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Ángeles Mastretta: Arráncame La Vida

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Ángeles Mastretta Arráncame La Vida

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Cuando Catalina conoce al general Andrés Asensio, todavía es una muchacha que lo ignora todo de la vida. Él, en cambio, es candidato a Gobernador del Estado de Puebla, y sabe muy bien cuáles son sus objetivos de cacique. A las pocas semanas se casan. Pero Catalina, mujer apasionada e imaginativa, descubre muy pronto que no puede aceptar el modo de vida que le impone la nueva situación y no acepta vivir sin amor.

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Además estaba Fito con sus frecuentes llamadas para pedir mi presencia en lugares extraños. Un día tuve que acompañarlo a poner la primera piedra de lo que sería el Monumento a la Madre. Echó un discurso sobre el inmenso regocijo de ser madre y cosas por el estilo. Después me invitó a comer a Los Pinos.

Chofi, que alegó jaqueca y se libró del sol y los apretujones de la inauguración, me preguntó qué me había parecido el discurso de Fito. En lugar de responder que muy acertado y callarme la boca, tuve la nefasta ocurrencia de disertar sobre las incomodidades, lastres y obligaciones espeluznantes de la maternidad. Quedé como una arpía. Resultaba entonces que mi amor por los hijos de Andrés era un invento, que cómo podría decirse que los quería si ni siquiera me daba orgullo ser madre de los que parí. No me disculpé, ni alegué a mi favor ni me importó parecerles una bruja. Había detestado alguna vez ser madre de mis hijos y de los ajenos, y estaba en mi derecho a decirlo.

Nos despedimos al terminar el café, y por un tiempo no me invitaron ni supe de ellos. Chofi me llamó cuando la muerte de doña Carmen Romero Rubio, la esposa de Porfirio Díaz, para preguntar si yo iría al entierro y lamentar que su marido se lo hubiera prohibido. A ella le pareció siempre que la pobre Carmelita era una víctima. Ese día sí le di por su lado: -Tienes razón, pobre Carmelita -dije pero, ¿dónde estaríamos tú y yo si la injusticia no hubiera caído sobre ella de manera tan infame? -Colgó con la certidumbre de que su marido había hecho muy bien prohibiéndole ir al entierro.

En cambio Alonso sí acompañó el duelo. Hacía cosas extrañas. Nunca supe qué tenía en la cabeza. Lo mismo iba al entierro de Carmelita Romero Rubio, que celebraba toda una noche la liberación de París, o pasaba semanas junto a los antropólogos que descubrieron unas esculturas toltecas en el centro de la ciudad. Alegaba que todo cabía en el cine.

Andrés por esos días anduvo metido en un montón de líos. A su amigo el secretario de Economía un periodista lo acusó de complicidad con los acaparadores y de enriquecimiento mientras el pueblo padecía la escasez. El periodista era amigo de Fito y mi marido consideró que el artículo era idea de su compadre y estaba dirigido contra él. Intenté convencerlo de, que era medio complicada su teoría, pero estaba tan seguro que ni me oyó.

A los pocos días la CTM hizo desfilar ochenta mil personas en protesta contra la carestía culpando también al amigo de Andrés. Para completar,

la iniciativa privada exigió que se eliminaran las facultades de control que tenía la Secretaría de Economía Nacional. Andrés confirmó su tesis de que lo que Fito planeaba era renunciar a su amigo, entre otras cosas porque era su candidato. Esa vez ya no alegué nada porque Fito firmó un decreto que eliminaba las facultades de la Secretaría para controlar la producción de cemento, varilla y quién sabe qué más cosas. Sin autoridad, el candidato de mi general prefirió renunciar.

Andrés pasó días mentando madres contra Fito, contra la izquierda y contra Maldonado el líder que él inventó para quitar a Cordera. Estaba tan furioso que no quería ir al informe del primero de septiembre. Todavía esa mañana tuve que rogarle que se vistiera y que si tenía algo que pelear con Rodolfo lo peleara en privado.

