Liliana Heker - Zona de clivaje

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Zona de clivaje: краткое содержание, описание и аннотация

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Irene Lauson experimenta y analiza su vida a través de la Física y persigue tenazmente un vínculo posible entre la verdad y la felicidad. Alfredo Etchart, su profesor de literatura y luego el hombre con quien mantiene un vínculo amoroso intenso y en muchos momentos conflictivo, ve el mundo a la luz del arte y del marxismo y busca, ante todo, seducir. El despliegue inteligente, irónico y conmovedor de esa relación es la piedra de toque para que la protagonista llegue al fondo de sí misma, se pierda una ymil veces y encuentre una salida que no es otra cosa que el trabajoso camino hacia la madurez. Y al acompañar esa travesía gobernada alternativamente por la razón y por la pasión, el lector accederá no sólo a las claves inefables del universo femenino sino también a lasmarcas culturales y sentimentales de toda una época. “En la estructura destellante y perfecta del cristal”, se explicita en algún momento del libro, “la zona de clivaje es aquella donde la unión de los átomos se muestra débil y donde, por lo tanto, el cristal se vulnera y se quiebra”. Liliana Heker no podría haber encontrado mejor metáfora para condensar lo que sucede en esta novela excepcional. VICENTE BATTISTA “Una de las pocas novelas argentinas de los últimos años a la que se puede califcar de necesaria.” CRISTINA PIÑA “Historia de amor, entonces, y de difcultosos ‘años de aprendizaje’, Zona de clivaje posee la virtud de revitalizar el placer de leer.” SUSANA SILVESTRE

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– Supongo que eso es reducir un tanto la naturaleza de mis pensamientos -dijo él como hablaría una piedra.

– Aunque sea por un minuto. Aunque durante un solo minuto hayas pensado que tenías que llamarla. Es lo mismo. Porque yo hoy sentía que estabas conmigo. Que estábamos juntos vos y yo.

– Estábamos juntos -dijo él sin énfasis-. Estábamos todo lo juntos que dos personas pueden estar.

Como una ráfaga Irene creyó vislumbrar el sentido de esas palabras, algo que peligrosamente la iba a calmar. Tal vez todo consistía en eso, escribiría, en que ella estuviera bebiéndose las resonancias de esta calurosa noche de octubre, y él atisbando de reojo esta alegría, inventando para ella tranvías y jazmines y buscando ¿en cuál rincón de sí mismo? algo que lo ayudara a vivir, tal vez esta inesperada felicidad de la que caminaba junto a él o el llamado que un rato después haría a una adolescente sólo porque le había prometido que esa noche iba a llamarla. Pequeños remansos que él se armaba, alegrías prestadas, raras felicidades que era capaz de hacer nacer en los otros como se inventa una fugaz estrella. ¿O Irene no conocía, tan bien como él mismo, el significado que esta llamada nocturna podía tener para Cecilia, algo que pasajeramente la haría salirse de sí misma, de la angustia de ser ella misma, como a Irene un rato antes, cuando venían caminando? stima que en algún momento, con la misma habilidad, te instala en el centro mismo de esa angustia, pensó llena de furia.

– Pero después te fuiste corriendo, y a escondidas, a llamar a tu amiguita -dijo, y se sintió repulsiva, ya que podía detectar en esa frase más de un intento de dañarlo.

Tres intentos, que él, implacable, le estaba puntualizando ahora. Primero: no se había ido corriendo (en efecto, no era su estilo, e Irene lo sabía bien; más bien se distanciaba con parsimonia de los peligros, como si de alguna manera se quedara, o como si, hasta último momento, les estuviera dando la oportunidad de alcanzarlo). Segundo: no había hecho nada a escondidas (asunto mucho más complejo de determinar, escribiría; ya que si técnicamente era cierto y él no hacía nada a escondidas de Irene, también era cierto que a veces eludía ciertos detalles con la secreta esperanza de que Irene no se diera por enterada, de que no manifestase que había puesto a trabajar una compleja cualidad de análisis que fatalmente, a partir de dos o tres datos dispersos que él, por respeto, no se esforzaba en ocultarle, la hacían arribar a la cristalina verdad. Alfredo solía hacerlo por discreción, o por fatiga. Pero Irene, temerosa de que él pudiera considerar que a ella se le había pasado por alto un dato contradictorio y que por lo tanto había conseguido engañarla, acababa haciéndole notar las inconsistencias de su historia, con lo cual en los hechos actuaba -ahora mismo lo estaba haciendo- como una mujer engañada).

