Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– De acuerdo -acepté-. Me parece justo.

– Y es probable que pierdas tu plaza de profesor. Por mi parte, desde luego, haré todo lo posible para que te despidan.

Miré a Q., que fijaba la vista alternativamente en Walter y en mí con aparente tranquilidad, aunque creí entrever una ligera mueca de frustración en su rostro. Supuse que habría dado cualquier cosa por tener a mano un bolígrafo para tomar notas.

– ¡Eres un maldito farsante, Grady! En todo el tiempo que llevas aquí no has escrito ni una sola línea! -me espetó Walter. Y, suavizando un poco el tono, añadió-: Creo que hace ya siete años, prácticamente ocho. -Nombró a dos de mis colegas en el departamento-. En los últimos siete años, entre los dos han publicado nueve libros. Y uno de los de ella ganó un Premio Nacional, como sin duda sabes. Y tú, Grady, ¿qué has hecho?

Ésa era la gran pregunta, la acusadora pregunta que llevaba tanto tiempo esperando sin haber sido capaz de dar con una respuesta adecuada. Bajé la cabeza.

Q. se aclaró la garganta y matizó, muy apropiadamente:

– Supongo que te refieres a qué ha hecho aparte de acostarse con tu mujer.

Walter apartó la bolsa de hielo de su nariz y la dejó caer al suelo. Levantó el bate y empezó a moverlo describiendo pequeños arcos entre Q. y yo. Lo agarraba con ambas manos, moviendo los dedos sobre la empuñadura. Tenía la cara hinchada y manchada de sangre, pero había una mirada sosegada en sus ojos azules como los de Doctor Dee.

– ¿Vas a golpearme con eso? -pregunté.

– No lo sé -respondió-. Es posible.

– Adelante -le dije.

Y lo hizo. En mi opinión, la mayor parte de la violencia entre los hombres es, de una u otra forma, consecuencia de la ligereza con que utilizan los comentarios mordaces. Le dije que adelante, y me tomó la palabra, dispuesto a partirme la crisma con el histórico bate. Levanté un brazo para protegerme, pero aun así se las arregló para asestarme un golpe oblicuo en la sien izquierda. Mis gafas salieron volando. Oí un ruido como de una roca enorme estrellándose contra una plancha metálica, vi algo semejante al fogonazo de un flash y en mi retina floreció y se marchitó una luminosa rosa. Sentí dolor, pero no tanto como me había imaginado. Después de parpadear varias veces, recogí mis gafas, me las coloqué sobre el caballete de la nariz, me enderecé y, con la exagerada dignidad de un tambaleante borracho, me alejé. Por desgracia para mi esforzada escenificación de imperturbabilidad y autocontrol, me equivoqué de dirección y acabé en la otra punta del invernadero, donde se me enredaron las piernas en un rollo de tela metálica y caí de bruces.

– ¿Grady? -gritó Walter. Por el tono de su voz parecía sinceramente preocupado.

– Estoy bien -dije.

Me liberé de la tintineante trampa de alambre y me dirigí hacia donde recordaba que estaba la puerta. De camino a la salida crucé el eje central del invernadero, y al pasar junto al sofá púrpura me detuve un momento.

– Espero que no hayas perdido detalle -le dije a Q.

Asintió. Me pareció que estaba un poco pálido.

– Quisiera hacerte una pregunta -añadí, señalando su mano-. ¿Qué pone ahí?

Miró la borrosa inscripción en tinta azul sobre el dorso de su mano izquierda y frunció el ceño. Tardó varios segundos en recordar de dónde había salido aquello.

– Pone «Frank Capra» -dijo, y se encogió de hombros-. Es algo que vi anoche; creo que de ahí podría salir una novela.

Asentí y le tendí la mano; me la estrechó. Al avanzar hacia la puerta estuve a punto de rozar a Walter Gaskell, y al apartarme me tambaleé un poco. Levantó una mano para sostenerme, y, por un instante, estuve a punto de desmayarme en sus brazos, pero rechacé su ayuda y crucé a grandes zancadas el jardín, que parecía girar a mi alrededor, camino de la casa.

