Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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El encendedor saltó, y pegué un bote. Las páginas de Chicos prodigiosos cayeron al suelo y quedaron amontonadas alrededor de mis tobillos. Di una calada al potente canuto y me llené los pulmones del apestoso humo verde. Lo exhalé. En el breve intervalo entre la inspiración y la exhalación me sentí a disgusto conmigo. Apagué el canuto, lo volví a guardar en la cajita de hojalata, la tapé y la metí en la guantera. Tratando de evitar cualquier movimiento brusco que pudiese alarmar a la tuba, bajé del coche, me monté en mi burro y salí trotando por el tortuoso camino tras los pasos de Terry Crabtree.

La suerte que le esperaba a James Leer no se debatía en la benedictina penumbra del despacho de Walter Gaskell en la tercera planta del Arning Hall, sino en aquella especie de frío y aséptico terrario que era el edificio administrativo -una construcción ultramoderna obra de un discípulo de un discípulo del hijo de Frank Lloyd Wright-, en la desoladora brillantez formal del despacho de la rectora, con su moqueta negra y su mobiliario de acero. Alcancé a Crabtree a medio camino entre el Arning Hall y el edificio administrativo, y juntos nos dirigimos al encuentro con los Gaskell. La puerta de la sala de espera era un simple panel de cristal grueso, así que cuando salimos del ascensor vimos a James Leer hundido en un sofá bajo, con las rodillas separadas, los tobillos juntos, las manos en el regazo y pinta de estar aburriéndose soberanamente. Al vernos aparecer con la chaqueta de Marilyn se reincorporó y nos saludó con la mano, con cierta indecisión, como si no tuviese muy claro si nuestra llegada anunciaba buenas o malas noticias. Yo mismo tampoco estaba muy seguro al respecto. Había bastado una calada de aquel canuto de legendaria marihuana para que lo viese todo ligeramente borroso. Me arrepentí de haberla dado. Tarde o temprano siempre acababa arrepintiéndome de haber fumado.

– ¡Vaya, mira a quién tenemos aquí! -dijo Crabtree-. Es Santa María de las Flores [45]en persona.

– Estoy jodido -anunció James, no muy apesadumbrado, mientras entrábamos.

– ¿Te van a expulsar? -pregunté.

James asintió y dijo:

– Sí, creo que sí. No estoy completamente seguro. Llevan ahí dentro un buen rato. -Bajó la voz y añadió-: De hecho, me parece que se están peleando o algo por el estilo.

– ¡Dios mío! -dijo Crabtree, que volvió a flexionar el cuello para desagarrotarlo antes del combate.

Escuchamos con atención: se oía una voz masculina, un murmullo ininteligible que argumentaba algo. No oí a Sara.

– Ahora no se pelean -dije.

– Vamos allá -propuso Crabtree, y se acercó a la puerta para llamar.

– Han dejado de pelearse cuando han llegado Fred y Amanda -explicó James.

La mano de Crabtree se quedó congelada en mitad del gesto de golpear con los nudillos en la puerta.

– ¿También están ahí dentro?

– Sí -respondió James-. Ya os lo he dicho, estoy jodido.

– Ya veremos.

– Han traído al perro.

– Entonces sí que estamos jodidos -le dije a Crabtree.

– Quizá tú lo estés.

– ¿Parezco colocado? -El corazón me empezó a latir con fuerza. La clásica obsesión de todo adicto a la marihuana es parecer totalmente sobrio (y, si es posible, manejar alguna maquinaria complicada) mientras una chillona nebulosa estalla en su cerebro. Fracasar (ser descubierto) conlleva una misteriosa carga de ansiedad y vergüenza-. ¿Cómo tengo los ojos?

– Parece que te acaban de gasear -respondió sin contemplaciones Crabtree. A causa de aquel súbito ataque de paranoia, me entraron serias dudas sobre si realmente estaba contento de tenerme a su lado-. Limítate a quedarte detrás de mí, ¿de acuerdo? Deja que hable yo.

– ¡Oh, por supuesto! -dije.

Sara abrió la puerta. Hay que decir en su honor, como administradora y como amante de un personaje imprevisible como yo, que no pareció particularmente sorprendida de vernos allí a Crabtree y a mí.

