Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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Todo lo hacía con una dedicación tan grande que al cabo del segundo semestre la convocaron para hacer una pasantía en una agencia de publicidad. El primer día se presentó media hora antes de lo previsto. Estaba radiante: el cabello suelto, un trajecito rosa pálido, los tacos altos que le estilizaban las piernas y un perfume fresco que su madre le dejó sobre la mesa de luz como único deseo de buena suerte. Eran las ocho y la oficina parecía desierta. Se sentó en la sala de espera, cruzó las piernas hacia un lado y hacia el otro, se paró y se volvió a sentar con la sensación de que podía escuchar el vertiginoso latir de su corazón.

Daniel la miraba divertido desde uno de los despachos. Era un tipo atractivo. El sabía de su encanto y lo manejaba con la habilidad de un felino en plena cacería. Las seducía con miradas atrevidas y cuando las tenía justo donde quería, rendidas y entregadas, las dejaba deseando que les diera el zarpazo final. Así estaba seguro de que siempre las tendría a sus pies, porque nada excita más que el misterio de lo desconocido. Pero esta jovencita disfrazada de mujer era distinta, tal vez porque, sin saberlo, Elena había hecho la primera jugada en el complejo ajedrez de la seducción. Se le acercó sin hacer ruido y se colocó justo detrás de ella. Se inclinó hasta su oído y le susurró un "bienvenida" que le pasó como una corriente eléctrica desde el cuello hasta la punta de los pies.

* * *

Elena recuerda aquella primera sensación y entorna levemente los ojos con una sonrisa. Así fue su primer contacto con el placer sensual que, tiempo después, Daniel la ayudó a transitar. La evocación de la entrada de Daniel en su vida, repleto de ternura, devoto de ella, la devuelve a la realidad de su presente, hundida entre los sillones grandes de la sala vacía, huérfana de afectos, caída en un pozo que ya conoce y del que sabe debe salir rápidamente, en un instante nada más, con la urgencia impuesta por un mínimo rasgo de raciocinio que le indica que es peligroso quedarse.

Ya ha estado otras veces en el mismo pozo. Hacia donde mire, ve negro; hacia donde quiera ir, no hay salida. Cuando cae allí, Elena se siente cansada y piensa mucho en morir. No es un pensamiento triste, sino sereno, un paso hacia el descanso, la paz; y sin embargo, no se decide, no puede. Al pensar en la muerte, se le disparan las ideas hacia un romanticismo de heroína épica, pero cuando valora los medios y se enfrenta a la cosa fría de tener que elegir un instrumento letal, entonces aterriza en la realidad de lo espantoso que es terminar con la vida y decide que mejor no, y, como por arte de magia, o de instinto, comienza a salir del pozo y ya se siente mejor y se avergüenza de haber estado considerando tales disparates.

Lo cierto es que Elena debe poner en funcionamiento lo más refinado de su intelecto. Sabe de sobra que no puede contar con la emoción y mucho menos con el espíritu que ahora siente como un globo pinchado. Enciende un incienso, mira la llama bailar en la punta del palito y sopla para que quede la brasa ardiendo y el olor penetrante del sándalo se le meta por la nariz. Se descubre en el espejo hexagonal y se pregunta por qué no se quiere un poco más y es ahí cuando se le prende una luz inteligente, la que ilumina su lado práctico. Se pone el trajecito azul, toma la cartera y sale disparada hacia la peluquería.

* * *

René nació en pleno campo, en un rancho sin agua ni luz. Asomó su cabeza rebelde un 10 de diciembre al amanecer, durante una tormenta feroz. Como lo mandaba la costumbre devota de la gente de campaña, fue anotado en el registro según el santoral que, para desgracia inicial de su convulsionada existencia, indicaba Santa Eulalia de Mérida. El encargado del registro apenas volvía de una borrachera fenomenal y estampó, con el consentimiento analfabeto del padre, el nombre Eulalio de Mierda. René era el quinto hijo de una familia pobre y, como era evidente que una boca más significaría menos comida para los otros, los padres decidieron que, una vez que la leche materna no fuera suficiente, se desprenderían de él. Lo regalaron a una criada de estancia que lo quiso como a un hijo. A los tres años, el patrón se trasladó a la ciudad y allá marcharon Eulalio y su madre postiza a quien, por entonces, ya llamaba "mamá" y a la que adoró a pesar de saber la verdad acerca de su origen.

