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Ángeles Mastretta: Arráncame La Vida

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Ángeles Mastretta Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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Eso fue lo único bueno que tuvo mi embarazo de Verania. Todavía el domingo anterior al parto fuimos a jugar en la paja. De ahí me llevó a casa de mis papás porque empecé a sentir que Verania salía. Mi general llegó dos días después con veinte ramos de rosas rojas y chocolates.

La niña tenia un mes y yo los pezones llenos de estrías cuando Andrés entró a la casa con los dos hijos de su primer matrimonio.

Virginia era unos meses mayor que yo. Octavio nació en octubre de 1915 y era unos meses menor. Se pararon en la puerta del cuarto donde yo estaba. Su padre me presentó y los tres nos miramos sin hablar. Yo no sabía nada de la vida de Andrés, menos que tuviera hijos de mi edad.

– Son mis hijos mayores -dijo. Hasta ahora vivieron con mi madre en Zacatlán. Pero ya no quiero que estén en el pueblo, los traje a estudiar aquí, vivirán con nosotros.

Moví la cabeza de arriba para abajo y luego enseñándoles a la niña dije:

– Esta es su hermana. Se llama Verania.

Octavio se acercó a mirarla preguntando por qué tenía un nombre tan raro y yo le conté que así se Llamaba la madre de mi padre.

– ¿Tu abuela? -preguntó y se puso a pasar la mano por la mejilla de Verania.

Era un muchacho de ojos oscuros y confiados. Se reía igual que Andrés cuando quería hacerse agradable y pareció dispuesto a ser mi amigo. No pasó lo mismo con su hermana. Ella se quedó en la puerta junto a su padre, callada, sin dedicarme una mirada buena. La vi fea, medio gorda, de ojos tristones y labios muy delgados. Tenía los pechos chiquitos y las caderas cuadradas, le faltaban nalgas y le sobraba barriga. Me dio pena.

Octavio y ella quedaron instalados cerca de nosotros y de repente nos volvimos una familia. Hasta pensé que sería bueno tener compañía cuando Andrés no estuviera.

En la noche lo abrumé con preguntas. ¿De dónde le salieron esos hijos? ¿Tenia más?

Por lo pronto esos dos. Había conocido a su madre a principios de 1914 cuando fue a México acompañando al general Macías, un viejito que fue gobernador de Puebla tras la renuncia del gobernador constitucional, después de que Victoriano Huerta mató a Madero. Yo no sabía bien lo sucedido en esos años, pero Andrés me lo contó a saltos la noche del día en que llegaron sus hijos.

Macias era de Zacatlán. Arriero como el papá de los Ascencio, peleó en Puebla contra los franceses y se unió a las tropas de Porfirio Díaz. Con él se hizo importante y rico. Cuando llegó la Revolución regresó al pueblo donde tenía un rancho y se sentía protegido. Andrés entró a trabajar con él. Era su jefe de peones, un muchacho listo, hijo de un conocido, se lo fue ganando. Cuando Huerta le ofreció la gubernatura, el viejillo la agarró encantado y se llevó a su ayudante para Puebla. A los seis meses de andar dizque gobernando se puso enfermo. Quiso ir a curarse a México y cargó con Andrés que se le había hecho necesario porque era ordenadísimo y lo cuidaba como un perro. Sabia dónde había puesto sus anteojos siempre que los perdía, y aprendió a manejar su ropa y hasta algunas de sus cuentas. El general duró enfermo tres semanas y a principios de enero de 1914 murió como era de esperarse. Andrés se quedó en México solo, sin entender una chingada de todo lo que ahí pasaba, sin trabajo y con dos monedas de plata, regalo del viejo Macias.

Le gustó la ciudad. Consiguió trabajo en un establo por Mixcoac y se quedó a ver qué pasaba. Total, tenía 18 años y ningunas ganas de volver al pueblo.

Por ahí por Mixcoac se encontró a Eulalia, una niña que llegó con las tropas de Madero. Su padre, Refugio Núñez, era un soldado raso y entusiasta. Eulalia vivía recordando el mediodía en que entraron a México y miles de personas les aplaudieron al verlos bajar del ferrocarril y caminar hasta la gran plaza en la que estaba el palacio al que entró el señor Madero mientras ella y su padre se quedaban afuera con toda la gente, aplaudiendo.

