Claudia Amengual - La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida.
Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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– Las doce menos cinco. Tenemos unos minutos. Confía en mí.

Ella se deja hacer conmovida por la ternura que ha puesto René en intentar devolverle la alegría. Se pregunta si una mujer hubiese actuado así, de ese modo tan solidario, tan despojado de competencia, con un ánimo claro por verla mejor, preocupada por su bienestar. "No lo creo", piensa, "jamás tuve una buena amiga. Julieta fue buena, pero duró poco". Se mira en el espejo y ve cómo le masajean el rostro con una loción fresca y le aplican la base humectante, tan aterciopelada que más parece una crema. Después, vienen los rubores, las sombras suaves, los correctores, la máscara para pestañas y el toque final, un lápiz de labios color ciruela. René le pone perfume detrás de las orejas, en las muñecas, en el antebrazo, justo del lado opuesto de los codos, en los tobillos, "donde late el corazón, para que marees con tu pulso".

– Te quiero -le dice ella como le diría a un hermano.

René le da unas palmaditas en las nalgas y casi la empuja hasta la puerta. Elena hace el intento de meter la mano en la cartera y él la detiene con un beso viril en cada mejilla. Es casi un juego; ella sabe que jamás le cobrará, pero ensaya un pago, no por hipocresía sino por delicadeza.

– Suerte con tu médico. No tenés nada malo, estás demasiado linda.

Elena suspira y abre la puerta que da a la calle. Al salir a la luz natural, su pelo adquiere tonos fantásticos.

– ¿Ves? Hasta la naturaleza te sienta bien. Modestia aparte, me he mandado una obra de arte…

Ella se despide con un coqueto movimiento de la mano y se marcha hacia la parada del ómnibus. Al pasar por la farmacia, mira su reflejo en la vidriera. "Nada mal", piensa.

* * *

Las nubes de la mañana han cedido paso a un sol abrasador. La ciudad está pesada bajo el calor del mediodía y la sombra se ha vuelto un objeto de lujo. Por suerte, han colocado estos techitos verdes en cada parada de ómnibus donde Elena se refugia junto con otros tres. Cada tanto mira el reloj; está ansiosa. Tiene quince minutos para llegar a tiempo a la oficina y marcar su tarjeta.

Aprovecha la espera para comprar un paquete de cigarrillos. Una mujer le pregunta la hora y ella contesta sin consultar el reloj. Puede sentir la mirada de los dos hombres que la están desnudando con los ojos y que hablan en voz baja. Ella también los observó no bien llegó al refugio. Para esos casos siempre lleva algo para leer en la cartera, un libro, una revista, cualquier cosa que le permita fingir concentración y la mantenga lejos de la incómoda situación de estar siendo analizada.

Busca y solamente encuentra un folleto que le han dado hace unos días en la calle. A falta de mejor material, se lanza a la lectura con un interés fingido: "Cabañas equipadas para su comodidad. Enclavadas en la falda del cerro, entre el verde de la vegetación y el azul del mar. Servicio de mucama y restaurante. Todo el año. Consulte. Un parada en el paraíso antes de volver a la tierra". "¡Qué cursi!", piensa. Las fotos que acompañan muestran una de esas cabañas por dentro y por fuera. Nada especial. Lo que sí llama la atención es el punto de vista desde donde fue tomada la fotografía, de manera tal que la cabaña parece, en efecto, estar entre el cerro y el mar, y da la falsa impresión de que, al abrir la puerta del frente, fuera posible mojarse los pies en el agua salada. "Una ilusión óptica, no hay duda, pero qué sensación de paz", piensa, ya olvidados los hombres, la hora, el color del pelo, el maquillaje, el ómnibus. -¡El ómnibus!

Demasiado tarde, lo ha perdido; como una soberana imbécil le ha pasado por su lado mientras ella chapoteaba alegremente sentada en el porche de la cabaña. Mira el reloj; quedan diez minutos para la hora. La lucecita roja de un taxi la atrae y estira el brazo para detenerlo mientras evalúa rápidamente cuánto dinero lleva en la cartera. El viaje le costará la cuarta parte de lo que va a ganar por ese día de trabajo; mal negocio, pero no queda alternativa. ¡Con qué gusto faltaría a trabajar! ¿Adónde iría? No a su casa, por supuesto, aunque quisiera sentirse protegida allí; pero hace tiempo que la casa se ha convertido en el lugar obligado por las circunstancias donde dormir y comer, poco más que eso. ¿A lo de su madre? No, no quiere seguir lastimándose, ya no está dispuesta a jugar a la pobrecita para que, en lugar de consuelo, le den palos. -¡¿Sube?!