– Pasad -dijo, y puso en blanco sus fatigados ojos. Entonces vio la chaqueta y eso sí la sorprendió-. ¿La habéis encontrado? ¡Walter, la han encontrado!

Walter Gaskell saltó de su silla y se precipitó hacia nosotros. Por un instante tuve la sensación de que se me iba a tirar al cuello y di un paso atrás, pero él ni siquiera me miró. Fue directo hacia el trofeo de satén negro. Crabtree se mantuvo firme, con la chaqueta colgando del antebrazo, y se la ofreció a Walter para que la examinara con orgullo y refinada delicadeza, como un sommelier con una botella de un tinto de crianza de una añada excelsa. Walter la tomó con pareja delicadeza y la sometió a un minucioso repaso en busca de cualquier posible signo de deterioro.

– Parece que no ha sufrido ningún daño -anunció.

– ¡Oh, gracias a Dios! Bueno, James Leer, tienes mucha suerte -dijo la señora Leer, y añadió, con la mirada: «de estar vivo».

Ella y su marido se hablan levantado de sus sillas cuando entramos, y ahora el señor Leer le rodeó la cintura con su huesudo brazo en un gesto a un tiempo protector y triunfante, como diciendo: «¿Lo ves?, ya te dije que todo saldría bien.» Imaginé que él siempre estaba diciéndole cosas por el estilo, con la vana esperanza de que esas lecciones de buen talante acabasen haciendo efecto por su fuerza acumulativa y un buen día ella se diese cuenta de que, en general, todo solía tener un final feliz. Me dije que el principal obstáculo para una buena relación matrimonial era ese perpetuo abismo entre el fundado y loable pesimismo femenino y el totalmente estúpido optimismo animal masculino. Esta última fuerza era, además, la principal responsable del lamentable estado del mundo. La señora Leer iba vestida como para un funeral, con un traje negro con cinturón, medias negras y zapatos negros, y llevaba su cabello claro recogido en un moño, impecablemente sostenido sobre su cabeza como si de una cofia de enfermera se tratase. Y era obvio que había pasado a buscar a Fred por un campo de golf para que la acompañase a la ciudad. De acuerdo con la vestimenta de éste, estaba claro que a Fred le encantaba el color pistacho. Amanda Leer se liberó del protector brazo de su marido y se me acercó.

– Ahora escúchenme todos -pidió Crabtree, tratando de interponerse entre la señora Leer y yo. Ella lo rodeó y se plantó ante mí. Su vestido desprendía un intenso olor acre a cedro.

– Es usted un caradura, señor -me espetó.

– Lo siento -dije.

La severidad de su tono atrajo la atención de Walter, que levantó la vista de la chaqueta.

– Estoy totalmente de acuerdo -dijo sin mirarme a la cara, me pareció que no porque mi presencia lo intimidase, sino porque sentía vergüenza ajena. Mi paranoia de adicto al cannabis volvió a hacer de las suyas. ¿Vería todo el mundo que iba colocado?-. Tú y yo tenemos que hablar.

– Supongo que tienes razón -dije. Me pregunté cuánto le habría contado Sara. Probablemente, pensé, todo.

Crabtree cogió del brazo a Walter, intentando que se calmase.

– Walter, si pudiéramos…

– No creo que haya nadie en esta habitación que en estos momentos te tenga en gran estima, Grady -me dijo Sara en un tono amenazador.

Miró hacia una esquina de su despacho en la que había una enorme bolsa de nailon de esas que utilizan los esquiadores para llevar el equipo. No tuve excesivas dudas sobre cuál podía ser su contenido. La imagen del cadáver de Doctor Dee en su ataúd de nailon me conmovió profundamente. De pronto recordé su afición a colocar palos sobre la hierba del jardín trasero de los Gaskell de manera que formaban jeroglíficos casi descifrables. Se había pasado toda la vida tratando desesperadamente de comunicar algún importante mensaje que nadie fue capaz de entender y que se llevó a la tumba consigo. Esta reflexión me produjo una reacción sorprendente. Sorprendente al menos para mí. Me senté ruidosamente en una de las sillas de cuero y cromo del despacho, me tapé la cara con las manos y rompí a llorar.

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