Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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– A mí me resulta raro.

– ¿Qué?

– Hacer cosas por el puro placer de hacerlas. Usted sabe, primero son los padres, después los maridos, los hijos; desde que tengo uso de memoria estoy cumpliendo deseos de los demás. Y cuando me doy un gusto pienso una y mil veces de qué manera puede afectar a los otros, si no sería mejor gastar el dinero en otra cosa.

– Se ha olvidado de usted, creo.

– No sé, suena algo fuerte, ¿no le parece? Pero, podría ser, quizá no en un sentido extremista. Me refiero a que tengo muchos motivos para ser, digamos, feliz. Ahora, en el sentido estrictamente personal, tiene razón, he vivido bastante mal, una vida mediocre.

Mientras hablan, la mujer va envolviendo con primor cada prenda. Primero coloca algunos pétalos aromáticos dentro, después la dobla, la envuelve en papel de seda blanco, de ahí a la caja del mismo color con el nombre de la casa impreso en relieve dorado y, como broche final, un lazo salmón que ella transforma hábilmente en una moña parecida a una mariposa.

– Como para casi todo, se requiere entrenamiento. Vea, no creo en esas decisiones abruptas; la señora que está deprimida y decide dar un vuelco a su vida, cambiar en unas horas lo que ha mal construido por años. Eso no sirve para nada. A lo sumo gastan dinero en cosas materiales que simbolizan las ganas de cambio, como esta ropa, por ejemplo; pero si la cuestión no es más profunda, si la transformación no se opera de adentro hacia afuera, le diré qué: terminan frustradas, con los cachivaches inutilizados por una nueva depresión mayor que la anterior. Eso no sirve; me he cansado de verlo. Ahora bien, cuando la ola viene formándose desde hace tiempo, cuando lo único que se necesita es un rayo que inicie la tormenta, entonces ¡cuidado con estas mujeres! Son capaces de dar vuelta el mundo con su energía. Da gusto verlas. Son ventarrones, entran, se prueban todo, llevan solamente lo que las hace felices, piensan poco en los demás y mucho en ellas.

– ¿Y eso no es ser egoísta?

– Sí, pero si se han pasado una vida dando y dando y eso no las ha hecho felices, cambiar es cuestión de inteligencia. Lo que a primera vista parece un acto de egoísmo se vuelca luego en el bienestar de los demás.

– ¿Usted es de las que piensa que si uno no está bien no sirve a los demás?

– Es muy simple, si usted vive angustiada, difícilmente pueda transmitir alegría. Si vive con miedos, ¿cómo infundirá seguridad y confianza? Si no se quiere, si no se cuida, ¿de dónde sacará fuerza, salud mental para querer a los otros? Está clarísimo.

– Como el agua.

– Esto está listo, ¿cómo lo quiere pagar?

– Con tarjeta y lo más tarde posible.

– Tres pagos, ¿está bien?

– Perfecto.

La mujer hace el trámite habitual. Elena sigue con la mirada cada detalle de sus movimientos, la elegancia natural que despliega al hablar, al tomar la lapicera, la letra estilizada, la sonrisa apenas perceptible, casi una mueca.

– ¿Sabe? Es curioso que la haya encontrado hoy que tengo un día de locos.

– Lo noté en cuanto entró. Es bastante transparente, ¿lo sabía?

– Nunca me lo habían dicho, pero me cae bien.

– Que tenga suerte. ¡Ah! Una cosa más, no espere mucho; yo que usted estreno la ropa esta misma noche.

* * *

El cielo, que por la mañana amenazaba lluvia, se ha desplegado en un azul intenso. Parece mentira, pero la caja blanca que lleva bajo el brazo le infunde confianza, como si alguien pudiera adivinar con solo verla que ahí va una parte de su nueva vida, un símbolo de que algo está cambiando o va a cambiar. Del maquillaje, casi no quedan rastros, apenas un rubor en las mejillas; el resto es un conjunto pálido de líneas atenuadas. Las fuerzas, lejos de apagarse, parecen ir creciendo mientras transcurre este extraño día, tan diferente al de ayer, la semana pasada, el mes anterior, los años que recuerda.

