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Ángeles Mastretta: Arráncame La Vida

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Ángeles Mastretta Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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Un día, después de beberlo, le pidió a su ayudante los periódicos porque, según dijo, tenía un presentimiento. Algo ha de haber sabido desde antes pero fingió sorprenderse al mostrarme lo que aparecía en todas las primeras planas. La Procuraduría General de la República a cargo de un licenciado Rocha que era súbdito fiel de Cienfuegos, había desenterrado el caso de la desaparición y muerte del licenciado Maynez en Puebla. Según decía la información, a solicitud de su hija Magdalena quien aseguraba que el autor del crimen era el entonces gobernador del estado, general Andrés Ascencio.

Todos los testigos que años antes se contentaron con ir a los rosarios aparecían declarando cómo era el coche que secuestró al licenciado cerca del cine, cómo el tono de su voz pidiendo auxilio por la ventana, cuántos los casos que había ganado litigando en contra de los intereses del gobernador. Magda contaba la mañana que nos encontramos en Cuernavaca, asegurando que había visto discutir a su padre con Andrés Ascencio y lo había interrogado sobre las causas. Su padre le había hablado del interés que el gobernador tenía por los terrenos del hotel y balneario Agua Clara y le había prohibido defender a los dueños del embargo. decía Magda que el licenciado no sólo rechazó la prohibición sino que se negó a aceptar el treinta por ciento del costa de los terrenos que el gobernador le ofreció por perder el pleito. Entonces -concluía fue cuando lo amenazó de muerte.

Andrés se levantó gritando maldiciones y yo todavía estaba con los periódicos sobre las piernas cuando el ayudante entró con un citatorio de la Procuraduría.

– Estos son más pendejos que cabrones -dijo Andrés. Como si no les supiera yo ninguna,

Se sirvió otra taza de té y fue a bañarse chiflando. Salió de la regadera eufórico y enrojecido. Por supuesto no se dirigió a la Procuraduría sino a buscar a Fito.

Quién sabe qué hablarían, el resultado fue que al día siguiente los periódicos publicaron una entrevista con el procurador general de justicia en la que el tipo exoneraba a Andrés de cualquier cargo y se refería a él varias veces como el respetable jefe de asesores del señor Presidente de la República.

Menos Magdalena, a la que nadie volvió a preguntarle nada, todos los testigos declararon haberse equivocado en sus juicios, y a los pocos días aparecieron como culpables los miembros de una banda de criminales a sueldo imposibilitados para declarar porque murieron en el tiroteo mantenido con la policía antes de ser atrapados.

De todos modos Andrés quedó lastimado y no volvió a ver al Gordo, pero tampoco tuvo necesidad de renunciar a su cargo. Compró una fábrica de cigarros y se propuso convertirla en la más importante del país. Volvió a decir a todas horas que el verdadero poder es de los ricos y que él se iba a convertir en banquero para que le hicieran los mandados todos los cabrones que de ahí en adelante se fueran subiendo a la silla del águila, en la que sabiamente Zapata no había querido retratarse.

No me apenó verlo perder fuerza. Salía con Alonso como si fuéramos novios. Cenábamos en el Ciros casi todas las noches. Lo acompañaba a las funciones de gala y pasaba horas con él en las filmaciones. Una noche, después de una botella de vino, hasta lo besé en público.

Volvía a mi casa de madrugada y durante semanas no abrí la puerta de mi cuarto. Sólo a veces, como quien visita a su abuelo, tomaba té con Andrés en las mañanas.

Todo diciembre lo pasé en Acapulco sin ningún remordimiento. Los niños estaban de vacaciones, su papá siempre había dicho que la Navidad era un invento para pendejos, ¿por qué teníamos que pasarla juntos?

Sólo hasta unos días antes del Año Nuevo lo llamé para pedirle de dientes para fuera que lo pasara con nosotros. Cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi aparecer la mañana del 31. Había adelgazado como diez kilos y envejecido como diez años, pero caminaba erguido y no perdía la sonrisa irónica que le era tan útil. Verania le gritó desde la terraza y bajó corriendo a besarlo. Llegaron con él Marta y Adriana con sus novios. Ya estaban en la casa Lilia con su aburrido esposo y Octavio con Marcela. Toda la familia del general.

