Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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La mujer duró lo que dura la saciedad de un atracón después del hambre, pero bastó para perderlo. Andaba sin un peso en el bolsillo, manteniendo dos casas con un único sueldo, pidiendo fiado y caminando kilómetros por no poder pagar el boleto del ómnibus. Hasta en la confitería Elena le pagaba el café y lo miraba devorar las medialunas con más hambre que deseo. "¡Pobre papá! ¡Qué humillación!" La actividad sindical terminó con su trabajo y pronto se vio en la calle. Dormía en la sede del sindicato y comía lo que le daban y, mientras tanto, seguía embanderándose con consignas que no le eran del todo propias, reivindicando derechos ajenos. Siempre iba primero al frente, a ponerle el pecho a las discusiones y hasta a los golpes. Lo último que supo Elena fue que se lo llevaron una noche. Entraron por la fuerza y se lo llevaron junto con dos compañeros y un linyera que dormía con ellos. Al menos, eso le dijeron los del bar de la esquina, aunque en ninguna comisaría ni cuartel pudo encontrarlo ni tampoco los rastros de que hubiera pasado por allí. "¡Mentira!", sentenció su madre, "es todo una mentira para irse con ésa y no tener que pasarnos más plata. ¿Te das cuenta hasta qué punto es un sinvergüenza? Ya vas a ver cómo aparece en cualquier momento, en cuanto se le pase la calentura. ¡Ah! Pero acá no pisa más, ni loca, para mí está muerto, muerto, muerto". Golpeaba la pared con el puño cerrado mientras a Elena la palabra "muerto" le retumbaba en el pensamiento. "Todavía llorás, nos abandonó por esa loca y todavía lo extrañas. ¿Y yo? ¿Qué hay de mí que me quedé? No llores, desagradecida, no llorés, ya vas a ver que en unos días aparece." Pero nunca volvió; hace veintiséis años y nunca volvió.

Viejo querido:

No sé, verdaderamente no sé por qué. te estoy escribiendo. Quizá sea porque aún alimento la fantasía de que vuelvas, como dijo mamá, de que todo haya sido una mentira. Ojalá fuera así, papá, porque entonces podría abrazarte como cuando era niña y corría a ti para buscar consuelo. Sentí que perdía algo íntimo cuando desapareciste, como si se me hubiese caído una pierna o un brazo. Lo que no he perdido es la memoria.

Todavía guardo la cola de la cometa que hicimos juntos y que nunca pudimos remontar. Allá en el parque, los dos solos, desafiando al viento, haciendo piruetas de lo más ridículas, fracasando una y mil veces y luego tumbándonos en el pasto para reírnos de nuestra aventura y disfrutar panza al cielo como si hubiésemos triunfado en nuestro intento por remontar la cometa, de la que sólo quedó la cola. Qué bien me sentía a tu lado, tan protegida que el mundo me parecía un lugar seguro, bueno para quedarse allí. Claro, el mundo eran tus brazos y el espacio que dejabas junto a tu pecho para que yo me metiera hecha un ovillo. Cuánto necesitaría ese ínfimo lugar para refugiarme ahora, papá, pero sufro porque nunca más podremos estar así. Para eso servirá el dolor, supongo, para alimentar la memoria.

Lo mejor de ti, lo mejor de nosotros, está en mis primeros años. Vivías para colmarme de amor, tanto, tanto, que olvidabas la educación, los modales, eso se lo dejabas a mamá. A veces, siento que soy injusta con ella y es porque entre ambas hay una brecha invisible forjada con los años y esa tarea agria de fijar los límites. Hoy, yo también siento que he perdido a mis hijos, y en parte es porque he estado demasiado junto a ellos marcándoles pautas, quitándoles piedras del camino, acompañando, acompañando, acompañando. En fin, que de todo esto no he recibido mucho más que indiferencia y casi te diría que una intención de ponerme lo más lejos posible de sus vidas. Si vieras qué linda está Ana; es toda una mujer. Tiene un aire tuyo en la mirada, pero sale más al padre en la forma de ser. Luis, en cambio, es puro sentimiento, un poco atolondrado, pero se conmueve más; mujeres, música, fútbol, todo lo despega de la tierra. Cuando pienso en mi vejez, lo veo a él, y no a Ana, ocupándose de mí.

