Sin dejar de pensar en las ideas que me rondaban por la cabeza, subí de nuevo al Galaxie y me coloqué detrás del volante. Todavía tenía las llaves de aquel coche, y pensé que era una de las pocas cosas que me quedaban. Así que me pareció que lo que debía hacer era sacar el coche del aparcamiento, enfilar el callejón hasta la calle Smithfield, atravesar el río Monongahela y largarme de Pittsbourgh a la mayor velocidad que pudiese alcanzar aquel viejo cacharro de Michigan. No había ningún lugar en concreto al que quisiera llegar con él, pero eso tampoco era una buena razón para quedarse. Me acomodé, ajusté el retrovisor y eché el asiento hacia atrás. El coche estaba impregnado de un olor nuevo, pero que me resultaba extrañamente familiar, un olor penetrante, con algo de jengibre, que me despejó la cabeza y me llenó el pecho de un ligero y bienvenido estremecimiento de pesar. Olía a Lucky Tiger: Irving Warshaw y Peterson Walker usaban la misma colonia. Sonreí y metí las llaves para dar el contacto, pero dudé. Antes de ir a donde fuera, quería desembarazarme de todo lo que me había estado persiguiendo durante el fin de semana como un montón de ruidosas latas atadas a una cuerda.
– ¿Qué estás haciendo, tío? -preguntó Crabtree cuando volví a salir del coche-. Me ha parecido oír que se acercaba alguien.
Sin responderle, fui hasta el maletero del Galaxie y lo abrí. La tuba y los restos de la pobre Grossman seguían allí, sin que, al parecer, el dueño del automóvil se hubiese percatado de su presencia. Durante la noche Grossman no había hecho gran cosa por aligerar el hedor, y me pregunté si Walker no habría rociado generosamente el interior del coche de Lucky Tiger en una batalla predestinada al fracaso contra el hedor de la putrefacta boa. Cogí la maltrecha funda del instrumento con una mano y agarré a Grossman con la otra. Estaba retorcida y rígida, y pesaba mucho.
– ¿Qué cojones es eso? -preguntó Crabtree.
– ¿A ti qué te parece? -le dije.
Pensé que la pregunta le mantendría ocupado un rato. Al otro lado del aparcamiento había un caótico batallón de contenedores de basura de color verde. Justo cuando empezaba a dirigirme hacia ellos con mi surrealista cargamento escuché el chirrido de un automóvil que tomaba con brusquedad una curva cerrada y, al levantar la vista, vi una camioneta blanca de reparto que venía hacia mí por el estrecho callejón por el que Crabtree y yo habíamos entrado hacía un rato. El asiento del acompañante lo ocupaba Guisante Walker, mientras que al volante iba un tipo blanco mucho más voluminoso y con el cráneo rapado que conducía la camioneta directamente hacia mí. El tipo entresacaba la lengua por la comisura de los labios como si estuviese muy concentrado en conseguir aplastar a su presa. Pero, obedeciendo a una indicación de Walker, giró el volante e interpuso la camioneta entre mi persona y el coche de Hannah, dejándome bloqueado entre los contenedores. Entonces dio un frenazo.
Walker saltó de la camioneta y, sin decir palabra, vino hacia mí dando enérgicos saltitos y ladeando la cabeza como si estuviese encantado de volver a verme. Vestía un vistoso chándal color berenjena y un par de zapatillas deportivas de rebuscado diseño; tanto el calzado como la ropa estaban adornados, igual que si de un códice maya se tratase, con todo tipo de jeroglíficos y pictogramas. Llevaba una enorme botella, cuyo contenido no logré adivinar, envuelta en una bolsa de papel marrón. La dejó en el suelo con pesar y le dio una palmadita al tapón.
– ¡Eh, Booger, encárgate del tipo del coche! -le dijo a su colega.
El tal Booger obedeció y saltó de la camioneta para lanzarse sobre Crabtree. Este optó por una peculiar estrategia defensiva consistente en hacer sonar la bocina repetidamente. Cuando se percató de que la idea resultaba, como no era de extrañar, del todo ineficaz, arrancó marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento, dio un brusco giro y enfiló el callejón que desembocaba en la calle Wood. Durante la operación derribó, sin querer, al calvo Booger y le aplastó el pie izquierdo con la rueda trasera.
