Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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René la observa mientras hace su corte maestro en la nuca de una jovencita que no para de hablarle.

– Por aquí, reina, ya estoy contigo -dice mientras despacha con una sonrisa de lo más falsa a la de la nuca pelada. Da tres o cuatro indicaciones a sus ayudantes y se lleva a Elena al saloncito privado invadido por un reconfortante olor a café.

– No sé qué brujería me hiciste, condenado, pero ya me siento mejor.

– Ya me parecía que venía torcida la mano. Si te conoceré. Vamos a ver. Tomate este cafecito que me trajo un amigo colombiano, es de lo mejor.

– ¿El colombiano?

– No seas payasa, ¿eh? Sí, también está bueno, es un encanto, un tipo de lo más sensible. Tiene una galería de arte en Cali, pero planea instalarse aquí. En fin, por ahora, solamente la pasamos bien. Bueno, a ver, que me sonsacaste demasiado y de lo tuyo ni muestra.

Elena se acerca el pocillo a los labios pero está demasiado caliente. Lo vuelve a dejar sobre el plato. René le toma las manos entre las suyas.

– Es la historia de siempre, René, nada nuevo. Debo de estar menopáusica.

René suelta una carcajada y en seguida se pone serio.

– ¿Menopáusica? No lo creo; lo tuyo viene por la edad, pero es justamente al revés. ¿Te das cuenta? Está claro que llegaste a una etapa de la vida en la que hay que detenerse y ver hacia dónde vas, pero eso no es porque estés vieja, ni mucho menos, más bien porque es el momento ideal para hacer cosas…

– René, yo ya no sé qué cosas quiero, solamente quiero ser feliz.

– De eso se trata, mi amor, la felicidad no es una abstracción, la felicidad es una sensación de plenitud a la que se llega cuando están equilibrados los deseos, las necesidades, los afectos. Pero el problema con esta señora es que no es permanente, viene de a momentos y se va dejando sabor a poco. Entonces hay que salir a buscarla, y así una y otra vez. El secreto está en disfrutarla al máximo cuando se presenta.

– Dicho así, suena a libro de autoayuda, pero en la vida, René, en la vida, ¿cómo se hace para lograr ese equilibrio? Y todo eso siempre y cuando la salud esté en orden, porque muerta me río de la felicidad, el equilibrio y todo lo demás.

– ¿Y por qué no habrías de estar sana? Te ves preciosa, un poco triste, pero déjame hacer y ya vas a ver, el zapallo que tenés por marido se te tira encima en cuanto te vea, y si no, lo engañás con el primero que pase, que se lo tendría bien merecido.

– No seas malo.

– ¿Malo? Es un desgraciado; no ve el pedazo de mujer que tiene al lado.

– Pero estás siendo injusto y es por los cuentos que te traigo, pobre Daniel.

René simula estar sofocado y se abanica con la mano.

– ¡Pobre! ¡Pobre! Un hombre que sigue mirando el partido de fútbol mientras su mujer se sienta desnuda encima del televisor, ¡y todavía le pide que corra las piernas! ¿O ya te olvidaste de eso? Y tengo más, ¿sigo?

Elena le hace un gesto con la cabeza, baja la mirada y finalmente suelta lo que ha venido a decir:

– Hoy tuve una llamada rara.

– A ver, por aquí viene la catarata, escucho.

– Bueno, la verdad es que no me dijeron nada malo… llamaron de la clínica, mi ginecólogo quiere verme. Tal vez sea mi imaginación, pero me dio miedo.

– ¿Miedo?

– De morir. Te resultará ridículo, ya sé, yo misma me avergüenzo, pero no he podido dejar de pensar en esto. ¿Sabes qué me da pánico? No te rías, ¿eh? No haber hecho más locuras, tomar sol desnuda, pescarme una borrachera, dormir veinticuatro horas, bailar salsa, bañarme con agua de lluvia, recibir una declaración de amor clandestina…

– Este mundo no es para románticos, reina.

– Pero no lo puedo evitar. Además, René, no tengo que decirte que todas esas locuras son parte de una fantasía; quizá las haría una vez, pero no podría vivir todo el tiempo así. Lo que realmente quiero es sentirme bien en la familia que tengo, con mis hijos, mi esposo, eso es todo. Y no puedo, en casa soy invisible. La llamada me hizo pensar mucho, pero no creas que esto es de hace un rato. Viene de años.