Daniel es un tema aparte, pero necesito hablarte de él. Si tuviera la certeza de que algún día fueras a leer esta carta, no te contaría esto, sobre todo porque aún recuerdo tus arranques de celos y cómo me decías que pobre del que quisiera acercarse a mí. ¡Qué pena que no estuviste para espantar con tu escopeta imaginaria a aquella bestia de Juan! ¡Cómo te hubiese destrozado verme en circunstancias tan lamentables! Pensándolo bien, tal vez Juan nunca hubiera existido de haber estado tú. No importa, viejo. Yo nunca te juzgué, no lo hice entonces, y mucho menos ahora. En cualquier caso, lo que intentaste fue ser feliz; no puedo reprocharte por eso.

Vuelvo a Daniel. Creo que llegaría a caerte bien si lo trataras un tiempo, sobre todo porque al principio me amó de veras, como nadie, papá, y eso te hubiera dado tranquilidad. Verás, en este momento parece hastiado de mí. Está tan metido en el trabajo, y no lo culpo; hasta ahí lo llevé yo con tanta seguridad. Me equivoqué; quise suplir el amor con una eficiencia ejemplar, y él no quería una secretaria, quería una esposa.

En fin, papá, que hasta he llegado a pensar que hay otra mujer y ¿querés que te diga lo peor?, no me han dado esos celos impulsivos de tirar cosas por la cabeza y matar a alguien. No, más bien he sentido un tenue alivio, como si por fin me dieran la excusa perfecta para terminar con una relación que no me hace feliz.

No creas que te juzgo por haberte ido detrás de ella. Casi puedo ver a mamá con sus complejos y su obsesión a cuestas, enturbiándote la vida con ese pesimismo que la está dejando tan sola. No la culpo, tampoco. No tuvo gracia ni inteligencia para retenerte. Cuando en otra casa te fabricaron el reino mágico donde eras rey y señor, el mejor del mundo, donde todo el tiempo era para ti, y ella no te esperaba con recibos sin pagar sino recién bañada, con su pintura de guerra y la cama abierta, entonces te fuiste. Cuando quisiste acordar, ya estabas demasiado involucrado en aquella cruzada sindical que terminó por absorber tu resto de energía. Cuánta confusión, ¿no es cierto? ¿A quién contabas tus problemas?

No podría determinar cuándo fue exactamente que comenzó, pero sí recuerdo que llegabas tarde a casa, faltabas a la cena y a veces a dormir, recibías llamadas extrañísimas y hasta alguna amenaza que a mamá casi la lleva al borde de la histeria. Todo eso alteró nuestra vida.

Fue por esos tiempos que descubrí el miedo. No era el de mis noches pobladas de brujas y monstruos que tú calmabas pasándote a mi cama y acariciándome el pelo hasta quedarte dormido y yo, tan segura de que todo estaba bien, dormía serena, flotando en tus brazos. No era ese miedo, no. Era el pánico de no volver a verte, de que sonara el teléfono para avisar "algo malo ", que era el eufemismo que utilizaba para preguntarle a mamá por ti y evitar esa palabra terrible que andaba sobrevolándome como un presagio siniestro.

Y una cosa fue trayendo la otra, y tus ausencias y tu devoción por una causa justa pero no del todo tuya te fueron alejando de las responsabilidades del trabajo y la familia. Mamá también se fue quedando demasiado sola y empezó a reprocharte lo que para ella era un abandono prematuro, anticipo del que vino después y que, seguramente, ella presintió. Te llamaba "ese egoísta", aunque jamás escuché que hablara mal de ti fuera de las paredes de la casa. Pero adentro la situación era muy diferente. Durante el día, y a veces en las noches de largas ausencias, se preguntaba por qué estabas haciendo eso, cuál era la necesidad de perderlo todo, si acaso no pensabas en nosotras. Cuando llegabas, toda esa ira acumulada durante horas de espera explotaba en un volcán de gritos, mientras tu silencio culpable la enfurecía aun más y a mí me hacía sentir pena por los dos.

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