviéramos una vida mejor. Y ahora mi hermano iba contra la corriente. Me había degradado, cambiado la casa señorial por un par de cuartuchos inaceptables. Mis ojos deben de haber sido muy elocuentes. Cerró la puerta con llave y me miró fijo.

– ¿Te gusta?

Por qué tuvo que preguntar eso. Por qué no disimular la incomodidad del momento y seguir como si nada. Pero no, tuvo que preguntarlo. Siempre el mismo, sin vueltas.

– No, Felipe, no me gusta. Me voy.

Me tomó por las muñecas.

– Usted no se va a ninguna parte, señorita. Está en su casa.

Le grité que aquello no era una casa, que mi casa estaba en otra parte, que me iba, que había un olor a humedad que daba vuelta el estómago, que el barrio era un asco y que quién se pensaba que era para andar diciéndome lo que tenía que hacer. No contestó. Se calzó su gorro hasta las orejas y salió. Entonces sentí bullir en mi interior una sensación tantas veces experimentada. El pánico empezaba a crecer y me mareaba. Sabía que en pocos segundos iba a desesperarme. Tuve el impulso de huir. Busqué con la mirada y vi un manojo de llaves sobre la mesada de la cocina. Me sentí aliviada. Traté de alejar mi mente de aquel lugar. Esa noche, Felipe me encontró en la cama, tapada hasta las orejas.

– ¿Comiste?

– No -le contesté con rabia, pero al segundo me ganó la ternura de verlo tan flaco, con su cara de cansancio y la ilusión de darme una vida mejor pintada en los ojos.

– ¿Y vos?

– Tampoco. ¿Querés que prepare algo?

Levanté los hombros con fingida indiferencia y lo espié mientras iba hasta la cocina. Desde mi cama, se podía ver cada rincón del apartamento. No había cortinas, ni cuadros, nada de calidez. Volví a sentir angustia, pero el perfume del orégano acudió en mi salvación. Me levanté y fui hasta la única mesa que había.

– ¿Dónde hay platos?

Felipe se sobresaltó con la pregunta y giró. Me dedicó una sonrisa como si yo hubiera sido un animalito rescatado de la calle empezando a dar muestras de aclimatación al nuevo hogar. Abrió un mueble bajo la mesada de la cocina. Allí encontré dos piezas de cada tipo y puse la mesa lo mejor que pude. Era la primera vez que iba a comer sin mantel.

Felipe sirvió unos tallarines con salsa y se excusó por no tener queso.

– Da igual -le dije con desdén.

Cenamos en silencio. Sentía cómo estaba pendiente de mis movimientos y me dio pena.

– ¿Dónde aprendiste?

– En el barco -me contestó con una alegría incipiente nacida de mi mínima observación-. ¿Te gusta?

Asentí con una tenue sonrisa que pareció devolverle las esperanzas.

– Entonces mañana te preparo estofado. Me queda… -se chupó los dedos y yo volví a sonreír.

– Felipe, ¿qué vamos a hacer?

– Te pedí que no hicieras preguntas, nena. Confiá en tu hermano. ¿Ya pensaste qué va a ser de tu vida?

Le puse cara de no entender.

– Tu vida, el estudio…

– Quiero ser rica -dije en un alarde de grosería del que me arrepiento.

– ¿Estás loca o qué?

– ¿Por?

– Porque los ricos nacen ricos.

– Parecés mamá.

Era la primera vez que la mencionábamos desde su regreso y se le ensombreció el rostro. Apartó el plato y quedó con la cabeza hundida entre los hombros dándoles vueltas a los tallarines con el tenedor.

No sé si Felipe se tomó en serio aquella lamentable pretensión mía. Creo que sí y debí de mortificarlo bastante con mis sueños agrandados más allá de sus posibilidades. Pero de nada me daba cuenta, entonces. Estaba mareada por la ilusión de un destino de niña rica al cual me sentía con pleno derecho. No medí las consecuencias de esa ambición. Por otra parte, estaba convencida de que Felipe debía hacerse responsable de mi futuro. Después de todo, para eso era hombre y para eso había sido educado, para trabajar. Además, quién lo había mandado sacarme de la casa, aquel lugar que me permitía alimentar las esperanzas. Me volví exigente, una pequeña déspota que, a la distancia, me inspira nada más que lástima. Pretendía andar con ropa de última moda, comprar todos los libros, incluso perfumes y cosméticos de marca. Iba a la peluquería dos veces al mes y me trasladaba en taxi. Me volví despectiva hacia todo lo que pudiera recordar mis auténticas raíces, incluidas las empleadas domésticas, aunque me avergüence reconocerlo.

Felipe se deshacía en atenciones, colmaba mis caprichos tan bien como podía. A veces, lo descubría mirándome. Parecía un padre satisfecho de ver a su niña hecha una princesa, aunque él anduviera con pantalones viejos y zapatos gastados. Ahorrábamos en la comida. No me importaba demasiado porque nadie se entera de lo que uno come en la casa. Además, ya había conocido a varios venidos a menos que se gastaban todo en ropa y comían fideos. Me cansé de verlos desfilar por lo de los Pereira. Si habré estado ocupada en mí que no me di cuenta de que Felipe casi no comía en casa…

Dos años después de la mudanza, decidí que quería ser escribana y entré en la universidad. No tenía vocación ni tampoco sabía bien de qué iba el asunto, pero me fascinaba ver a aquellas mujeres tan impecablemente trajeadas, con sus maletines y sus tacos altos llevándose el mundo por delante con la sola fuerza de su firma. Me pareció que encajaba con el tipo de mujer en el que quería convertirme. A Felipe le gustó la idea. Me abrazó hasta hacerme crujir los huesos y se le llenaron los ojos de lágrimas.

– ¿Qué te pasa? -le pregunté.

Se refregó los ojos con la manga del saco, pero no intentó disimular la emoción.

– ¡Qué lo parió! ¡Mi hermana, escribana!

A partir de ese día, volvió más tarde. Después supe que empezó por hacer horas extras y luego consiguió otro trabajo. Durante los años que llevó mi carrera, Felipe trabajó un promedio de dieciocho horas diarias, un cálculo que hicimos juntos años después, cuando insistí en que revisáramos aquella época que, en lo concerniente a mi vida, podría llamar la era de la estupidez.

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