– Y en cuanto a mi “amiguita” -siguió diciendo él-, podrías, al menos, usar un estilo no tan repugnante. Es una adolescente, no sé si te pusiste a pensarlo.

– No me conmueve.

– A vos nada te conmueve, Irene, salvo vos misma.

Sintió el sacudón. Estaba muy cansada.

– Y qué le pasa -preguntó con hostilidad.

Él se encogió de hombros.

– Nada original. Se siente patética e injustificada.

– Sí, ya vi cuánto sufre -dijo Irene, y con la mirada le señaló el cuaderno.

Él miró hacia el escritorio, casi con expresión de maravilla.

– Así que era eso -dijo; parecía realmente aliviado-. Cómo no se me ocurrió que tenía que haberse producido alguna catástrofe durante mi ausencia.

– Es así -dijo Irene-. Nunca se termina de conocer a las mujeres.

Y no sabía de quién de los dos se estaba burlando.

Él miraba hacia la ventana y parecía reflexionar.

– Son asombrosas, sí -dijo al fin; ahora la miró a Irene con cierto aire familiar-. ¿Y qué te pareció? Yo creo que tiene talento.

Si estábamos hablando de mí, gritó algo dentro de Irene. Si soy yo, pedazo de estúpido, si soy yo la que se siente injustificada y patética, cómo fuimos a parar así al sufrimiento de otra. Y al talento de otra, dijo una voz insidiosa. Pero Irene la espantó porque era ella, sí (pensó sin pudor), era ella la que todavía necesitaba que alguien tranquilizador y macizo -¿la absolviera?- le asegurara que estaba bien, que esto que estaba haciendo estaba bien, y un estremecimiento de repulsión la obligó a verse a sí misma tal como había sido la noche de exactamente un mes atrás, un manantial de vida, un ánfora, una fuente de palabras desbocadas a las que ella febril iba dando forma sin esperar nada de nadie, sola y espléndida y omnipotente. No hay adolescencia como la mía, de golpe se le ocurrió, ya que todo en ella era movilidad y padecimiento y no quería, decidió ahí mismo, no quería ser racional ni adulta ni juzgar como fuera del juego el naciente talento de otra porque era en ella, todavía, que todo estaba por nacer. Y tal vez, en cualquier momento, en este monacal departamento de Flores se iban a oír trompetas y timbales. Pero cierta zonita, ay, cierta zonita imperturbable que Irene ya se veía venir, ya se veía venir, había empezado a procesar con cierta lógica y a todo vapor la pregunta de él. ¿Acaso ella podía dejar de responder (aunque no de la mejor manera posible ya que todavía estaba de mal humor) a la apelación que él, subrepticiamente, había hecho a su inteligencia? Con docilidad se colocó en su pedestal y contestó como correspondía.

– A esa edad -dijo-, todas tienen talento. Todas se sienten únicas.

Y su corazón se puso a llorar. A esa edad. Una Irene implacable la observaba desde sus diecisiete años.

– Gracias por la lección -dijo él con sequedad-. Lo único que te estaba pidiendo, siempre que no fuera una molestia excesiva para vos, es que me dieses tu opinión. Yo estoy un poco contaminado por todo lo que me dice que, como te podrás imaginar, es bastante más de lo que escribe. Cosa que también suele ocurrir. A cualquier edad.

La estaba invadiendo una sensación de horror por sí misma. Me estoy volviendo resentida, pensó. Lo único que me faltaba.

– Todavía no sé qué me parece -dijo con ecuanimidad: aún estaba a tiempo-. No alcancé a leer más que un parrafito -se rió-. Me pescaste justo -todo en orden-. Parecía bastante intenso, qué sé yo, un poco tremendista. Tendría que leer más para saber.

Estoy harta de mi misma , pensó.

Él la miró como si la restañara.

– Eso es lo que estaba pensando -dijo-, que te lleves el cuaderno a tu casa y lo leas tranquila, a ver qué opinás. Por supuesto, todavía no me da la más mínima pelota cuando le digo que es tremendista -le extendió el cuaderno-. Pero yo creo que de ahí sale una escritora.

Irene sonrió con cierta melancolía.

– Me parece que tenés una idea demasiado elevada de ella -miró el cuaderno-. Y sobre todo de mí.

– Vamos, señora, se cree que no sé con qué bueyes aro. En serio, vas a ver que te va a gustar.

– ¿Sí?

– Cecilia, digo. Te va a gustar. Quiero que la conozcas, así le decís qué opinás sobre lo que escribe y la deslumbrás a esa mocosa de mierda, qué joder.