El padre de Eulalia trabajaba también en el establo, odiaba y tenia esperanza, le había pasado a su hija la sonrisa sombría de la derrota y la certidumbre de que pronto la Revolución volvería para sacarlos de pobres.

Mientras, trabajaban ordeñando vacas y repartían leche en una carreta conducida por Andrés y jalada por un caballo viejo. Eulalia no tenía por qué ir a la repartición, su quehacer terminaba en la ordeña, pero le gustaba recorrer con Andrés la colonia Juárez, tocar en las puertas de casas grandes a las que salían sirvientas con uniformes oscuros y una que otra vez mujeres blanquísimas con batas de seda y en la cara la expresión de que el mundo se les estaba acabando. Ella le enseñó a Andrés las casas que hacía un año se habían desbaratado con los cañones de la rebelión que derrocó a Madero. Andrés seguía entendiendo bastante poco, pero frente a la niña se volvió maderista. Eulalia, -dijo él tenía los ojos de Octavio-, era menuda y fuerte, le regaló la virginidad una mañana al volver de la entrega.

Quise saberlo todo. Extrañamente me lo contó.

Pasaban el día juntos, desde la madrugada en que se levantaban a ordeñar hasta la tarde que se les hacía noche tomando café y oyendo a su padre hablar de que Emiliano Zapata había tomado Chilpancingo, de que los revolucionarios del norte se acercaban a Torreón, de que el traidor Huerta había expedido un despacho de General de Guerra para don Porfirio y que le habían mandado la condecoración a Paris.

Quién sabe cómo el papá de Eulalia estaba siempre al tanto de todo. Después de que unos marinos gringos fueron detenidos en Tampico por andar merodeando cerca del Puente Iturbide, él vaticinó el desembarco de tropas gringas en Veracruz. Antes de que Zacatecas fuera tomada por Villa, previó varios días de lucha sangrienta y más de cuatro mil muertos en la batalla.

Como todo lo adivinaba, supo también que Eulalia iba a tener un hijo de Andrés y tras la inevitable pesadumbre se dedicó a mezclar profecías sobre la guerra y el futuro de su nieto. Eulalia aceptó que le cambiara el cuerpo y que poco a poco se le fuera estirando con la presencia del hijo, sin dejar de levantarse en la madrugada para la ordeña o de ir con Andrés a hacer las entregas en la carreta.

Una mañana de mediados de julio, don Refugio Núñez amaneció anunciando la derrota del traidor. No bien lo dijo y la Cámara de Diputados le aceptó la renuncia a Victoriano Huerta. De ahí empezó a vaticinar la caída de Puebla, la de Querétaro, Saltillo, Tampico, Pachuca, Manzanillo, Córdoba, Jalapa, Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán.

– Hoy llega el general Obregón -dijo el 15 de agosto. Y los tres se fueron al zócalo a recibirlo.

Al joven Ascencio le gustó Álvaro Obregón. Pensó que si un día le entraba a la bola, le entraría con él. Tenía aspecto de ganador.

– Porque no has visto a Zapata -le dijo Eulalia.

– No, pero conozco las caras de los indios de su rumbo -contestó Andrés.

No pelearon. El hablaba de ella como de un igual. Nunca lo oí hablar así de otra mujer.

Cuando Venustiano Carranza llegó a México y convocó a una convención de gobernadores y generales con mando, para el primero de octubre, don Refugio vaticinó que Villa y Zapata no apoyarían al viejo Carranza. Otra vez acertó.

La Convención se trasladó a sesionar a Aguascalientes y ahí sí fueron Villa y Zapata. A fines de octubre se aprobó el Plan de Ayala. Don Refugio empezó a beber desde que imaginó que eso sería posible y para cuando se confirmó la noticia llevaba tres días borracho y repitiendo:

– Se los dije, hijos, ganó «Tierra y Libertad».

– Usted dirá lo que quiera, pero hacen mal en pelearse con el general Carranza -dijo Andrés.

Eulalia se acarició la barriga y preparó café. Le gustaba oír a su padre conversar con su señor.

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