Fuimos a uno más de los tediosos informes de su compadre y para nuestra sorpresa nos divertimos, porque el diputado que contestó el informe habló de la responsabilidad que tenía un gobernante ante Dios de salvar a la patria, criticó el modo en que se realizaban las elecciones y de paso acusó a la derecha de desprestigiar la Revolución y a la izquierda de propiciar la inmoralidad y la anarquía. No quedó bien con nadie. Cuando Fito salió de la Cámara, los diputados se le fueron encima al tipo del discurso y lo destituyeron. Andrés salió muerto de risa con el espectáculo. Le gustaba prever que su compadre tendría problemas y estar seguro de que lo llamaría porque solo no podía con los pleitos. Para eso lo había nombrado su asesor, para los pleitos. Pero esa vez Fito no quiso necesitarlo.

Después de las felicitaciones en Palacio hubo una comida con todo el gabinete. Para su estupor, Andrés no tuvo lugar a la izquierda de su compadre.

La tarjeta con su nombre estaba en una orilla de la mesa, al final de la hilera de ministros. No como siempre, antes que ninguno. A la derecha de Fito quedó el viejo general secretario de la Defensa y a su izquierda Martín Cienfuegos.

Andrés lo odió como nunca, como nunca lamentó haberlo ayudado cuando era sólo un abogadito tramposo, como nunca enfureció contra su madre que al conocerlo se encantó con él y lo quiso como a un hijo adoptivo.

Ya no se acordaba en qué momento Martín Cienfuegos había dejado de ser su aliado y subalterno para pretender caminar solo, quizá la misma mañana en que Andrés le presentó a Rodolfo hacía muchos años, quizá sólo hasta que siendo gobernador de Tabasco fue el primero en manifestarle su apoyo al general Campos para de ahí convertirse en jefe de su campaña, y todas esas cosas que Andrés recordaba interrumpiendo siempre para llamarlo oportunista de mierda.

A la izquierda de Rodolfo, más sonriente y bien peinado que nunca vio Andrés a Cienfuegos durante toda la comida. Regresó maldiciendo a su compadre porque era tan pendejo que acabaría dejándole la presidencia. a ese hijo de la chingada farsante que era Martín Cienfuegos. Porque así era su compadre, se dejaba caer, lo bien impresionaban los finos, entre menos militares mejor, entre más elegantes más lo deslumbraban al pendejo.

Llegó a la case y empezó a beber y a despotricar todavía esperando que Fito lo llamara. Pero Fito no lo llamó. A los pocos días logró que el líder de la Cámara revocara los acuerdos del día primero y restituyera en la presidencia al que contestó su informe.

Andrés no se aguantó las ganas de ir a verlo.

Volvió de Los Pinos vomitando verde y con un dolor de cabeza que lo hacía gritar. No soportaba ni la luz. Se encerró en un cuarto en penumbras a repetirme una vez tras otra los elogios que el Gordo había hecho de la intervención de Cienfuegos en la solución del conflicto. Lo que más rabia le daba era que su compadre le hubiera dicho que no lo había consultado a él para no molestarlo. No quería creer que Fito pudiera sobrevivir sin sus consejos y su ayuda. No lo podía creer aunque cada día las cosas estuvieran más claras, y más asuntos se arreglaran o descompusieran sin que nadie lo llamara ni siquiera para pedir sus opiniones. Rodolfo parecía dispuesto a decidir él solo quién se quedaría en su lugar, y estaba resultando claro que su compadre le estorbaba en eso.

Con nada perdía Andrés el dolor de cabeza que se le encajó en esa última visita a Los Pinos. Un día le ofrecí el té de Carmela. Lo bebió remilgando contra las supersticiones de los campesinos y cuando el dolor se le convirtió en ganas de ir a la calle y enfrentarse a Rodolfo, se quedó mirando la taza vacía:

– Estoy seguro de que es una casualidad, pero en qué sobra tomarlo -dijo.

– En nada -contesté sirviéndome una taza.

Era un liquido verde oscuro que sabia a hierbabuena y epazote. Después de tomarlo salí a cenar con Alonso y estuve con él hasta la madrugada. Me reí mucho y en ningún momento tuve sueño. A mí también me sentó el té de Carmela, pero a la mañana siguiente no lo tomé. Andrés sí quiso más, esa mañana y muchas otras hasta que llegó el día en que sólo eso pudo desayunar.

Despertaba mentando madres contra su compadrazgo y el tiempo que se dedicó a complacer al Gordo Campos, y se estaba tirado en la cama rumiando la derrota del día anterior y planeando algo nuevo contra Martín Cienfuegos hasta que yo endulzara su té de hojas verdes.

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