Walter Gaskell se aclaró la garganta y prosiguió su discurso, como si estuviera impaciente:
– Por último, aunque probablemente no por ello sea menos importante, debo decir que Terry Crabtree, de Bartizan, también ha decidido publicar mi libro, El ú ltimo matrimonio americano, del que algunos de vosotros ya conocéis varios fragmentos.
Aplausos estruendosos, entusiastas, obsequiosos. Crabtree le dio a James una palmada en el hombro y un afectuoso apretón; un nuevo episodio para ser recreado por la ágil pluma de Terry Crabtree en sus hipotéticas memorias. Walter hizo una rápida y digna reverencia, dio las gracias a las secretarias y voluntarios de la organización, citó una frase de Kafka sobre hachas y hielo, nos deseó un año productivo y, con una risotada muy televisiva, dejó que la audiencia de escritores en cierne levantara el vuelo como una bandada de horribles murciélagos. Se encendieron las luces y la gente empezó a salir del auditorio.
– ¿Viene, profesor Tripp? El señor Q. da una fiesta en casa de los Gaskell -me comunicó Carrie-. Me dijo que estaba invitada -añadió.
– No, creo que no voy a ir -le dije. Vi cómo Jeff seguía a Hannah por el pasillo, con una mano en su cintura. Se detuvieron para felicitar a James, que se levantó y empezó a tirar de los puños de la americana, rodeado de gente que le daba la enhorabuena.
– Bueno -dijo Carrie en tono dubitativo-, pues ya nos veremos, profesor Tripp.
– Seguro -dije, y en ese momento vi a Sara en la otra punta del auditorio, junto a una salida lateral. Me pareció que me miraba. Me puse en pie y levanté un brazo, pero cuando la saludaba, agitando la mano frenéticamente, se volvió y salió del auditorio sin responder a mi gesto.
Le dediqué a Carrie McWhirty una gélida sonrisa y, cuando me dejó a solas, me desplomé sobre la butaca, como alguien agotado por la fiebre. Me puse una mano sobre la frente y me pareció que, de hecho, tenía algunas décimas. El murmullo de las conversaciones de la gente que se despedía en el vestíbulo subió de volumen momentáneamente y después se acalló por completo. En el auditorio apareció Sam Traxler con una aspiradora y un carrito repleto de accesorios de limpieza, y empezó a pasearse por los pasillos y entre las butacas recogiendo los desperdicios más voluminosos, que metía en una bolsa de plástico. Al cabo de un rato también él desapareció y me quedé completamente solo. Lo había perdido todo: mi novela, mi editor, mi esposa, mi amante, la admiración de mi mejor alumno, todos los frutos de la última década de mi vida. No tenía ni familia, ni amigos, ni coche, ni, probablemente, tras los acontecimientos del fin de semana, empleo. Me apoyé contra el respaldo de la butaca, y al hacerlo escuché el inconfundible ruidito de una bolsa de plástico al arrugarse. Metí la mano en el bolsillo roto de mi chaqueta y la deslicé por el agujero hasta el forro, donde encontré la bolsita de marihuana, templada por el calor de mi cuerpo.
En la platea se oyó un chirrido de goznes. Sam Traxler había vuelto a entrar en el auditorio y se disponía a poner en marcha su aspiradora de reluciente acero cromado. Un instante antes de que lo hiciera, le grité:
– ¡Hola, Sam!
Levantó la vista lentamente, sin mostrar sorpresa, como si estuviese habituado a que alguien le llamase desde el anfiteatro vacío.
– ¡Oh! ¡Hola, profesor Tripp! -dijo.
– Sam, ¿te sueles colocar? -le pregunté.
– Sólo mientras trabajo.
Me asomé por la barandilla, le mostré la bolsita e intenté lanzarla, como un dardo o un avión de papel. Pero quedó enganchada en un pliegue del cortinaje de terciopelo que cubría la parte exterior del anfiteatro. Me asomé más, haciendo fuerza con las piernas contra la butaca que tenía detrás, y sacudí el cortinaje. La bolsita cayó revoloteando como una hoja seca. Sam se acercó para recogerla. Ahora sí que ya no me quedaba nada de nada.