El taximetrista la mira algo molesto. Está estacionado justo en la parada del ómnibus y tiene detrás una de esas moles cuyo conductor le grita malas palabras y apoya toda su humanidad en la bocina. La pregunta del hombre la despierta y se trepa al asiento trasero en el momento exacto en que la luz verde les da paso y el taximetrista arranca sin preguntar cuál es el destino. Ya en marcha, gira la cabeza y le dice algo más calmo, "¿adónde la llevo?".

Elena le indica el camino mientras lo observa. Tendrá unos cuarenta años. Tiene las manos fuertes y no lleva alianza. Curiosa costumbre la de fijarse en este detalle, como si la presencia o ausencia de la argollita fuera a determinar que Elena se animara a lanzarse a una aventura amorosa. ¡Por favor! Ella sería incapaz de algo así, no por cultivar moralina, sino porque no es su estilo y punto. Su idea de pasarla bien no tiene que ver con amores furtivos, entradas a moteles, ni amantes de una hora. Lleva el pelo recogido en una colita que ha mojado para refrescarse, a juzgar por el brillo y las gotitas que le van resbalando por el cuello fuerte también, como de bulldog. De pronto, se cruzan las miradas por el retrovisor y siente vergüenza de que él sepa lo que ella está pensando. Hace un esfuerzo por controlarse, pero el calor se le va trepando al rostro como una hiedra roja. Él le dedica una sonrisa pícara, de conocedor.

– ¿Se siente bien?

– Perfectamente, gracias.

– Me pareció que estaba demasiado distraída, como si tuviera algún problema.

– Como todo el mundo, nada importante. Hace calor, hoy.

– Terrible. A mí me toca estar acá hasta las seis y media, el peor turno me lo como yo. Pero no me quejo, hay que cuidar el trabajo.

– Por supuesto, sobre todo en estos tiempos…

Las respuestas de Elena son previsibles, carentes de todo interés; sin embargo, el hombre se anima a un poco más y le hace una pregunta salida de la nada, como un conejo de su galera.

– ¿Usted es casada?

Elena sonríe con tristeza.

– Un poco.

– ¿Y eso?

– Como le dije; todos tenemos problemas.

– Pero usted es muy linda, le va a ir bien.

Elena vuelve a sonrojarse e instintivamente aprieta las piernas. Las palabras le han caído como una caricia, le han sonado como hace tanto sonaron los primeros piropos de Daniel, tan cargados de ese erotismo puro, estimulante. Se ve encantadora, con una luz especial. Quisiera tener menos prejuicios y decirle que desvíe el taxi, que la lleve a un motel y le arranque la ropa y la coma a besos, y le haga un amor de ilusión, no importa, aunque nunca más vuelva a verlo. Pero no, no podrá quitarse el lastre de su educación a tiempo, en dos minutos estará marcando la maldita tarjeta en el maldito reloj del maldito trabajo y la fantasía habrá llegado a su fin.

– ¿Cuánto le debo?

El toma la planilla y le dice cuánto y gira su cabeza para mirar un poco más. Ella evita encontrarse con sus ojos. Busca en la cartera y termina dejándole una propina exagerada.

– Así está bien, gracias.

– Gracias a usted. ¿Puedo esperarla cuando salga? ¿Un café?

Ella se asoma por la ventanilla delantera en una actitud seductora para que él pueda verla bien y oler su perfume.

– Hoy no puedo. Otro día…

Y se da la vuelta para entrar en el edificio. Hace lo posible por moverse con elegancia y aguza el oído para escuchar el motor del taxi y saber si él se ha ido o está mirándola. El motor le devuelve ese ronroneo de gato frente a la hoguera hasta que ella desaparece detrás de la puerta del ascensor.

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