Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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– Aflójese, ya le dije que no había nada de qué preocuparse.

Elena le dice que sí con la cabeza mientras se seca las lágrimas. Tiene los ojos rojos y el cuerpo le tiembla.

– Tenemos que estudiar este bultito, ¿sí? No se asuste que no hay que operar ni nada que se le parezca. Esto se punciona para extraer el líquido y ya está. Es un poco molesto, pero no duele. Se hace con una aguja finita que se introduce hasta el núcleo del quiste y luego se aspira con una jeringa. Todo el proceso se sigue bajo control radioscópico. El líquido se manda analizar, pero yo le aseguro que está bien. El estudio que ya le han hecho nos da un noventa y nueve por ciento de seguridad.

Ella ríe como una tonta mientras se suena la nariz. La punción le parece un paseo al lado de los tormentos que fue imaginando durante el día.

– Acá le hago la indicación. Es en el mismo lugar donde le hicieron los otros exámenes. No necesita que sea ya. Pida hora y quédese tranquila. Ojalá todas las mujeres se controlaran anualmente como usted.

Se levanta y da la vuelta al escritorio para darle la mano, pero Elena le zampa un beso en la mejilla que lo hace ruborizar. La despide como si fuera un padre cariñoso y vuelve a su escritorio desde donde avisa a Trinidad que ya puede pasar la próxima paciente.

Elena sale y ve a la viejita avanzar hacia el consultorio. La mujer nota la cara enrojecida y la expresión de alivio que Elena apenas puede controlar en una sonrisa tensa. Intercambian miradas.

– Suerte, nena.

Se despide de Trinidad. Antes de salir, se detiene para reprocharle la angustia que le hizo vivir el mensaje transmitido a medias, pero sigue la marcha, no tiene ganas de empañar esta momentánea felicidad.

* * *

Elena pone la llave en la cerradura y la gira. Hubiese deseado que la familia estuviera esperándola para conocer el diagnóstico. No se lamenta ni se compadece. Por suerte, tiene a Esdrújulo que viene desde la cocina y frota el lomo contra sus piernas. Elena agradece la bienvenida y comprende el mensaje. Ya se ha pasado la hora de su paseo de la noche. Llama el ascensor y cuando llega, se abre la puerta y aparece el vecino de piso. Elena le dedica una sonrisa ancha, elocuente, que el hombre devuelve halagado. No intercambian palabras, pero ella sabe del poder de esa sonrisa.

En la calle deja que el viento fresco le dé abiertamente en la cara; cierra los ojos. En la esquina hay dos hombres fumando. Amaga cruzar, pero de inmediato tuerce la correa de Esdrújulo y sigue la marcha. Cuando pasa junto a ellos le dicen algo que ella estaba esperando pero que no oye. Esdrújulo se detiene junto a un poste de luz y demora más de lo habitual; cuando termina, le avisa con un tirón fuerte de la correa y ambos pegan la vuelta hacia la casa.

* * *

– Tengo hambre -se sorprende hablando en voz alta.

Abre la heladera pero hay poca cosa para elegir. Le llena el plato a Esdrújulo y le cambia el agua. Se sienta a mirarlo comer y piensa en el gusto que le daría un buen plato de pasta. Se levanta y va hasta el dormitorio de Luis; nadie ha entrado allí desde la mañana. La ropa sigue sobre la silla, la guitarra asomando por debajo del escritorio, los libros sin tocar en la biblioteca. Va al cuarto de Ana y enciende la luz de la mesa de noche. Se iluminan las cortinas blancas y el papel de la pared. Tampoco Ana ha vuelto. Sobre la cómoda ve una carta. La firma un tal Andrés. No se anima a leerla. Por fin, entra en su dormitorio. Daniel volverá tarde hoy.

– Que te vaya bien, Daniel.

Se sienta en el borde de la cama, como hoy hizo al despertar y se queda así, con la mente en blanco. Hay una parte de ella, sin embargo, que no se detiene, está decidiendo, dándole alas. Consulta su reloj. Las nueve. Va hasta el armario y baja una valija pequeña. La llena con lo que va sacando de los cajones y descolgando de las perchas, pero no presta demasiada atención. Ahí van dos camisas, un rompevientos rojo, un par de jeans, la campera de cuero, las zapatillas, ropa interior, dos remeras parecidas, un pantalón de franela, tres pares de medias gruesas y unas de seda. También pone el desodorante, el champú, la crema de manos, la lima para las uñas, el cepillo de dientes y la pasta, un peine de mango largo, un broche de carey, un paquete de algodón y una toalla. Encima de esta montaña despareja coloca la caja con la lencería azul. Se sienta sobre la valija y, con dificultad, corre el cierre.