– ¡Joder! -aulló Booger.
Quedó tendido en el suelo, apoyado en los codos. Parecía indignado. Volví a dirigir mi atención hacia Guisante Walker, alerta a la posible aparición de la pistola que Clement había mencionado. Pero, para mi sorpresa, mientras se acercaba a mí, lo único que Walker blandió fueron sus puños, moviéndolos en el aire como si fueran gatitos tratando de atrapar un cordel. Aquellos puños eran gruesos y deformes como nudos de un manzano. Yo pesaba como mínimo unos cincuenta kilos más que él. Sonreí; Walker también. El tipo tenía los ojos inyectados en sangre, balanceaba ligeramente la cabeza y al sonreír mostraba la falta de un considerable número de dientes. Me pregunté si sería consciente de ello.
Mientras calibraba el valor estratégico de limitarme a dejar que Walker me arrease algún que otro puñetazo con sus calamitosos puños de peso mosca, él metió la mano bajo su chándal púrpura a la altura de la cintura y sacó una pistola ridículamente enorme, el diámetro de cuyo cañón era sólo superado por el de su desagradable sonrisa. La mano con la que sostenía el arma no parecía estar dotada de un pulso demasiado firme, pero supuse que a la distancia a la que estaba de mí eso carecía de importancia.
Hice una finta hacia la izquierda y salí corriendo hacia el coche de Hannah. Pero la tuba y el pedazo de boa me entorpecían los movimientos, y Walker tuvo tiempo de reaccionar y cortarme el paso.
– Eh, Guisante -dije.
– ¿Qué pasa?
Permanecimos así un minuto; un Minotauro roñoso, obeso y miope, y un Teseo cascado, desdentado y de manos temblorosas.
cara a cara en el punto en que confluían nuestros dispares laberintos. El viento soplaba con más fuerza y levantaba a nuestro alrededor nubes de polvo y arrastraba papeles y otros desechos.
– ¡Tripp! -gritó Crabtree, para alertarme del peligro que corría o, simplemente, expresando un desesperado deseo de que no me sucediese nada. Avanzaba despacio con el coche por el callejón, como para darme una última oportunidad de reunirme con él antes de abandonarme definitivamente a mi suerte.
Walker volvió la cabeza para echar un vistazo al Renault, momento que aproveché para alzar por encima de mi cabeza el pesado cadáver de Grossman y -como Aarón, la elocuente sombra de Moisés- arrojárselo encima a mi contrincante. Le golpeó en plena cara, con un sonoro chasquido, y el peso mosca perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. La pistola salió despedida de su mano y se deslizó ruidosamente, como un patín de ruedas, por el aparcamiento. Corrí hacia el callejón, tropezando con desechos diversos arrastrados por el viento, balanceando la tuba delante de mí y con la chaqueta bajo el brazo. No perdí de vista ni un segundo las tambaleantes rodillas de Booger, que se había puesto en pie y perseguía cojeando al Renault, sin demasiado entusiasmo, me pareció. Probablemente no tenía ni la más remota idea de a quién estaba persiguiendo ni por qué. Evidentemente, Crabtree habría podido dejar atrás a Booger sin ningún problema, pero seguía recorriendo el callejón a tres kilómetros por hora, con la portezuela del acompañante abierta, esperando a que le alcanzase. Cuando llegué a la altura del infortunado Booger, traté de golpearle sin piedad en las rótulas con la tuba. Pero se me desvió un poco el proyectil y le di en pleno estómago, cortándole la respiración en seco. Dio un par de tambaleantes pasos y cayó al suelo. Por el callejón, como si de una maraña de maleza seca arrastrada por el viento se tratara, vino rodando hasta él una mugrienta bola de cinta adhesiva para embalar y hojas de periódico, que se le pegó unos instantes a un lado de la cabeza y después siguió su camino.
Читать дальше