– Estás preciosa, Maciel.
Sonreí como único agradecimiento y le indiqué que pasara a la sala donde ya estaba servido el primer plato. Pudo haber pensado cualquier cosa de mí, que era una grosera, que pretendía mantener la distancia, cualquier cosa. Lo cierto es que estaba muerta de miedo. Tiritaba. Las palabras venían a mi boca en tropel, pero no podía organizarlas en expresiones coherentes. Nos sentamos frente a frente. La muchacha sirvió el vino y Mario la siguió con la mirada hasta que desapareció tras la puerta. Entonces levantó su copa y propuso un brindis con la mejor de sus sonrisas.
– ¡Por las polillas!
– ¡Por las polillas! -repetí agradecida porque aquella primera broma rompía la tensión del ambiente. Duró poco. Mario estiró la mano hasta alcanzar la mía.
– Mario… -dije casi en secreto y bajé la mirada.
Parecía tener la situación bajo control. Manejaba tiempos y nervios como si fueran elásticos. Se lanzó a la comida mientras yo hacía un esfuerzo por recomponer la calma y controlar la temperatura del cuerpo. Así fue durante toda la cena. Subía y bajaba de mi calvario cada vez más agotada. Mario llevaba la conversación hacia zonas que me incomodaban y súbitamente salía con una pavada que me hacía estallar en una risa de alivio hasta que volvía a mirarme de esa otra forma. Nadie pregunte por el punto de la pasta o el sabor del flan de naranja. Sé que comí como una autómata, pero no sé si me gustó, si fue mucho o poco, si el café estaba frío o los bombones derretidos. Pasé por el trámite de la comida como un fantasma a través de la pared. Terminamos tomando coñac desparramados en uno de los sillones de la sala. Mario se descubrió como un tipo divertido. Yo conocía su brillo al verlo trabajar, pero esa parte nueva me parecía fascinante. Reímos; primero con cautela, después con furia, con histeria, de puro nerviosos, creo. Nos fuimos deslizando del sillón hasta quedar tendidos sobre la alfombra riendo, riendo todo el tiempo.
Fue inevitable. Mario encontró la forma de romper mis defensas. La risa aflojó las tensiones. Por un momento, olvidé mi cuerpo y no tuve miedo. Me gustó el juego que Mario hacía con mi pelo, el roce de aquellas manazas sobre la piel húmeda. Me gustaron los besos en el cuello y el aliento que bajaba por el escote. Me gustó que me desabotonara el vestido y animarme a desabotonar su camisa. Me gustó, le gustó, me gustó y me dejé ir sin que un solo pensamiento nublara el placer. Entonces Mario se acomodó encima de mí y dijo algo e nunca debió haber dicho.
– Lindos huesos, Maciel.
Produjo el mismo efecto que si hubiera pronunciado el nombre de otra mujer. Lo que estaba necesitando para recuperarme. Una palabra, un gesto nada más que me anclara a la realidad, a la misma Maciel de todos los días, la de las defensas altas y los muros infranqueables. Volví a ser la gorda llena de complejos. Me vino de golpe el peso de todos mis kilos y el olor de mi cuerpo se me hizo insoportable. Todo en un mismo instante, el hechizo roto y la princesa convertida en vaca. Lo empujé con algo de violencia y me abotoné la ropa lo mejor que pude. Mario me miraba con ojos de no entender. Quiso acariciarme, pero yo exhalaba resentimiento. No se animó.
– Mejor te vas.
– Pero Maciel…
– Mejor te vas -repetí con los dientes apretados mientras hacía esfuerzos descomunales por incorporarme.
No se movió. Siguió cada movimiento mío con una expresión de curiosidad entristecida. Cuando pude ponerme de pie no se me ocurrió nada mejor que ordenar los almohadones. Mario seguía ahí.
– ¡Te vas! -grité.