Por supuesto Alonso estaba instalado conmigo. También eran mis invitados Mónica con sus hijos, la Palma y Julia Guzmán. En la noche debían llegar Bibi con Gómez Soto y Helen Heiss con sus hijos. Octavio y Marcela habían invitado tres parejas de amigos y Lilia llevó a Georgina Letona, la ex novia de su marido, para ver si la casábamos con mi hermano Marcos. Como si no supiera que Milito seguía cogiendo con ella, o a lo mejor porque lo sabía.

Total, éramos más de cincuenta para cenar. Creí que con todos ésos no se notaría la presencia de Alonso y fui tan dulce como pude con Andrés. Hasta me disculpé por haber llenado la casa de gente281

cuando él esperaba sólo una reunión familiar. Pasamos la tarde en la terraza, bebiendo ginebra con agua de limón mientras Alonso paseaba en la playa con Verania feliz y Checo empeñado en matar cangrejos.

Andrés estuvo mucho rato callado y por fin dijo:

– A Armillita lo cogió el toro en San Luis Potosí, a Briones en El Toreo. ¿Dónde me agarrará a mí?

Su voz era tan sombría que casi me apenó. Según él una pitonisa le había dicho que cuando en la misma quincena de un año cayeran dos toreros, no estaría lejos su muerte.

– Pues ya te salvaste porque se acabó este año -dije riendo. Como no te mueras hoy en la noche, de aquí a que haya otra vez dos toreros cogidos en la misma quincena nos entierras a todos.

– Todavía eres mi rayito de luz -contestó con una voz extraña.

No supe si se estaba burlando o si la ginebra se le subía más rápido que antes. De todos modos me puse nerviosa y le di un beso.

CAPÍTULO XXIV

El año no empezó bien para Alonso. La presencia de Andrés en Acapulco le pareció intolerable. Era lógico. A pesar de la perfecta figura y el atuendo de magazine que él tenía siempre, a pesar de su cara joven y su trato agradable, Andrés se notaba más que él. No hacia más que entrar a un cuarto o acercarse a la conversación de un grupo y todo empezaba a girar a su alrededor. Era el héroe de sus hijos, el atractivo de mis visitas, el dueño de la casa y de remate mi marido.

Una tarde en que inventé ir a Pie de la Cuesta a ver meterse el sol, Quijano no quiso acompañarnos. Al regresar, Lucina nos dijo que se había ido a la filmación urgente. Luego ella misma me entregó una nota breve, diciendo: «Me voy. Supongo que entiendes la causa. Con todo, te quiero, Alonso».

Durante la cena Andrés hizo más de veinte chistes sobre el «arregladito» que había hecho el favor de dejarnos, por fin, en familia. Sus hijos se los rieron todos, yo algunos.

La primera noche me sentí culpable por Alonso, la segunda me cambié al cuarto de Andrés. Nunca tuvieron los hijos una sorpresa como la que les dimos ese fin de año mostrando una reconciliación llena de besos públicos y cortesías de novios.

Volvimos a México ya muy empezado enero. No busqué a Quijano. Me entretuve con las rabietas de Andrés y lo ayudé a criticar al Gordo y a sobrellevar la inminente candidatura de Cienfuegos.

A principios de febrero fuimos a Puebla, donde tomaba posesión el tipo que él había querido como gobernador. En Puebla, Andrés seguía siendo autoridad y le encantó recordar los honores y el trato de cacique respetable que se le daba. Ahí se sentía tan cómodo y seguro, que se le olvidó su cargo de asesor presidencial. Yo tampoco tuve ganas de volver a México y compartí con él la inmensa casa vacía cuando los niños regresaron a sus colegios acompañados por Lucina.

Se iba poniendo viejo, un día le dolía un pie y al otro una rodilla. Bebía sin tregua brandy de la tarde a la noche y té de limón negro durante toda la mañana. Me hubiera dado piedad si el jardín y el cuarto del helecho no revivieran insistentemente a Carlos.

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