Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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Nuevamente la culpa. La culpa y el miedo; faltan cuatro horas para su verdad. ¿Cómo hará el doctor para darte la noticia? ¿Cómo se hace para decirle a alguien que lleva el germen de la muerte? Pero, Elena, si todos lo llevamos, si todos sabemos que el momento llegará. Es casi la única certeza con que te recibe la vida. Entonces, Elena, ¿por qué te angustia tanto saber?

Mira alrededor y la oficina le parece una cueva. Las computadoras son luces al final de un túnel, luces muy difusas, y el sonido de la impresora se asemeja a un grito prolongado que le eriza la piel. Ya no ve hacia afuera por la única ventana, sólo hay paredes negras, muy negras, y se le están viniendo encima, y nadie se da cuenta, nadie se da cuenta, siguen en lo suyo como si nada pasara; pero las paredes se vienen encima, cada vez hay menos aire, el pecho se cierra, cuesta respirar. Por ahí se mueven sombras, se arrastran; no son sombras, son seres espeluznantes, informes, oscuros. Parece que están cómodos en ese mundo de horror, se desplazan lentos y no se han dado cuenta de que las paredes siguen cerrándose; cada vez hay menos espacio, más oscuridad. Ella no puede moverse, tampoco le salen palabras, está paralizada, con los ojos abiertos y la mirada perdida y el grito aquel que hace rato terminó; y la impresora que le hace señas que ella no ve, como tampoco ve que una de las sombras está justo detrás de su espalda.

– ¡Pero, caramba! Hoy no pegás una, Elena. Primero llegás tarde, te venís hecha una mascarita, me distraés a los compañeros y ahora, lo que faltaba, ¡en la mismísima luna! Con todo el trabajo que hay atrasado. No digo yo, que en algo raro andás. ¡No puede ser!

– Me distraje un segundo, ya sigo.

– ¿Vos crees que yo me chupo el dedo? A mí no me engatusás con ese cuentito del doctor, ¿estamos? Te pesqué en el aire en cuanto te vi llegar. Estás en la luna porque andarás en cosas raras. A mí me importan tres pitos tus asuntos, si te vas por ahí con uno o con cien, eso es cosa tuya, pero aquí, mientras estés aquí quiero que rindas. ¡Que rindas! ¿Me estás oyendo?

Elena se ha puesto de pie, con la mirada algo desencajada pero con la voz firme, mucho más firme que las piernas temblando al compás del corazón que siente latir como si fuera a saltársele por la boca. Le pone la cara bien cerca de la de él y le dice con los dientes apretados:

– Vá-ya-se-a-la-mier-da.

El hombre apenas ha podido recuperarse de la sorpresa y ella ya está cerca de la puerta. La abre y, antes de salir, estira la mano hasta el reloj, toma su tarjeta y la rompe en tantos pedazos como puede, los tira al aire por detrás del hombro y simplemente se va como había anunciado, antes de hora.

* * *

Apenas traspasa el umbral del edificio, siente como si se le hubieran recargado las energías. Ya está y no fue tan difícil. Había que ver la cara del jefe y las expresiones de sus compañeros. Si faltó que aplaudieran. Y ese detalle final, ese gesto dramático de romper la tarjeta, ¡qué maravilla! Distraída busca con la mirada, busca pero no encuentra lo que quiere. Si volviera a toparse con el taximetrista le aceptaría un café, es más, ella misma lo invitaría. Un café, nada más que eso y solamente porque la desborda una extraña alegría. ¿Y luego? Nada. No pasaría de una charla para poder contarle a alguien lo que acaba de hacer. ¡Ella! ¡Elena! Qué a gusto se siente, qué liberada. No tiene idea de lo que hará en el futuro, pero no quiere pensar en eso. Ahora es momento de disfrutar este desquite que se permitió. Pero ¿por qué no lo hizo antes? No fue tan terrible, después de todo. Imagina el alboroto que habrá en la oficina; el jefe informando del desacato a "los de arriba", dorando la cuestión para no salir mal parado, por supuesto, hablando pestes de ella, de cómo hacía tiempo que tenía ganas de sacársela de encima. Mientras tanto, los compañeros festejarán que alguien, por fin, haya puesto las cosas en su lugar y le haya cantado a la alimaña las cuatro frescas que todos tienen pendientes. Está tan excitada que le parece que la gente puede leerle el pensamiento.