Se fue y yo quedé hecha un trapo, pero no me permití llorar. Fui hasta la cocina y me di un atracón de novela. Quedé dormida sobre la mesa y soñé con las tardes junto a Felicia y Airam mientras Franco Palma narraba alguna aventura de mar con sus manos. No eran sus manos, eran unas manos imponentes, las manazas de Mario que terminaban oprimiéndome el cuello hasta la asfixia. Hice un esfuerzo por despertar, un esfuerzo por salirme de aquella pesadilla, pero no me produjo alivio volver. Subí hasta mi dormitorio, pero ya no me acosté. El sol empezaba a teñir unas nubecitas, miles, millones, parecían corderos surrealistas. En una hora llegaría Mario y después la tarada. ¿Por qué no se fijó en ella? El dolor me nublaba la mente y las ideas se me agolpaban en tropel, desordenadas, inconclusas. No podía pensar entonces que el amor recorre senderos inesperados, llega a lugares desconocidos. No tiene lógica; ésa es la única regla del amor, pero yo no lo sabía. Solamente me repetía aquello de los lindos huesos.
Bajé. Al pasar por la cocina, pellizqué un resto de flan y me llevé dos panes en el bolsillo. Esperé en mi escritorio, fingiendo que dibujaba. Preparé una taza de café y fui por más pan. El silencio se me hacía inaguantable. Jazmín llegó en horario. Escondí el resto de pan y seguí con mi dibujo, pero mis sentidos eran centinelas en la puerta. Esperé hasta que se me hizo evidente que Mario no vendría. A las once apareció un muchacho parecido a él. "Mario, gracias a Dios", pensé. Pero no era él. Mandaba una carta de renuncia y una notita que decía algo así como: "Qué desperdicio, Maciel. Es una pena".
Es curioso. Siempre he tenido la sensación de que mi vida va en círculos, pero círculos desordenados que se meten unos en otros, enlazados, a veces concéntricos, otras casi coincidentes. No puedo definirlo con exactitud. Cada movimiento, cada transformación de uno altera los otros o genera nuevos. Con lo de Felipe, sucedió de ese modo. El círculo protector en el que me tenía se agrandó para contenerlo a él, a mi hermano, metido en otro círculo más pequeño, más frágil. Y entonces se revirtió nuestra sociedad fraternal. No en todo, por supuesto. Felipe seguía necesitando de aquella omnipotencia para mantener el funcionamiento de la casa, para que a mí no me faltara nada. Me pareció una grosería privarlo del motor de su vida, así que le seguí el juego. Pero esta vez el cambio estaba en mí.
Hasta ese entonces había jugado a ser lo que deseaba, pero ahora entendía que debía desprenderme de la niña mimada, la princesa pobre. Tomó tiempo y dolor. Seguí lastimándome, perdí la huella, sucumbí al mareo del halago fácil. Todo eso me pasó cuando elegí transitar el sufrimiento de romper con la fantasía en la que había vivido hasta ese momento. Las revelaciones de Felipe me dieron ganas de cambiar las cosas de un día para el otro. Caí en el error de dejarme dominar por la ansiedad que da la culpa. Mi hermano nunca pidió nada; siguió trabajando de cualquier cosa, comiendo en cualquier parte y llenando el florero como lo había hecho cada día de nuestra convivencia.
El título demoró unos meses que aproveché para buscar trabajo en algún estudio jurídico. Empecé con pretensiones altísimas Cambié mi vestuario y dejé los pantalones ajustados y las blusas con escote para la noche. En su lugar, me hice confeccionar un par de trajecitos con un corte bastante sobrio y el toque sensual de la falda apenas por encima de rodilla. Uno color borra de vino y el otro azul con rayitas blancas. Tenía zapatos de taco alto pero tuve que comprar un pequeño portafolios que me parecía el accesorio imprescindible además de un par de pañuelos para el cuello y alguna fantasía barata. También me corté el pelo por encima de los hombros y agregué el toque de unos reflejos que me daban un poco de luz al rostro. Felipe soportó el aluvión de gastos con la misma firmeza de siempre, como si pudiera costearlos sin el menor esfuerzo. Esta vez, sin embargo, juré devolverle cada peso y guardé las boletas en el cajón de mi mesa de luz. Cuando tuve el ajuar listo, me paré frente al espejo y me gusté. Tenía aspecto de escribana; podía salir al mundo a buscar el lugar por el que mi madre y mi hermano tanto se habían sacrificado.
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