Cambié la tuba de mano. Traté de imaginarme dentro de ocho meses, sosteniendo contra mi velludo pecho a una dulce criatura pecosa; una pequeña quimera, con algo de Sara, algo mío y algo de azar genético. Me imaginé un bebé cabezón, de ojos hundidos, como los que representaba Edward Gorey, [50]embutido en un anticuado camisón, con los puños cerrados y una naturaleza vandálica. Admitamos, me dije, para hacer las cosas más simples, que traer al mundo a otro horrible mutante de la estirpe Tripp no tiene por qué ser por definición una mala idea. ¿Cómo se las arregla uno para saber si realmente quiere tener un hijo o no? Durante todo el tiempo que Emily y yo estuvimos supuestamente tratando de conseguir que ella quedase encinta, jamás se me ocurrió preguntarme si realmente deseaba que nuestro empeño llegase a buen puerto; tal vez porque en el fondo estaba convencido de que ninguna relación amorosa expuesta durante largo tiempo a las perniciosas radiaciones de mi carácter podía dar algún fruto. ¿Se sentía la necesidad de tener un hijo? ¿Consistía en una determinada forma de ansiedad física, de anhelo espiritual, de obsesivo hormigueo como el que se siente cuando a uno le amputan un miembro?
Volví a entrar en la recepción con la tuba y me dirigí al mostrador de información, atendido esa noche por una elegante mujer madura con una blusa a rayas. Tenía el cabello plateado y llevaba las uñas pintadas y un broche con una esmeralda. Estaba leyendo la tercera novela de Q. -la protagonizada por el juez de primera instancia que es un obseso sexual- y parecía estar cautivada y horrorizada al mismo tiempo.
– ¿Tienen ustedes, por casualidad, bebés en este hospital? -le pregunté cuando levantó la vista del libro-. Ya sabe, en esa sala donde uno los puede mirar a través de un cristal.
– Bueno -dijo, dejando el libro-, sí, tenemos una maternidad, pero no sé…
– Es para un libro que estoy escribiendo.
– ¡Oh! ¿Es usted escritor? -me preguntó, interesada, pero mirando con suspicacia la tuba.
– Lo intento -respondí, y alcé la tuba-, pero la sinfónica me quita muchísimo tiempo.
– ¿En serio? Mi marido y yo fuimos el viernes pasado a ver Harold en Italie, ¿qué le parece la obra? Solemos ir a conciertos muy a menudo. Seguro que debemos haber visto…
– Bueno, es una orquesta de Ohio -dije-, la Filarmónica de Steubenville.
– ¡Oh!
– Es una orquesta muy pequeña. Tocamos mucho en bodas.
Ahora me miró con más detenimiento. Como me había saltado un botón, me cerré el cuello de la camisa con la mano y traté de poner cara de melómano.
– Quinta planta -dijo finalmente.
Así que la tuba y yo fuimos a echar un vistazo a los bebés. Sólo había dos a la vista en aquel momento, tumbados en sus cunas de cristal como un par de retorcidos nabos gigantes. Había un tipo, que supuse que sería el padre de uno de ellos, apoyado contra el cristal; era un hombre maduro como yo, con restos de serrín en los pantalones, el pelo engominado y un rostro grueso y medio adormecido de capataz de alguna fábrica. Su mirada pasaba continuamente de un bebé al otro y se mordisqueaba el labio como tratando de decidir en cuál de los dos tendría que gastarse el dinero conseguido con el sudor de su frente. Por la expresión de su cara, parecía pensar que ninguno de ellos era precisamente una ganga; ambos tenían una cabeza que parecía abollada, la piel de color púrpura y repleta de venas visibles a simple vista, y, por si fuera poco, no dejaban de agitar sus extremidades con movimientos espasmódicos, como si estuviesen luchando contra algún fantasma o invisible enemigo.
– ¡Chico, cómo me gustaría tener uno de ésos! -dije.
El tipo captó la ironía de mi tono, pero interpretó mal el comentario. Me miró, señaló con el pulgar hacia el bebé que no era el suyo y, con una media sonrisa, me dijo:
– Bueno, colega, tengo noticias para ti: ya lo tienes.