Eulalio creció en una casa donde el dinero sobraba y se sabía disfrutar. El patrón, don Renato, un homosexual riquísimo, tenía un gusto refinado y Eulalio aprendió a saborear lo bueno, pasando sus días entre los libros de la escuela y las telas de los cortinados, donde se escondía para sentir el roce suave sobre la piel, los dátiles de Turquía y las almendras tostadas que el señor siempre le reservaba, como al descuido.

Don Renato había consagrado su vida a cultivar la exquisitez y no se había dado tiempo para pensar en asuntos tan vulgares como el destino de su dinero cuando le llegara la hora de la muerte. Cuando esto aconteció, allá por los diecisiete años de Eulalio, surgió de la nada una nube de sobrinos carroñeros que llegaron todos juntos, se pelearon por días, descuartizaron la casa sin la menor piedad y, en vista de que no podían venderlos, pusieron a Eulalio y a su madre de patitas en la calle sin más resguardo que una maleta con ropa y el dinero de la quincena. Esa noche, mientras gastaban sus pocos pesos en un cuartucho de alquiler, Eulalio pensó en su futuro, midió la ordinariez espiritual de aquellos desgraciados y la comparó con las deliciosas maneras de su protector. Por eso, cuando supo del error de la partida de nacimiento, no se inmutó. Como si lo hubiera resuelto hacía tiempo y sólo estuviera esperando una buena excusa para hacerlo, decidió llamarse René.

* * *

Apenas llega, una mujer joven corre diligente y ayuda a Elena a colgar la cartera en un perchero de bronce. René está atendiendo a una de sus favoritas, una presentadora de televisión que suele ir a su local antes de cada programa. Elena ha visto otras veces cómo es el procedimiento y sonríe mientras deposita en la mejilla perfectamente afeitada de su amigo un beso que vale por mil palabras. Él se inclina y le guiña un ojo cómplice. El asunto es así: dos horas antes de cada presentación, la mujer irrumpe en el salón como un tornado de carnes flojas y pocos pelos, jamás saluda y se acomoda en un sillón frente al gran espejo. Al instante, tiene alrededor un enjambre de peinadores, maquilladoras y manicuras bailando al son de la música que René marca como un director de orquesta, parado en medio de aquella fanfarria, agitando los brazos y dando órdenes. Sólo se digna a tocarla para ponerle el punto final, un broche de oro mágico que no es más que otra de sus actuaciones, pero que lo coloca por encima del bien y del mal; y las clientas salen embobadas con la atención de René, aunque únicamente les haya arreglado un rulo con la cola del peine.

En el caso de esta mujer, ese toque consiste en acomodarle una peluca castaña que tapa el infeliz cráneo semipelado y tiene la virtud de rejuvenecer diez años. Con esta triquiñuela y otras astucias del maquillaje, el mamarracho queda convertido en un ser más o menos vendible, y sale con la misma prisa con que había llegado, sin decir gracias y sin dejar ni una moneda de propina. René suspira y dice a sus muchachos mientras palmea las manos con un aleteo de mariposa, "Ahh, menos mal que el canal paga".

Elena ha quedado en uno de los confortables sillones de la salita de espera, hojeando una revista del corazón, de ésas que rara vez compra pero que la divierten como nada. Ni los caprichos de la última amante del ejecutivo, ni los cambios de pareja, ni la cirugía estética de la actriz tal, nada le llama hoy la atención. Va pasando las páginas satinadas con la misma abulia con que, cada tanto, pierde su mirada en el empapelado de rosas amarillas.

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