– Me has dado con la tuba -se quejó Booger, que me miraba con una mueca de dolorida perplejidad.
– Lo sé -le dije-. Lo siento.
De pronto llegó volando una hoja de papel que se aplastó contra mi cara. Me la quité de encima. Era un folio, y, al mirarlo con cierto detenimiento, descubrí que en él se describía el peor momento de un lamentable episodio de la carrera médica de Culloden Wonder, máximo sinvergüenza y patriarca del lamentable clan. Eché un vistazo al Renault y me percaté de que si Crabtree había estado conduciendo tan lentamente, no era porque me estuviese esperando, sino porque estaba enfrascado en una batalla con la puerta abierta del coche, tratando al mismo tiempo de cerrarla, salir del callejón y, a ser posible, evitar que el viento se llevase hasta la última hoja del manuscrito de mi novela. El aire estaba lleno de páginas de Chicos prodigiosos; de pronto caí en la cuenta de que una considerable cantidad de la porquería que volaba por el callejón y el aparcamiento eran hojas de mi libro. Caían como gigantescos copos de nieve sobre Booger y se abalanzaban como gatitos contra mis piernas.
– ¡Dios mío! -grité-. ¡Crabtree, para el coche!
Crabtree frenó y bajó del Renault, y entre los dos intentamos salvar el mayor número posible de páginas, cazándolas al vuelo y recogiéndolas del suelo como si fuesen hojas secas.
– Lo siento mucho, tío -se disculpó Crabtree. Dio un salto para tratar de atrapar una hoja que volaba bastante alto, pero falló por un centímetro y la hoja se alejó-. No me había dado cuenta.
– ¿Cuántas páginas han salido volando?
– No muchas.
– ¿Seguro? -pregunté alarmado-. Crabtree, parece que esté nevando.
A nuestras espaldas se oyó una detonación. Nos volvimos y vimos a Walker junto a la camioneta blanca, con una rodilla en el suelo, blandiendo la pistola con una temblequeante mano.
– ¡Mierda! -gritó Booger, que se llevó la mano izquierda a la flor de un rojo intenso que súbitamente apareció en su brazo derecho, sobre la manga de su camisa.
– ¡Dios bendito! -dijo Crabtree, que me agarró y me arrastró hacia el coche-. ¡Larguémonos!
Lancé la tuba al asiento trasero, le di a Crabtree la chaqueta de Marilyn, subí al coche y nos largamos del aparcamiento de Kravnik, Material Deportivo, abandonando a su suerte a mi novela, a la que vimos alejarse como la blanca estela espumosa de una lancha.
Todavía sin aliento por la emoción de haber logrado salir airosos, Crabtree se lanzó a recapitular los acontecimientos de los últimos veinte minutos, estableciendo los más mínimos detalles de nuestra huida con una precisión narrativa equivalente a la de un relojero con unas pinzas y abrillantando la fachada de la trama con una retórica equivalente al chorro de agua de una manguera.
– ¿Te has fijado en que Booger llevaba un tatuaje en el dorso de la mano? Era un as de corazones, pero el corazón no era rojo, sino negro. ¡Hasta he podido olerle el aliento, Tripp! ¡Había bebido cerveza negra, lo juro por Dios! En un determinado momento incluso he pensado que iba a besarme. ¡Dios mío, era feísimo! Ambos lo eran. Y qué me dices de la pistola, ¿eh? ¿Era una nueve milímetros? Lo era, ¿no? ¡Coño, esas balas sonaban como jodidos colibríes!
