Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó: краткое содержание, описание и аннотация

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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Todo parece nuevo, hoy. Todo es nuevo porque nuevos son los ojos que ven y mientras ven van creando, dan sentido y nombre a las cosas. Los árboles le parecen particularmente hermosos, siente pena de verlos tan quietos.

Tal vez haya sido un árbol hasta ahora, con raíces fuertes que ella se preocupó en hacer crecer para sentirse segura, hasta que tanta estabilidad comenzó a desesperarla. Ya no quiere ser árbol, ya fue árbol por demasiado tiempo, y en sus ramas cobijó lo suficiente. Ahora quiere otra cosa.

Se detiene frente a un quiosco. Los titulares de los diarios no alientan. Desde la tapa de una revista del corazón, una mujer bellísima le capta la atención. Es una morocha despampanante que está exhibiendo su nuevo busto de siliconas, mientras los títulos prometen detalles secretísimos de la operación. René viene a su mente. Es otro que no se cree nada de esas revistas que compra con puntualidad. "Es pura producción. Si no inventan no venden, y como a la gente le gusta el escándalo y las porquerías, no hay más remedio que darles eso. ¿O te parece que estas revistas se venderían tanto si contaran exclusivamente que éste no trabaja por motivos de salud o aquélla abandonó la novela por cuestiones personales? ¡No! La gracia está en ventilar que los motivos de salud están relacionados con un posible diagnóstico de un virus sospechoso y la especulación acerca de la siempre rumoreada pero nunca declarada homosexualidad del galán, con lo que más de una tarada se caerá de culo y jurará que no volverá a creer en un hombre, incluido su padre. O que las cuestiones personales de la pechugona son ataques de celos cada vez que la actriz de reparto dice una palabra más que ella, que es una diva, mientras la otra es una segundona de cuna, que además se acostó con el productor para que le diera el papel, productor que, a su vez, está casado y tiene trillizos, lo que desencadenará un resonante divorcio por infidelidad y el posterior refugio de la mujer engañada en los brazos de algún actor de moda que, en su momento, supo calentarle el colchón a la pechugona, con lo que todo quedará en familia, y el lector encantado de haberse tragado esas mentiras." Elena recuerda y sonríe.

Toma la revista del exhibidor, le junta los bordes y forma un rollo con el que golpea la mano izquierda a la espera de que la atiendan. El hombre lleva auriculares y está en lo mejor de unas palabras cruzadas; ni cuenta se ha dado de que tiene una clienta esperando. Tendrá unos treinta años y debe de hacer dos o tres días que no se afeita. Esta barba incipiente que antes le desagradaba tanto, ahora le parece sensual. Elena se inclina y mueve con su índice el diario que el hombre sostiene; él se sobresalta y le dedica una mirada hostil. Ella estira un billete, el hombre le alcanza el vuelto y se hunde en su mundo de letras. Elena se queda unos segundos mirándolo, pero como él no levanta la vista, pone la revista bajo el brazo y sigue su camino pensando en lo extraño de este breve encuentro. "Ni una palabra", piensa.

* * *

Ahora sí, el día empieza a oler a tardecita. Como en una foto, el aire adquiere una inconfundible dominante anaranjada; lo que era rojo, se vuelve marrón, lo amarillo, ocre, lo azul parece negro. Comienzan a encenderse las luces de las marquesinas y los focos altos en las calles. Torpemente intentan suplantar el sol escondido detrás de los edificios. La ciudad se cierra como una flor de hibisco; lo único que acelera su marcha es el andar de los que salen de trabajar y están volviendo.

Ya casi no tiene rastros del maquillaje con que René le dibujó luz en el rostro sombrío de la mañana; tampoco se huele el perfume. De la transformación exterior queda el cabello teñido que ahora apaga los brillos rojizos ante el avance de la oscuridad. Sin embargo, ahí no va la Elena que hoy apenas pudo salirse de la cama; es una mujer en cambio, otra mujer. Lo distinto es perceptible nada más que para ella porque puede sentirlo en su interior como un aire fresco. Ni siquiera sabe qué es, ni cómo ha sucedido, ni cuánto durará. Solamente siente.