Irene experimentó cierta fatiga y el abyecto alivio de saber, una vez más, que ellos dos estaban del mismo lado, hablando de una adolescente que ahora volvía a ser abstracta y remota.

– No, no me va a gustar -dijo, y tomó el cuaderno-. Ni creo que la deslumbre. Pero no importa; igual voy a saber comportarme como una dama.

Coda

A veces la desnudez trae el pavor.

A veces el pavor no trae nada.

IRENE GRUSS

Un psicoanalista pelirrojo quiere conquistarla. Están en una especie de fiesta y, desde el rincón donde el psicoanalista la tiene acorralada, Irene puede notar cómo, en un silloncito cerca del jardín, Alfredo dirige a una mujer de aire teatral una de esas pláticas que ella llama de código doble: estar por ejemplo analizando con toda lucidez el papel de las brujas en Macbeth mientras el tono de la voz, algunas pausas, o hasta las ideas mismas -una escandalosa y ambigua teoría sobre la belleza del mal, digamos, o una hipótesis sobre la función subversiva de ciertas hechiceras- estallan como pequeñas descargas eróticas que van labrando el corazón de la destinataria y tenuemente la inducen a remodelar su proyecto de vida, a ordenarlo de acuerdo a un venidero gran amor. Lo curioso es que el psicoanalista parece gobernado por esta escena del silloncito, a la que sólo puede ver si tuerce un poco el cuello. Irene, en cambio, está tranquila. Ya conoce a la mujer teatral -que toma clases y ha actuado sin mayor lucimiento en dos o tres piezas- y ha captado sus pavoneos un mes atrás, cuando lo vio a Alfredo por primera vez: no la sorprende este primer acercamiento y hasta puede adivinar la manera en que terminará todo. Como en efecto terminó, escribiría, ya que era de esas mujeres que se limitan a ocupar un lugar en el espacio: quiero decir que venía y se plantaba y esperaba que un hombre se cayera desmayado simplemente por verla. Con frecuencia lo lograba, sólo que ella se aburría con los hombres que se caían desmayados. Y Alfredo se aburría con ella. Pero eso, claro, ocurrió después. Durante la fiesta del silloncito y en el tiempo que siguió, él puso verdadera pasión en desmoronarle uno a uno sus espamentos de Sarah Bernhardt. Y poco a poco la hizo pedazos. Porque no se puede decir que la futura actriz no sufriera. Debía sufrir, sí, como cualquier hija de vecino, y seguro que a veces quería darse de cabeza contra las paredes o emprenderla a las brutas piñas con cualquiera que pretendiese hacerle daño, sólo que la aquejaba la manía de usar todo lo suyo, hasta sus deficiencias, como un ornamento. Decía, por ejemplo, “soy de envidiosa”, y se quedaba mirando a lo Theda Bara como si creyese que esa declaración le agregaba un atractivo inédito. Pero Alfredo, durante meses, estuvo convencido de que podía hacer de ella una actriz de verdad, o una estafadora de verdad, o una formidable hembra de verdad, o cualquier cosa que fuera verdadera y bella -¿fe en la humanidad o fe en sí mismo?-. Lo cierto es que después de desteñirla y cimbronearla y abrirle las costuras y volverla del revés y deslavazarla y enfurtirla consiguió que la futura actriz desdeñara a un novio que tenía, un alto flaco con pinta de desnutrido, de esos que se mecen al compás de la música poniendo ojos de tarados y dan la falsa impresión de ser muy espirituales simplemente porque no tienen nada de carnales. Así que la futura actriz abandonó al flaco espiritual y -arrastrada por la idea ajena de que o se es una gran actriz o no vale la pena subir a un escenario- abandonó para siempre el teatro. Pero no consiguió abandonarse a sí misma. Siguió creyendo que todo lo que ocurría, aun el tedio final de Alfredo y las peleas cada vez más frecuentes, eran parte de una trágica y vistosa puesta en escena en la que el hombre de genio y la actriz tansublimecomopararrenunciarasuarte se aman pero no se soportan. Evocaba a Ligados, de O’Neill, evocaba a la mujer de Nijinsky, y se sentía cada vez más grandiosa. Dos años después de la ruptura se casó con un joyero muy sensible y asistía a todos los estrenos con el corazón partido y con grandes sombreros que le daban un vago aire a la loca de Chaillot. Y para eso le dedicaste diecinueve meses de tu vida, le recriminaba Irene a Alfredo. Eso es lo que yo llamo tirarles margaritas a los chanchos.

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