Subí por las escaleras del porche trasero y atravesé la casa, sintiéndome un poco menos aturdido a cada paso que daba. Al llegar al porche delantero comprobé que la tuba seguía allí, esperándome. Casi me alegré de verla. Me quedé allí, iluminado por la luz que salía de la puerta abierta que tenía a mis espaldas y se desparramaba hacia la calle, mientras la lluvia se deslizaba por los cristales de mis gafas y las aletas de mi nariz, tratando de reunir el ánimo necesario para emprender el camino de regreso a mi casa vacía en la calle Denniston. Eché un vistazo al recibidor para comprobar si, por casualidad, alguien se dejó olvidado un paraguas o había alguna cosa con la que, al menos, pudiese cubrirme la cabeza. No vi nada que resultase adecuado. Me volví, respiré profundamente y levanté la tuba por encima de mi cabeza para resguardarme un poco de la lluvia. Y así emprendí el camino de regreso a casa. Pero la tuba pesaba demasiado para llevarla mucho rato de aquel modo, así que no tardé en bajarla y seguir adelante empapándome. La ropa empezó a parecerme más pesada, los zapatos rechinaban a cada paso y los bolsillos de la chaqueta se llenaron de agua. Finalmente, decidí sentarme sobre la funda de la tuba y esperar, como un hombre agarrado a un tonel vacío, a que me arrastrase la riada.

La riada, pensé. Ése era el verdadero final que siempre había pensado para Chicos prodigiosos. Un día de abril, tras un duro invierno, el río Miskahannock se desbordaba y arrasaba la agitada ciudad de Wonderburg, Pensilvania. Para el último párrafo tenía una idea muy concreta: una chica y una vieja jorobada avanzaban en una barca por el enorme recibidor de la mansión de los Wonder. Había algo en esa imagen de la pequeña barca que, cargada con todo lo que quedaba de la familia Wonder, se dirigía trabajosamente hacia la puerta de la mansión para perderse entre las ruinas y los restos flotantes del mundo, que me conmovía hasta las lágrimas. En un gesto automático, me palpé los bolsillos tratando de encontrar un bolígrafo y una hoja de papel para tomar algunas notas. Había algo en uno de los bolsillos de la chaqueta. Eran las siete páginas supervivientes de Chicos prodigiosos, dobladas y mojadas. Las apoyé contra uno de mis muslos y, con sumo cuidado, las desplegué y las alisé.

– ¿ Y bien? -le dije a la tuba-. ¿Qué te parece si ponemos el punto final de una vez por todas?

Tomé las siete hojas y me dispuse a plegarlas. Empecé por las puntas superiores y las fui doblando hasta convertirlas en un empapado y blando barquito de papel. Deposité la poco marinera embarcación a mis pies, en la cuneta, y contemplé cómo se escoraba y se deslizaba calle abajo, hacia el río Monongahela primero y camino del mar abierto después. Así, tal como habían presagiado las profecías de las brujas y yo había dejado escrito en un borrador de nueve páginas redactado una tarde de abril de hacía cinco años, la riada se llevó los últimos restos de las posesiones de los Wonder. Me puse en pie y descubrí que se me había despejado considerablemente la cabeza y que el aturdimiento que sentía en ella hacía un rato había pasado, como si de corriente eléctrica se tratase, a mis extremidades. Las manos no me respondían bien, sentía las piernas inseguras y mi corazón parecía etéreo. No estaba exultante de felicidad, precisamente; había dedicado demasiados años de mi vida a aquella novela, había vertido en ella demasiados miles de ideas, situaciones y frases elegantemente resueltas, fruto todo ello de un arduo trabajo, para no sentir un profundo pesar al abandonarla definitivamente. Pero, a pesar de todo, me sentía ligero, como si me hubiese criado en los superpoblados barrios del planeta Júpiter y de pronto, rebosante de energía y entusiasmo, pudiese recorrer libremente las calles de Point Breeze dando saltos, cubriendo tres metros con cada zancada y con la tuba como único lastre para evitar salir volando.

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