Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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Cuando le dieron el alta, se vio en la calle con lo puesto y una sensación de pájaro con alas quebradas, pero Corina, que tenía esa virtud solidaria de las mujeres sufridas, la invitó a su cuarto de pensión, lujo que, según le explicó, se había ganado en buena ley con el sudor de su cuerpo. Nunca mejor dicho. Había dejado de trabajar para aquel hombre y justo cuando estaba logrando juntar una clientela que le daba para vivir, se le había despertado aquel bicho infernal que le devoraba el cuerpo y que la obligó a abandonar sus artes amatorias por la tediosa tarea de cuidar enfermos.

Al otro día de llegar, Elena ya estaba limpiando los pisos de la pensión para arrimar algo a la magra olla de su protectora, y porque necesitaba como nunca el dinero para costear el aborto. Se levantaba al alba y empezaba por el cuarto hasta dejarlo tan reluciente que Corina se sintió contenta de haber tenido la idea de traérsela consigo. Después venían las escaleras y los corredores largos, iluminados por la luz del sol que se colaba a través de las claraboyas delatando el polvo del aire. Limpiaba ventanas, fregaba ollas, barría y hacía todo el trabajo sucio que la dueña, una vieja en silla de ruedas, se complacía en indicarle.

Al cabo de un mes, con algo menos de la mitad del dinero necesario y el resto que consiguió Corina pidiendo aquí y allá, cobrando algún antiguo favor y jurando devoluciones falsas, Elena llegó hasta la clínica. Era en un viejo edificio y tuvo que subir cuatro pisos por escalera. La sorprendió encontrar tres mujeres, todas con las miradas clavadas en el suelo, sin levantar ni por un segundo los ojos, en el más absoluto de los silencios. Elena sólo se animó a mirarles los zapatos. Había sandalias, tacos altos y hasta unos mocasines negros con medias tres cuartos. Tampoco se animó a levantar la vista. Esperó hundida en el terrible silencio de aquellas mujeres que iban a lo mismo, como si temieran crear un lazo mínimo que pudiera, más tarde, cuando ya estuviera hecho, recordarles aquello con lo que iban a vivir el resto de sus vidas.

Entonces, llegó el turno. Entró en un cuarto dividido en dos ambientes por un biombo. Sentada frente a una pequeña mesa cubierta de papeles, una mujer vestida con una bata rosada le hizo unas cuantas preguntas, pidió el dinero y la condujo con suavidad hacia el otro lado del biombo donde había una camilla, una mesita repleta de pinzas y una pileta junto a la ventana. Elena se trepó a la camilla, sintió el pinchazo; apenas vio al hombre de blanco que se acercaba, contó uno, dos, tres…, siete, y creyó que la habitación daba vueltas. Cuando despertó, aún estaba acostada y quería vomitar. La mujer le preguntó si había venido acompañada y, ante la respuesta negativa, le dijo que no se preocupara, que no había más pacientes y que podía quedarse hasta que se sintiera bien.

La noche ya había caído cuando Elena volvió a la pensión. A falta de dinero, caminó unas veinte cuadras y se sintió desfallecer. Corina, como de costumbre, había comenzado su ronda nocturna en algún hospital y no volvería hasta la mañana. Elena cayó desplomada al intentar subir la escalera y ahí quedó hasta que el borracho de la pieza dos entró tambaleándose y se tropezó con ella. La cargaron entre cuatro, incluido el hijo de los polacos, que tenía no más de nueve años pero una fuerza de toro, y la pusieron sobre su cama. La polaca le colocó paños fríos sobre la frente y se santiguó tres veces; después hizo señas a los otros para que salieran y se sentó a su lado con su instinto de madre alerta. La cuidó hasta bien entrada la madrugada, cuando llegó Corina. A media tarde, Elena hervía. Corina se hizo la sorda cuando la polaca dijo que había que llamar a la emergencia, pero a la primera convulsión el miedo pudo más que la duda y salió disparada hacia el cuarto de la dueña para que le prestara el teléfono.

