Claudia Amengual - El vendedor de escobas

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria.
El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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La peor parte era desnudarme. Sabía que me quedaba a solas con mi cuerpo, sin la piedad de la ropa, y eso me aterrorizaba. Por eso mi baño no tenía espejos. Tampoco el dormitorio. Si me cruzaba con alguno en otra parte de la casa, miraba hacia otro lado. Estuve años sin verme. No quería. Sabía en lo que me había convertido. Mis espejos eran las miradas crueles que recibía cuando no tenía más remedio que salir a la calle. Bastaba esa humillación.

Entré en la facultad casi sin aire después de una escalinata imponente; fui hasta una cartelera sintiendo las miradas de los otros como aguijonazos sobre mi cuerpo. Ahí estaba indicado mi salón, el 36, recuerdo. No me animaba a preguntar, así que busqué por mi cuenta, atravesando los pasillos atestados. A todos miraba con un gesto que alguien pudo haber interpretado como un desafío. Nada más lejano a eso. Mis ojos buscaban gordos entre tanta gente. Encontré alguno, pero yo seguía siendo la campeona. Tuve que ascender por una escalera bastante estrecha para llegar al salón. Los que venían bajando volvían a subir cuando se les oscurecía el mundo ante aquella mole que avanzaba con dificultad. Esperaban en el descanso con una paciencia misericordiosa. Intenté apurar el paso, pero no gané más que alguna risita burlona que me hirió profundamente. Les dediqué una mirada cargada con tanto odio que bajaron la vista y descendieron a toda prisa.

Todavía me faltaba el golpe de gracia, sin embargo. Al llegar al 36, la clase ya había empezado. Abrí la puerta y sentí un millón de ojos volverse hacia mí. Entonces pasó lo peor. Un muchacho levantó su saco de la única silla que quedaba sin ocupar y me hizo señas para que me sentara. En un instante medí las dimensiones de aquella sillita y las comparé con la enormidad de mi culo. Temí un ridículo mayor, pedí disculpas y salí. Deshice mi camino escaleras abajo, volví a pasar por la cartelera, atravesé con toda la prisa que pude los pasillos y la escalinata exterior como si me hubiera equivocado de facultad. Ese fue mi primer día de universitaria. El último, también.

Me recluí en la casa, odiando sin poder medir el odio ni controlar su dirección. En definitiva, me odiaba a mí misma. No nací con impulsos suicidas, así que no se me dio por eso. Tampoco tenía un dios a quien rezar y la tía Etelvina molestaba bastante, sobre todo los sábados. Aquello era un infierno. No, mejor un páramo, porque en esa casa todo el mundo andaba muy solo. Decidí montar un pequeño taller en la planta baja, en una habitación contigua al garaje, que en otros tiempos había servido de despensa. No tenía más que una mesa de dibujo, lápices, pinturas y algún catálogo que Dolores enviaba cada tanto. Así empecé. El encierro me volvió creativa. Volcaba en mis diseños toda la energía que retaceaba a la vida. Creí que, por fin, había encontrado mi lugar en el mundo y que a eso se reduciría mi destino. Se apoderó de mí uno de los sentimientos más peligrosos: la resignación.

Mi reputación creció alimentada por la levadura de la frivolidad. En poco más de un año debí ampliar mi taller y tomé otras dos habitaciones. Muy a regañadientes, me vi obligada a contratar un ayudante y una secretaria. Me molestaba tener que compartir mi refugio con dos extraños, pero el trabajo superaba mis posibilidades. No fue difícil encontrar secretaria. Llamé a un par de amigas de Viola que estaban necesitando trabajo. Eran de las tantas provenientes de familias venidas a menos, a las que solamente quedaba el apellido, comían bastante mal, no pagaban a sus empleados, ahorraban hasta en el papel higiénico, pero seguían manteniendo mucama, gastando en ropa y exhibiendo su apellido como una reliquia obsoleta. Cada una por su lado, intentó disfrazar la necesidad diciendo que lo hacía por pura distracción. Evalué los méritos, pesé las ventajas, comparé virtudes y defectos y, finalmente, me quedé con la menos estúpida.

Lo del ayudante fue distinto. Necesitaba una inteligencia creativa, un habilidoso manual, pero también agudo observador de los gustos y modas. Busqué y rebusqué en memorias y agendas, pero no conocía a nadie que diera con el molde. Quizá la tía hubiera podido sugerir al hijo de alguna de sus amigas, pero me negaba a deberle el más pequeño favor. Hice lo que tantas veces había escuchado que no se debe hacer: puse un aviso en el diario. Confieso que sentí inquietud. Dolores siempre repetía que era un riesgo contratar personal de esa forma. Traté de sacudirme los temores, pero me costó. "¡Condenada, Dolores!", pensé y sonreí.