¿Cómo lo tomará Daniel? Probablemente no le dé importancia, después de todo para él eso nunca fue un trabajo, más bien un pasatiempo para que Elena, no estuviera tanto en casa y no se pusiera quisquillosa con la limpieza, los chicos. En cuanto a ellos, ni siquiera está segura de que estén al tanto de que tiene, tenía, trabajo. Jamás le han hecho preguntas, ni la han ido a visitar, ni se han interesado en lo más mínimo. No notarán la diferencia. ¿Su madre? Puede imaginarla sin mover un músculo, sin el menor gesto, nada, decirle algo así como "es cuestión tuya" o "tú sabrás". Cualquier cosa por el estilo, menos un abrazo comprensivo, eso es seguro. Tampoco querrá saber los detalles, ni reirá con ella por su locura, ni mucho menos le dirá que ha hecho justicia. No, no puede esperar aplausos de nadie. ¡Pero, claro! ¡René! ¿Cómo pudo olvidarlo? René sí va a disfrutar cuando le cuente, con la rabia que le tiene al gordo.

"Estoy bien", piensa. "Tendría que retocar un poco el maquillaje, pero estoy bien. Estás linda, Elena. A ver cuántos piropos cosechas en un par de cuadras." Se lanza a su pasarela imaginaria, sintiéndose de verdad más linda y ni siquiera se amarga cuando camina dos cuadras sin que nadie le diga ni buenos días, ni voltee para mirarla. "Es igual, Elena, no te habrán visto o serán maricas."

Entra en un pequeño café frente a una plaza en cuyo centro una fuente antigua escupe chorritos de agua desiguales. Elige una mesa junto a la ventana, justo como su madre le advirtió desde niña que nunca hiciera, porque "solamente una mujer que busca guerra se coloca sola en exposición". El lugar es pequeño pero acogedor; han empleado mucha madera para su decoración. Madera en el mostrador, madera en el piso, madera en el techo, tanta madera que tiene la calidez de un hogar. Ahí ha metido mano un decorador, no hay duda. Hay incluso un cierto toque de audacia que sólo alguien que sabe, un profesional, pudo haber ideado con tal éxito. Jamás se le hubiese ocurrido combinar el tapizado rojo de las sillas con el violeta estridente de las cortinas y, sin embargo, queda muy bien. Y las servilletas dobladas en abanico sobre los platos de postre son un encanto. ¿Cómo harán para dejarlas así? A ver, si se desdobla y se siguen los pliegues, no, no, así no es, aquí hay también un truco de plancha, de otro modo no se explica que queden así tan paraditas.

– Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?

Ni siquiera había pensado en comer. Entró allí como pudo haber elegido un banco de la plaza. La muchacha le alcanza una lista.

– Tómese su tiempo, no hay apuro.

Claro que no lo hay, apenas son las tres y veinte. Quizá pueda volver a su casa. No. ¿Para qué? Daniel avisó que volvería tarde y los chicos quién sabe dónde andarán. Si vuelve se pondrá a limpiar y caerá en la depresión de esta mañana. ¡Ni loca! ¿Cómo estará Daniel con sus ejecutivos? ¿Y si lo llama a la agencia? No, tal vez esté en lo mejor de la reunión, a punto de dar una estocada triunfal, y ella interrumpiendo; no, jamás se lo perdonaría. Pero ¿y si no es así? ¿Y si está esperando que ella lo llame para preguntar cómo ha ido todo, para desearle buena suerte? ¡Un momento Elena! ¿Qué te pasa? ¿Tus deseos no cuentan? ¿Qué te hace feliz en este momento?

– Torta de chocolate y café con crema, por favor.

Disfruta de la torta y del café como una niña que hubiese estado ahorrando por años para darse este gusto. Mientras tanto, la vida transcurre afuera con normalidad. Cada persona vive su día especial, con sus conflictos particulares, sus penas y alegrías; pero en el conjunto, en la masa que cruza calles y se mueve, el día parece desarrollarse casi como un calco del anterior. La moza se acerca a la mesa y pregunta con cortesía:

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