Algo más de media hora después llegué a una calle bordeada por frondosos árboles en el corazón de Point Breeze, donde en una época ya lejana los herederos de las grandes fortunas del acero y las especias jugaban sobre la hierba golpeando con mazos de oro pelotas que hacían pasar bajo aros de plata. Caminé junto a una siniestra verja de hierro hasta llegar a la entrada de la residencia de los Gaskell. Era una noche de primavera fría en una ciudad fluvial al pie de las montañas. En el aire flotaba una ligera bruma. La luz de las farolas era débil y difusa, como si la hubiese retocado con el dedo un artista entusiasta del pastel y dado al sentimentalismo. Todavía llevaba conmigo la tuba, sin ningún motivo concreto, salvo el hecho de que en las presentes circunstancias era una agradable compañía; lo cual es una manera de decir que era cuanto poseía. Todas las ventanas de la casa de los Gaskell estaban iluminadas, y mientras recorría el camino de acceso llegó a mis oídos el suave tintineo de un vibráfono. No oí gritos ni otros sonidos humanos de juerga, lo cual, por otra parte, no me sorprendió en absoluto, ya que la fiesta de clausura del festival literario, se celebrase donde se celebrase, era, por lo general, un baile de supervivientes, con una escasa concurrencia de gente cansada y resacosa. Deposité la tuba en el suelo y llamé al timbre.
Esperé. El viento agitó sonoramente las hojas de los árboles y dos segundos después empezó a llover a cántaros. Llamé con los nudillos. Probé con el pesado picaporte y descubrí que la puerta no estaba cerrada. Al entrar, sentí un estremecimiento de miedo.
– ¿Hola? -dije.
La casa estaba desierta. Di una vuelta por la planta baja, fui de la sala a la cocina y me abrí paso por las puertas batientes hasta el comedor. Por todas partes había signos de una reciente presencia de gente: vasos de plástico con marcas de carmín, ceniceros llenos de colillas, algunos sombreros y sudaderas tirados de cualquier manera, e incluso un par de zapatos. Toda la escena estaba impregnada de una extraña calma después de la batalla, como tras la acción de un rayo mortal o una nube tóxica.
– ¿Hay alguien en casa? -grité hacia el piso de arriba, y empecé a subir las escaleras. Mi llamada no obtuvo respuesta.
Desde el pelo me resbaló por la nuca una gota de lluvia, y sentí que un estremecimiento me recorría la espina dorsal. La puerta de la entrada seguía abierta y las susurrantes risotadas de la lluvia que repiqueteaba en los árboles y los charcos creaba una extraña armonía con el claqué de esqueletos danzantes del vibráfono. Una casa vacía, un hombre necio y temerario subiendo las escaleras al encuentro de su fatal destino, la espectral música de una orquesta de diablillos y esqueletos: me había convertido en el protagonista de un relato de August Van Zorn. Tal vez, pensé, nunca había sido otra cosa a lo largo de mi vida. De pronto, a mis espaldas se oyó un ruido sordo, como de un cuerpo golpeando contra el suelo. Pegué un bote y me volví rápidamente, preparado para ser devorado por las babeantes fauces del mismísimo Príncipe de las Tinieblas. Pero era sólo la tuba, que se había volcado en el porche; o eso, o trataba de moverse por sí misma.
– No puedo dejarte sola ni un momento -le dije, bromeando sólo a medias.
Bajé rápidamente las escaleras y me quedé en el recibidor, muy quieto, sin perder de vista la tuba e intentando descifrar qué debía de haber pasado y por qué todo el mundo se había ido. Desde donde estaba veía la cocina, y a través de sus ventanas descubrí que en el jardín trasero había una luz encendida. Entré en la cocina y aplasté la cara contra el cristal de una ventana. En el interior del invernadero de Sara brillaba uno de los neones de tenue luz violeta. Era perfectamente posible que en algunas ocasiones Sara dejase encendida a propósito alguna de las luces del invernadero, y bastante improbable que hubiese elegido aquel preciso momento para echar un vistazo a sus guisantes. A pesar de todo, me subí la chaqueta hasta cubrirme la cabeza y crucé el jardín chapoteando a la carrera. Llamé a la puerta del invernadero con los nudillos un par de veces y después la abrí y me dejé aspirar por aquella extraña casa de cristal con su hedor a abono a base de pescado, flores y putrefacción. Era la primera vez que entraba allí de noche. Sólo había un neón encendido, al fondo. Me quedé inmóvil unos instantes, tratando de adaptarme a la escasa luz y a la densidad del aire, recargado de un olor, mezcla de vainilla rancia y dulzona podredumbre, que identifiqué como el aroma de los narcisos. Era tan abrumador, que casi podía oírlo zumbar en mis oídos como si de un enjambre de abejas se tratase.
Читать дальше