En la sala ha quedado su cartera. La abre y extrae el folleto de las cabañas. Tiene tiempo de alcanzar el último ómnibus. Llama a la compañía de taxis y pide uno. Mientras espera con el teléfono entre la oreja y el hombro, repasa con la mirada cada rincón de la casa, los adornos, los muebles, aspira el olor a limpio tan particular que le permitiría distinguirla entre miles, acaricia la cabeza de Esdrújulo que presiente que algo cambia pero no entiende.

– Coche N° 27, en cinco minutos.

Cuelga y se pone el saco. Ya está. Se va. No sabe bien hasta cuándo, pero se va. Revisa los documentos, las tarjetas de crédito y se da cuenta de que casi no lleva dinero. Va hasta la cocina y saca lo que hay de la lata de galletitas, por suerte, más de lo que esperaba. Se cuelga la cartera al hombro y, cuando va a abrir la puerta para salir, se le estruja el corazón. Corre al cuarto, abre el segundo cajón de la cómoda, mete la mano entre las sábanas planchadas, bien al fondo, revuelve, busca con desesperación hasta que siente el contacto frío de un frasco que ha puesto allí hace tanto que no recuerda cuándo. Lo saca. En su interior, la rosa de Jericó se le ofrece humildemente, como si hubiese estado esperando este momento. Elena vuela hasta la mesa del comedor. Sabe que si se detiene a pensar, no tendrá el valor de marcharse. Saca la rosa del frasco y con suma delicadeza la pone en agua, apenas la humedece para evitar que se desgrane en mil pedazos. Busca un papel cualquiera y garabatea "Estoy bien. Necesito tiempo".

Está en la terminal. Falta media hora para que salga el ómnibus. En un quiosco compra un cuaderno y varios sobres. Va hasta la cafetería y pide un café con leche. Mientras espera, empieza a escribir.

Terminal de ómnibus, 18 de marzo

Queridos Daniel, Ana y Luis:

No sé exactamente de qué me estoy yendo, sólo sé que no estoy escapando. Tengo la necesidad de poner tiempo y espacio entre la Elena que fui y la que seré. No es una decisión dramática, si por eso se entiende un nunca más. De ninguna manera. Pienso volver, aunque no sé cuándo. Es sí dramática en cuanto se refiere a un instante crucial de mi vida; empieza algo nuevo. Tampoco es una decisión tomada a las apuradas ni mucho menos. Ahora me doy cuenta de que he venido elaborando esto desde que tuve conciencia de que no me gustaba cómo iba mi vida, años, muchísimos años, quizá desde que era niña.

Es evidente que todo cambio trascendente, y éste lo es, necesita un tiempo de maduración. El mío se ha cumplido y el momento de hacer ha llegado. Por eso me voy. Quizás esta separación sea un símbolo de que ya nada volverá a ser igual para mí. Se preguntarán por qué hoy, por qué ahora, por qué no lo hice cualquiera de las veces que me vieron enojada o triste. Tampoco yo tengo la respuesta. Quizá sea porque hoy me enfrenté a la posibilidad de la muerte. Hay momentos en la vida de un ser humano en que todos los hilos de su historia confluyen en un punto existencial; hoy ha sido mi día y éste es mi punto existencial.

Hoy recibí un mensaje de mi médico que me hizo tejer mil fantasías hasta deshacerme en una angustia devastadora. Finalmente, mis temores eran infundados. Ahora miro en perspectiva la locura que me produjo ese mensaje y me doy cuenta de que fue desproporcionada. Cualquier otro día me hubiera preocupado, sí, pero nunca llevado hasta el límite de lo tolerable, como me sucedió hoy. Y me pregunto, ¿por qué? Porque quizá fue el gatillo de una serie de idas y venidas en mi interior que ya se venía preparando desde hacía tiempo y que necesitaba de un estímulo para dispararse. Este estímulo fue la fantasía de mi muerte. Pensar que tal vez no habría tiempo de hacer cambios me hizo considerar cuántas cosas que deseaba me habían quedado pendientes. No crean que son gestas imponentes. ¡Qué va! Se sorprenderían de las auténticas tonterías que nunca he experimentado. Espero que me comprendan y, si esto se les hace imposible, al menos, no me juzguen.

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