Hoy ha sido un día diferente, de eso no hay dudas; lo que la inquieta es saber qué hará de aquí en adelante, cuál será su gran decisión, hasta dónde le dará el valor para aprovechar esta energía desconocida que la invade y la está impulsando a moverse, a estirar el alma en busca de un algo nuevo que ella no sabe qué es, pero puede percibir.

1533, 1535, 1537… Se ha pasado una cuadra de largo. "No importa", piensa, "por algo será". Pega la vuelta e inicia la marcha desde donde vino. Se detiene frente a un palo borracho en flor, el único a la vista, que le agita las ramas sobre la cabeza y la baña de una lluvia fucsia que va quedando a sus pies, sobre la ropa, enredada en el pelo. Elena queda extasiada, cierra los ojos para sentir el roce de las flores contra la piel; se da tiempo para gozar. Permanece inmóvil, olfatea el aire, admira el maravilloso color contrastado con las ramas oscuras y las hojas verdes. Vuelve a sonreír. Se queda un buen rato con la cara apuntando al cielo.

* * *

La clínica está instalada en una vieja casa que han reformado quitando paredes, ampliando ventanas y agregando baños. No han podido, sin embargo, destruir su espíritu. Las energías arrancadas por gozos y tristezas van a parar a las maderas o a los ladrillos y ahí quedan, superponiéndose nuevas a viejas hasta adquirir algo muy parecido a la vida. Las casas transpiran vivencias de hechos pasados y producen una extraña sensación de incomodidad o de aceptación apasionada apenas uno traspasa el umbral.

Elena entra en una amplia sala con pisos de mármol y lambriz antiguo en las paredes. Colgando del techo hay una pesada araña de caireles finos que se desprenden de un vástago de hierro como larvas de cristal. Detrás de un gran escritorio, en una esquina, hay una mujer vestida con un guardapolvo celeste al que ha adornado con un diminuto ramo de flores en la solapa. Parece que estuviera decidiendo los destinos de la humanidad a juzgar por la solemnidad con que atiende el teléfono, escribe en su cuaderno y, cada tanto, levanta la cabeza y pasa revista a las demás mujeres que están en la sala. Elena se le acerca despacio y apoya su cartera sobre la punta del escritorio.

– Buenas tardes.

– Buenas… Ah, ¿cómo le va? Déjeme ver, tenía hora a las siete.

– Sí, llegué antes.

– Va a tener que esperar un poquito, el doctor se atrasó con un visitador, pero, a ver, a ver… no hay problema, la atenderá en hora.

– Gracias.

– Tome asiento.

Si esto hubiese ocurrido a la mañana, Elena se habría abalanzado sobre la mujer y la habría acribillado a preguntas, pero ahora está tranquila, es más, le está gustando esto de saborear el tiempo, sentir cómo va pasando por la piel y no poder detenerlo y, sin embargo, disfrutar cada instante.

Se acomoda en una de las sillas contra la pared a un lado del escritorio. En la sala hay otras mujeres esperando. La más joven no tendrá más de veinticinco años. Está sentada con las piernas cruzadas y, cada tanto, levanta los ojos del libro que lee, mira alrededor, luego el reloj y se sumerge nuevamente en la lectura. Parece nerviosa. En su cara ovalada hay un ceño fruncido, una mueca de enojo o preocupación esculpida entre ceja y ceja. Elena le copia la expresión y piensa que a esta mujer debe de dolerle todo el tiempo la cabeza. Entonces se pregunta cuál será su propia expresión, qué gesto tendrá incorporado a su rostro.

La mujer joven vuelve a mirar el reloj y se impacienta; cierra el libro pero deja un dedo adentro, en seguida lo abre y sigue leyendo. A su lado, hay un sobre amarillo con letras impresas en color negro. Por el extremo mal doblado, asoma una punta azulada. Elena adivina que es una radiografía. Ella no lleva sobre; el suyo lo ha conservado el médico y es el origen de su ansiedad. En esa foto mezquina que ella miró hasta el agotamiento, de arriba abajo, de izquierda a derecha, torcida, de un lado y otro y que, sin embargo, le escondió verdades, en esa maldita foto está la respuesta de su destino. ¿Con qué derecho se enteran antes los otros?

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