Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– ¿Tripp?

– Tengo borradores y versiones alternativas.

– Entonces la puedes reconstruir.

– Sí, seguro que sí. Espero que la próxima versión me salga mejor.

– Dicen que siempre es así -aseguró Crabtree-. Acuérdate de Carlyle cuando perdió su equipaje.

– Ése fue Macaulay.

– O de Hemingway, cuando Hadley [44]perdió todos aquellos relatos.

– Jamás logró reescribirlos.

– Ése no es un buen ejemplo, pues -dijo Crabtree-. Ya hemos llegado.

Giró por la larga avenida bordeada de tuliperos que llevaba de Folder's Hill hasta el centro del campus, y lo guié hasta el Arning Hall, donde la secretaría de la Facultad de Lengua y Literatura Inglesa estaba abierta a pesar de ser domingo. Dejamos el coche en el minúsculo aparcamiento de la facultad, en el espacio reservado para nuestro experto en Milton. Crabtree consultó su reloj y se pasó una mano por la melena en un gesto de presumido. Todavía faltaba media hora para que diese comienzo el acto de clausura del festival literario; Crabtree, por lo tanto, disponía de treinta minutos para preparar sus artilugios de mago, los grilletes trucados y la caja con doble fondo, y esconder palomas y conejos para su representación ante Walter Gaskell. Estiró el brazo para coger del asiento trasero la llave maestra de satén negro que le permitiría liberar a James Leer. Después bajó del coche y se puso la americana. Se estiró las mangas, flexionó el cuello y encendió un Kool Mild.

– ¿Quieres acompañarme?

– No tengo especial interés.

Crabtree metió la cabeza en el coche y me echó un rápido vistazo, más para darse ánimos que para dármelos a mí, tal como haría un actor que está a punto de salir al escenario y repasa nerviosamente el traje de un compañero de reparto que sale un par de escenas más tarde. Me subió las gafas por el caballete de la nariz empujándolas con el dedo índice.

– ¿Estarás bien aquí?

– Por supuesto. Uh, Crabtree -dije-, dime si me equivoco. Antes me ha parecido que no tenías intención de publicar mi libro. ¿Me equivoco?

– Sí. Escucha, Grady, no quiero que pienses… -No acabó la frase. Era horrible ver cómo Crabtree era incapaz de decidirse a decirme alguna de las muchas cosas inconcebibles que no quería que yo pensase-. Pero… quizá…, en cierto modo…, quizá eso… -señaló con un gesto de la cabeza los escasos restos de Chicos prodigiosos que descansaban sobre mi regazo- sea lo mejor que podía pasar.

– ¿Te refieres a que ha sido una especie de señal?

– En cierto modo.

– No lo creo -dije-. Mi experiencia me dice que las señales suelen ser más sutiles.

– Ajá. Bueno, de acuerdo. -Se reincorporó y se retocó las solapas de la americana-. Deséame suerte.

– Suerte.

Cerró la portezuela.

– Entonces, ¿sigues queriendo ser mi editor? -le pregunté, con la mirada fija en el parabrisas y en un tono de voz que esperé que sonase diferente y burlón.

– Por supuesto. Dame un respiro. -Su tono era impaciente o burlonamente impaciente-. ¿Tú qué crees?

– Creo que sí -dije.

– Pues así es.

– Te creo.

Pero no le creía.

– Estupendo -dijo. Volvió a mirarme a través de la ventanilla. De pronto, en su rostro reaparecieron la palidez, la delgadez y el aspecto pueblerino de veinte años atrás, cuando lo conocí-. Creo que será mejor que no vengas conmigo.

– Supongo que tienes razón -acepté. Me dolió tener que decirlo. Toda amistad entre hombres es esencialmente quijotesca: sólo perdura mientras ambos amigos están dispuestos a limpiar el casco de batalla, subirse al burro y cabalgar detrás del otro en pos de una dudosa aventura y una ilusoria gloria. Durante veinte años, ni una sola vez había declinado secundar a Crabtree, compartir con él las culpas y ser testigo de sus hazañas. Quería acompañarlo. Pero tenía miedo, y no sólo de tener que confesarle a Walter Gaskell mi papel en el asesinato de Doctor Dee y los ignominiosos medios mediante los cuales había llegado a conocer la combinación del cierre de seguridad de su armario secreto. En estos temas, al menos, sabía, más o menos, qué debía decirle a Walter. Pero si de lo que se trataba era de decidir la posible expulsión de James Leer, esa decisión correspondía a la rectora, y entonces Sara también estaría presente en la reunión. Y lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de qué quería decirles a ella y al creciente grupito de células que albergaba su vientre. Fijé la mirada en la página 765b de mi manuscrito y dije, dirigiéndome al cuello de mi camisa:

– La próxima vez.