En la hipotética biografía de Crabtree ya había un breve capítulo titulado «Gente que me ha disparado», y ahora, de camino al campus, lo estaba revisando concienzudamente, empezando por el episodio protagonizado por ambos unos once años atrás, cuando le ayudé a introducir a su amante de aquel entonces, el pintor Stanley Feld, en una casa de East Hampton propiedad de un abogado coleccionista de arte que se negaba a cumplir la promesa de permitir que Feld fuese a ver el que consideraba su mejor lienzo. Como todas nuestras grandes aventuras, era, en teoría, un noble acto solidario para echarle un cable a un amigo, pero desde el primer momento de su ejecución se convirtió irremediablemente en un disparate. En aquella ocasión, debido a que Feld olvidó mencionar que el coleccionista en cuestión era un abogado de la mafia y que no sólo su colección, sino toda su propiedad, estaba custodiada por gorilas armados hasta los dientes, cuya puntería, por suerte para nosotros, dejaba mucho que desear. Después de aquel episodio, en el que varias ráfagas disparadas por armas automáticas arrancaron una rama de una picea a unos palmos por encima de nuestras cabezas, Crabtree pasó, como era de esperar, a rememorar las dos balas que seis meses después le disparó un enojadísimo Stanley Feld, una de las cuales acabó alojada en su nalga izquierda.
Ahora tenía una nueva anécdota que añadir a su hipotético capítulo favorito, y pude comprobar que estaba encantado con ello.
– ¡Qué caos! -exclamó. Bajó la ventanilla y aspiró profundamente, como si llegase hasta su nariz el olor de hierba recién cortada o del océano. Meneó la cabeza entusiasmado y añadió-: ¡Qué confusión!
– Y que lo digas -repliqué, y bajé la vista hasta los patéticos restos de Chicos prodigiosos que tenía sobre mi regazo.
Pensé que yo debería tamborilear en el salpicadero, cantar alabanzas al dulce caos, contrario a la muerte y que por ello le impedía actuar, y manifestar, para que quedase constancia de ello, que el aliento de Vernon Hardapple tenía un olorcillo anisado de salchicha italiana, con un punto amargo de cerveza. Desde el día en que, hacía casi veinte años, caí bajo el hechizo de Jack Kerouac y su errabunda prosa jazzística de estilo libre, con toda su peligrosa blandura y pobre puntuación, siempre había considerado de manera instintiva como un artículo de fe que las incursiones como el rescate de James Leer de su mazmorra de Sewickley Heigts, o la recuperación de la chaqueta desaparecida, eran intrínsecamente buenas. Buenas como material literario, como material para una charla de bar, como vigorizantes del espíritu. ¡El caos! Debería aspirar sus efluvios igual que Knut Hamsun, sentado sobre una locomotora que atravesaba el corazón de América, tragó miles de kilómetros de aire helado en su afortunada tentativa de liberar a su cuerpo de la tuberculosis. Debería darle la bienvenida al luminoso ángel del desorden, que entraba en mi vida como el hormigueante caudal de sangre que revitaliza un miembro adormecido.
Pero, en lugar de eso, me pasé todo el trayecto hasta la universidad tratando de evaluar y asimilar el fatal golpe asestado al manuscrito de Chicos prodigiosos. Crabtree había logrado impedir que salieran volando del coche exactamente siete páginas. Todas tenían la marca de la suela de sus zapatos o habían quedado rugosas, como la superficie granulada de una pelota de baloncesto, tras ser aplastadas contra el asfalto; a una de las páginas, además, le faltaba un trozo. Dos mil seiscientas cuatro páginas -¡siete años de mi vida!- habían quedado desperdigadas por el callejón que había detrás de Kravnik, Material Deportivo, junto a una decrépita camioneta Ford y tres cuartas partes del cadáver de una serpiente. Reagrupé los escasos restos de mi manuscrito, atontado, perplejo, como un accionista arruinado tras una súbita caída de la bolsa, apretando el fajo de tinta y papel arrugado que era el único resto de lo que sólo una hora antes constituía mi fortuna. Era una muestra completamente aleatoria de mi novela, una serie de páginas sin ninguna relación entre sí, excepto un par en las que, por pura coincidencia, se mencionaba una marca de nacimiento en la espalda de Helena Wonder que tenía la forma de su estado natal, Indiana. Dejé caer la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el reposacabezas y cerré los ojos.
– Siete páginas -dije-. Seis y media.
– Pero tienes copia, ¿verdad? -presupuso Crabtree.
No respondí.
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