En el hospital le suministraron antibióticos y le hicieron mil preguntas. Ella contestó con largos silencios que, por piedad, nadie quiso descifrar. Durante el tiempo que permaneció allí, internada en una sala enorme, las camas separadas por cortinas, compartiendo olores y gemidos, Corina estuvo siempre a sus pies, dándole los alimentos, conversando con médicos y enfermeras como si se tratara de su hermana y contándole historias puercas de clientes ricachones hasta hacerla reír. Cuando creyó que le darían el alta, intentó convencerla para que llamara a su madre.

Olga llegó esa misma tarde. Entró en la sala con expresión firme y las manos crispadas, como si estuviera pronta para soltar un largo sermón. Caminó por el corredor, mirando a un lado y a otro y se detuvo al final de la sala. Cuando volvió sobre sus pasos, le atrajo la atención una mujer gorda que dormía con la boca abierta y tenía un brazo morado atado a una bolsita con suero. Creyó que las piernas le flaqueaban; se acercó a la cama mal hecha y vio lo que quedaba de aquella hija que no había sabido retener. Apenas podía reconocer la cara hinchada, el cabello enmarañado, el envejecimiento prematuro de las manos, toda la miseria reunida en ese pobre cuerpo. ¿Cuánto había pasado desde la última vez? ¿Un año? ¿Por qué estaba así? ¿Dónde estaba él? ¿Qué le había hecho? Corina llegó a las seis y se detuvo cuando vio a la mujer sentada junto al cuerpo de Elena, sosteniéndole la mano libre y apretándola contra el pecho mientras lloraba sin ruido, como una lluvia suave de primavera. Volvió sobre sus pasos y salió.

* * *

Elena regresó a la casa materna y empezó a recuperar fuerzas. Juan intentó varias veces una reconciliación, pero chocó con la firmeza de Olga, que no se dejó intimidar por sus amenazas y, finalmente, desistió. Elena no tuvo que encargarse de los pormenores del divorcio más que cuando era imprescindible que asistiera a una audiencia o cuando debía firmar papeles. De Corina no supo más; intentó llamarla a la pensión, pero la dueña le dijo de malos modos que se había ido sin dejar más rastro que la deuda de un mes completo.

Volver a la vieja casa fue como empezar de cero en un punto de partida no deseado y con un camino incierto por delante. Jamás hablaron de aquel año durante el cual no se vieron. Olga la recibió con la misma calidez con la que se recoge a un perro herido en una noche de tormenta. Le proporcionó comida y una cama limpia, ropa nueva y baño con agua caliente, un detalle que a Elena le pareció palaciego, pero nada más; ni un beso, ni un abrazo, menos una palabra de consuelo. Varias veces Elena ensayó tímidos intentos de conversación para poder desahogar penas y porque creía justo que su madre supiera cómo había llegado hasta ese límite de su dignidad, pero Olga esquivaba cualquier posibilidad de diálogo. Por momentos, sentía la tentación de gritarle en la cara que bien merecido se lo tenía por haberla desobedecido para correr como una alborotada detrás de aquel degenerado que no le llegaba ni a la altura de los zapatos. Ya se había cansado ella de decírselo y para qué, para que al final terminara saliéndose con su capricho que bien mal le había resultado. Por otro lado, se le agitaban las fibras más íntimas cuando pensaba en aquel sufrimiento en soledad y se sentía culpable por cada una de las veces en que había oído la voz de su hija en el teléfono y había colgado. A veces, entraba en su cuarto mientras Elena dormía y le parecía verla como hacía quince años, con su cara de nena. Sentía la tentación de acariciarla. Salía en silencio y lloraba sobre la almohada hasta quedar dormida.

No pasó mucho para que el cuerpo de Elena recuperara su forma de mujer joven. Estaba más delgada y el rostro, que por fin había tenido una tregua, ganaba frescura día a día. A instancias de su madre, se anotó para un curso corto de secretariado y empezó los estudios con la esperanza de que fuera el comienzo de una vida más serena. No tenía demasiadas ilusiones ni esperaba grandes cosas de la vida; a decir verdad, le costaba imaginarse más allá del próximo día y tenía pánico de hacer planes a largo plazo. Durante aquel año nefasto había quedado suspendida en el tiempo como si Juan la hubiera encerrado en una burbuja, y ahora tenía la extraña sensación de que nada de aquello había sucedido.

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