Ahora marcha sin rumbo, disfruta de esa rara sensación de que le sobra tiempo. Justo a ella que ha vivido corriendo y mientras corría se olvidaba de vivir. Pero hoy es un día especial. Camina un par de cuadras y se topa con la solemnidad de la iglesia que tantas veces ha visto pero que nunca antes, como hoy, le llamó la atención. Es una bonita construcción en piedra gris y ladrillo que se alza al cielo como una aguja divina, intentando imitar un estilo gótico al que no accede del todo. Al frente hay un pequeño jardín donde crecen petunias y corales. A modo de reja, han dejado crecer un cerco de hortensias. Una monja está cortando unas hojas que intentan sublevarse por los costados. Más allá hay un plato con algo que dos gatos devoran a toda prisa. Elena vuelve tras sus pasos y franquea el cerco. Se encuentra caminando sobre el pedregullo rojo que la lleva a la puerta central, abierta de par en par. La monja no levanta la vista para mirarla, pero sigue sus movimientos de reojo.

Apenas entra, la invade la frescura del lugar en penumbra, solamente iluminado por la luz que se cuela a través de los vitrales. Es una luz especial, dividida en colores y formas, que va a posarse sobre el mosaico del suelo y hace un fantástico juego de caleidoscopio. El aroma también invita al recogimiento y, sobre todo, al silencio. Eso es lo mejor, lo que más la atrae de este lugar. Se oyen sonidos de ecos lejanos, murmullos de voces antiguas, silencios dentro de otros silencios grandes, respetuosos.

Así lo siente mientras sus ojos recorren el lugar vacío, los largos bancos de madera oscura luciendo las pequeñas placas con el nombre del benefactor, el altar de mármol blanco con un micrófono en el centro y un ramito de flores frescas a la izquierda; las arañas colgando del techo prendidas apenas por unas cadenas que amenazan con no soportar el peso de tanto bronce y cairel, un cirio colocado sobre un pedestal tallado, las inevitables rajaduras en las paredes que anuncian que, después de todo, sí existe algo terrenal allí. Las hay de todas formas, cruzan el lugar como serpientes y se mezclan con las manchas de humedad que vienen bajando después de haber devorado las pinturas a su paso.

Más allá, en un rincón oscuro, rozada por un haz tenue de luz amarilla, está la pila bautismal. Elena se acerca e introduce un dedo en el hueco de mármol, pero encuentra polvo en lugar del agua bendita. "Quién sabe cuánto hace que no se usa", piensa. Cuando nacieron Ana y Luis, ni siquiera se había cuestionado el bautizarlos o no. Fue una decisión tomada a solas; Daniel jamás se interesó por esas cosas, más bien le inspiraban un cierto desprecio, como casi todo lo que amenazara con sacarlo de su pragmatismo. Para él todo era entonces, y aún es, una cuestión de palabras. Lo que no puede decirse de algún modo, no existe y ni siquiera gasta energía en discutirlo. Allá ellos los que eligen creer en lo que no pueden ver ni explicar. Por eso, cuando Elena le dijo lo del bautismo de sus hijos, levantó los hombros, puso cara de "como quieras" y se limitó a asistir a las ceremonias sin la menor emoción.

Siempre le gustó la paz de las iglesias vacías; esa media luz cómplice que invita a no tener vergüenza, como cuando le pedía a Daniel que apagara la lámpara para desnudarse. El silencio también ayuda a buscar en los recovecos más profundos donde se han guardado secretos, miedos y mentiras. Elena se sienta en uno de los largos bancos cerca de la puerta y se queda sin mover un músculo, sin abrir la boca, respirando suavemente para no alterar la quietud del lugar. No está segura de estar allí sólo para hacer tiempo o porque le agrade. Tampoco se explica por qué decidió entrar después de tantos años, qué fue lo que la atrajo. Siente que está tan a gusto que se quedaría para siempre así, petrificada sobre el banco de madera, oliendo la frescura mezclada con humedad, disfrutando de ese raro lugar en el que no penetran los ruidos de la calle.

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