– ¡Joder! -exclamó-, ¿Me la da? ¿En serio?
Le aseguré que sí. De pronto, sentí olor a sangre en la nariz y a mi alrededor el aire se llenó de lucecitas parpadeantes y filamentos de perlas luminosas. Un rumor submarino asaltó mis oídos, como si alguien me hubiese aplastado contra las orejas un par de caracolas.
– Oh -dije, y mi cuerpo, que seguía apoyado por el vientre en la barandilla, se balanceó como un piano Stenway en el antepecho de la ventana de un segundo piso.
De pronto sentí, por decirlo de alguna manera, que el aparejo de la polea se destensaba. La verdad es que no sé muy bien qué fue lo que me hizo tambalearme. Un cuerpo de la talla del mío está sujeto a las misteriosas fuerzas gravitatorias que afectan a los océanos y a las laderas de las montañas. Lo que me esperaba al precipitarme al vacío era romperme la crisma y destrozar las butacas vacías que había abajo con unos efectos destructivos semejantes a los de un desbordamiento del río Monongahela. Para ser sincero, debo añadir que, por un instante, justo antes de perder el conocimiento, esa perspectiva me pareció maravillosa. Me desplomé hacia adelante, arranqué un par de puñados de polvo del cortinaje y empecé a caer.
Sentí un fuerte tirón en el cuello. El botón superior de mi camisa saltó y me golpeó en la mejilla. Noté que alguien me subía lentamente hacia el anfiteatro y después me tendía en el suelo boca arriba. Unas manos presionaron delicadamente mi frente. Justo antes de cerrar los ojos tuve una momentánea visión del rostro de Sara. Parecía contemplarme desde una altura indeterminada.
– ¿Grady? -dijo, perpleja-. ¿Qué estabas haciendo, maldito idiota?
Abrí la boca e intenté responder a la pregunta, pero no pude. El matiz de ternura en su voz me hizo concebir esperanzas, y sentí un agudo dolor en el pecho al expansionarse súbitamente el último músculo esperanzado de mi cuerpo.
Me elevé como una cometa, a trompicones, atado al pellejo mortal de Grady Tripp por medio de un fino hilo nacarado. A mis pies se extendía Pittsburgh, con sus edificios de ladrillo, sus negros tejados y sus viaductos de hierro, con sus hondonadas cubiertas por la niebla y medio oculta por la lluvia. El viento me levantaba las solapas de la chaqueta y resonaba en mis oídos como los latidos de un corazón. Había pájaros en mi cabello. Me creció una puntiaguda barba de hielo en el mentón. No me lo invento. Oí que Sara me llamaba y miré hacia abajo, hacia la niebla y la lluvia de mi vida en la Tierra, y vi que se arrodillaba junto a mi cuerpo e insuflaba su aliento en mis pulmones. Era cálido y acre, repleto de vida y de aroma de tabaco. Lo bebí a grandes tragos. Me agarré al hilo opalescente y empecé a descender hacia mi cuerpo terrestre.
Al despertarme me encontré en una habitación de hospital escasamente iluminada, desnudo bajo una camisola de papel azul pálido, con un gota a gota en el brazo izquierdo que me suministraba mi glucosa vespertina. Era una agradable habitación de dos camas, con un papel alegre en las paredes y un ramo de nomeolvides en un jarrón sobre la repisa de la ventana, tras la que se veía una impresionante iglesia de piedra negra al otro lado de la calle. Detrás del campanario se vislumbraba una franja de cielo de un azul muy pálido. La cortinilla que me separaba de mi compañero de cuarto estaba corrida, pero veía los pies de su cama y más allá el pasillo, de un azul gélido.
– ¿Hola? -dije, dirigiéndome a quienquiera que estuviese al otro lado de la cortinilla-. Disculpe, ¿podría decirme en qué hospital estoy?
No hubo respuesta, así que pensé que tenía un compañero de habitación con la mandíbula cosida, comatoso, afásico o incapaz de contestar por algún otro motivo. Finalmente, caí en la cuenta de que estaba solo. Mientras contemplaba cómo los últimos restos de azul desaparecían en el cielo nocturno tras la ventana, sentí que una tremenda soledad descendía sobre mí.
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