Debo de haber sido muy exigente en las condiciones porque solamente vinieron cinco personas, todos hombres según decía el aviso y, pensándolo bien, no sé por qué decidí que fuera así. No dormí nada la noche anterior y, por supuesto, agoté las provisiones de la heladera que tenía en el dormitorio. Ensayé posturas, frases cortantes, caras de mala que no dejaran lugar a dudas de quién mandaba allí. Lo que más me atormentaba era lo que aquellos hombres pudieran pensar de mí. Curioso, ¿verdad? Sentía como si yo fuera a rendir la prueba de admisión. Esa experiencia me sirvió para entender que en todas las interacciones humanas los miedos son compartidos.

No tuve que hacer demasiado esfuerzo para elegir. De hecho, el candidato se eligió solo. Fue el segundo en entrar. Yo no lo había mirado, como tampoco al anterior. Era una conducta nacida de mi inseguridad; hacía años que no miraba a la gente a la cara. Excepto a Airam, ahora que lo pienso; con Airam me sentía bastante humana. Entonces, le pedí los datos con una extrema severidad en la voz y, mientras anotaba, sentí que me estaba observando.

– ¿Te conozco?

– No creo -respondí de mal humor y casi descalificándolo.

– Sí, te conozco de la facultad.

La curiosidad me hizo levantar la vista. Era un hombre de unos veinticinco años, absolutamente corriente en su apariencia salvo por el detalle de las manos, unas manos enormes, de dedos gruesos y uñas comidas.

– No, no nos conocemos.

– Pero sí, entraste tarde a clase, el primer día…

Entonces recordé vagamente una mano que retiraba un saco de encima de la única silla disponible en el salón 36, y me avergoncé.

– Puede ser.

– Claro, estabas nerviosa, te equivocaste de salón, te pusiste colorada…

No supe cómo terminar la entrevista, así que le di el trabajo, despaché a los otros y me juzgué la mujer más torpe de la Creación.

* * *

La rutina de los sábados se estaba volviendo una cuestión espesa. Por la mañana, la tía andaba hecha un solo nervio. Daba indicaciones a la muchacha para que le hiciera cualquier cosa en su casa o le daba dinero y le regalaba el día. Varias veces intentó deshacerse de mí, pero tras algún encontronazo prefería no vérselas conmigo y se contentaba con que me metiera en mi habitación en compañía de dos o tres películas que consumía sin demasiado interés hasta quedar dormida. Así fueron mis noches de sábado por mucho tiempo. Había elegido algo que llamaba soledad, pero no era más que aislamiento. La soledad es buena cosa, incluso necesaria, inevitable. Pero aquello era una imposición de las circunstancias y de bueno no tenía nada. Por supuesto que me engañaba diciéndome que así lo había elegido, que mejor sola que aguantando burlas, que no necesitaba a nadie para vivir y otras mentiras con las que estiraba las horas para esquivar la desesperación. Hay, sin embargo, una parte del espíritu que es imposible estafar. No sé bien cuál es ni a qué niveles funciona, pero cada tanto aflora con la verdad descarnada, generalmente dolorosa. Supongo que es ahí cuando las personas eligen entre cambiar o suicidarse.

Aquel sábado estaba agotada. Mario y yo trabajamos en el taller toda la madrugada para entregar el proyecto de decoración de un hotel. Hacíamos un buen equipo. Yo ponía la creatividad; él, sus manos prodigiosas, que cazaban mis ideas al vuelo y las llevaban al papel. Me fascinaba verlo concentrado sobre la tabla, dudando entre colores como si en ello se le fuera la vida. Estaba satisfecha con su trabajo y, sin embargo, no me salía ni una palabra de aliento. De hecho, lo trataba bastante mal, pero Mario era un tipo sensible y captaba que aquella aparente hostilidad no era más que una pantalla para ocultar mi fragilidad interior. En cuanto a la tarada, Jazmín se llamaba, no hacía más que contestar el teléfono y moverles el culo a los clientes, cosa que me venía bien. También se lo movía a Mario, y bastante. Eso ya me fastidiaba, porque a Mario se le caían los ojos cada vez que ella le daba la espalda. Aquella tarde, la despaché temprano, necesitaba tranquilidad para trabajar. Dejó un perfume dulce que no pude sacar del lugar por más que abrí todas las ventanas. Terminamos a eso de las siete de la mañana con un café cargado que el mismo Mario preparó. No habíamos hablado más que lo indispensable, pero el olor del café tiene algo mágico, como el chocolate.

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