– ¿Y tú?

– Yo, ¿qué?

– ¿Qué hiciste para arreglarlo?

– Yo hice lo que pude.

– Está bien, reina, hay que mirar hacia adelante.

– Eso trato, pero no sé qué camino tomar. He pensado mucho en que si muriera…

– No digas pavadas.

– No son pavadas, René, estoy angustiada.

– Lo que te pasa es bastante común y nos pasa a todos. No es más que una crisis.

– No, René, esto es diferente. Ya he tenido las crisis más raras y sé de sobra cómo se siente. Esto es más fuerte, es… es algo así como un deseo de… ¡volver a nacer! ¡Ahí está! Así es como me siento.

– Eso es buenísimo, pero después de todo, a mí me sigue pareciendo una crisis, una crisis fenomenal, es cierto, pero crisis al fin. ¿Sabes qué pasa con ellas? No hay vuelta, o te destrozan o salís renovado. La tuya parece ser de las buenas.

– ¿Sí?

– No hay duda, amor mío.

Elena lo besa en la mejilla y le aprieta las manos.

– ¿De dónde te viene esa paciencia?

– De sufrir, claro. ¿Sabes cuántas humillaciones he tenido que soportar? ¿Cuántas formas despectivas hay de llamar a la gente como yo?

– No quería ponerte triste.

– No lo hiciste, pero quiero que sepas que no siempre he sido así. Mi vida no fue fácil. Desde que supe que no quería ser varón, me refiero a un varón convencional, desde entonces mi vida fue una sucesión de justificaciones y mentiras. Me tomó años, toda mi adolescencia y mi juventud, aceptarme diferente y, lo más difícil, respetarme. Fue cuando descubrí que podía ser amado y dar amor y que el amor siempre es bueno, por lo tanto, yo no estaba haciendo nada malo. Ese fue el punto final a tanta humillación. Desde entonces no doy explicaciones. Soy homosexual, ¿y qué? A quién le importa, si yo no molesto a nadie. Por otra parte, te escandalizaría saber la cantidad de tapados que andan por este mundo haciéndose los machos y en cuanto ven la posibilidad de tirarse un lance, se mandan en picada. Esos son los peores, porque usan a su mujer y a sus hijos como pantalla y se burlan de los que, como yo, no se esconden. Cuando veas a un hombre hacer chistes sobre la homosexualidad, burlarse todo el tiempo, abrí bien los ojos, querida, porque en la mayoría de los casos tiene la muñeca tan quebrada, para usar su terminología hipócrita, como la de aquellos de quienes se ríe.

Elena esboza una sonrisa pícara. René le alcanza un cigarrillo y lo enciende con el suyo.

– ¿Te causa gracia? Prestá atención y vas a ver. Tienen tanto miedo de que se les note que exageran en su desprecio. Pero no me gusta quejarme; también he descubierto los verdaderos afectos, como el tuyo, por ejemplo, porque nunca preguntaste ni te importa con quién me acuesto. ¿Cómo no voy a adornarte, Elena?

Ella se inclina hacia él y le acaricia la cabeza como a un niño.

– Mi amoroso, ¿por qué siempre pienso en mí? Tantas veces habrás estado angustiado y yo con mis serenatas. Ni para amiga he servido.

– ¿Qué decís? Con verte me basta para sentirme mejor. Además, siempre me das la posibilidad de ser útil, ¿cuánto vale eso?

René está visiblemente emocionado y le tiemblan los labios. Por fin, suspira y encuentra el aire que le estaba faltando para poder hablar con serenidad.

– No te preocupes, esto me hace bien. Yo tampoco tengo ocasión de hablar de estas cosas. Las tengo archivadas, un poco para no pensar, ¿ves? Pero es bueno que salgan, es bueno ventilar los sentimientos, recordar; después de todo, somos nuestro pasado, ¿no te parece?

– Puede ser. Pero, entonces, yo me pregunto, ¿somos esclavos de ese pasado? Decime, René, ¿no es algo cómodo resignarse? Yo quiero romper con eso, no tengo la menor idea de cómo hacerlo, pero ahora me doy cuenta del tiempo que he perdido llorando, sin pedir ayuda, sin decir que así no me gustaba cómo iban las cosas. Y no tengo pasta de víctima. ¡Al diablo con el sufrimiento! ¡Quiero vivir, René! ¡Necesito vivir!

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