Crabtree asintió, tosió tapándose la boca con el puño cerrado y cruzó el aparcamiento hacia el Arning Hall, dejándome allí con la tuba, que parecía tan empeñada en seguirme a todas partes que empecé a mirarla con cierta inquietud. Contemplé a Crabtree mientras subía por los escalones de granito del Arning Hall. Llevaba la chaqueta de satén cogida de los hombros y la sacudió suavemente, como quien sacude un mantel para que caigan las migas. Después desapareció en el interior del edificio.

Voluntariamente, o por despiste, había dejado las llaves del coche puestas, y encendí la radio. Estaba sintonizada en la emisora WQED. Un reportero de la sección cultural local por el que no sentía especial admiración entrevistaba al viejo Q. sobre su vida, obra y demonios personales. Reflexioné unos instantes sobre el eufemismo periodístico consistente en hablar de los demonios personales de un escritor en lugar de decir, simplemente, que estaba como una chota.

ENTREVISTADOR: Entonces, ¿diría usted, quizá, que era una especie de, y ya sé que es un término muy manido pero permítame utilizarlo, una especie de catarsis el revelar o descubrir, si prefiere esta expresión, en su relato La verdadera historia, utilizando la palabra «descubrir», por supuesto, en su sentido original de «retirar lo que cubre algo», los abismos en los que un hombre, un hombre quizá en muchos aspectos muy parecido a usted, aunque, como es natural, no usted mismo, se hunde en su desesperada e incluso me atrevería a decir extrañamente heroica búsqueda de lo que él denomina «la verdadera historia»? Me refiero, en concreto, a la escena de la lavandería, en la que el protagonista roba del bolso de la anciana el medicamento antihistamínico.

Q: Sí, exacto. (Una risa embarazada.) Algunas de esas píldoras producen un efecto contundente.

Pasé a AM y moví el dial hasta que di con una polca. Bajé y subí la ventanilla varias veces, retoqué el retrovisor, ajusté el asiento, abrí y cerré la guantera. Hannah la mantenía muy limpia y ordenada, y seguían allí los mapas de carreteras que la habían conducido de Provo a Pittsburgh dos años atrás. Había también una linterna, un pequeño paquete de tampones y una cajita de hojalata de puritos Wintermans que me resultó vagamente familiar.

La abrí y descubrí que contenía nada menos que varios cigarrillos de marihuana impecablemente liados. No me sorprendió en absoluto esa maestría, ya que fui yo quien los lió y le regalé la cajita a Hannah en octubre, por su cumpleaños. Le regalé una docena, y seguía habiendo doce. Me pasé uno por debajo de la nariz e inhalé el aroma como de corcho, mezcla de marihuana y cigarro puro desmenuzado. Recordé que la hierba que había utilizado era de gran calidad, la mejor mierda afgana que jamás había llegado al valle del río Ohio. Apreté el encendedor del coche, me acomodé en el asiento y esperé. Por el retrovisor vislumbré la tuba, que me había estado acechando durante todo el fin de semana, y me estremecí. Me vino a la memoria uno de los últimos relatos que escribió August Van Zorn antes de abandonar su magistral cultivo de aquel género literario menor que era su especialidad en favor del humor suburbano y los chistes inacabables y sin gracia. Era un relato titulado Guantes negros. Trataba de un hombre, un poeta fracasado, que había cometido algún crimen no especificado, pero sin duda horrible, y que continuamente se encontraba -en un bar, en el andén mientras esperaba el tren, en alguna habitación de cada casa que visitaba, en su estudio sobre un busto de Hesiodo o incluso entre las sábanas de su cama- un par de guantes negros de mujer. Los tiraba a la basura, los echaba al río, los quemaba, los enterraba, pero irremediablemente reaparecían. Una noche se despertó y aquellas negras manos huecas lo estaban estrangulando.

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