– Creo que ya te lo expliqué -le dije-. Es una chaqueta de satén negra, con el cuello de piel. La llevaba Marilyn Monroe el día que se casó con Joe DiMaggio.
– ¡Ah, sí! -recordó Crabtree. Cruzó los brazos sobre su pecho. Era una mañana ventosa y fría, que amenazaba lluvia-. Siempre he deseado verla.
– Llevé a James al dormitorio de los Gaskell para enseñársela. Y supongo que le apenó verla allí, tan sola.
– ¿Y?
– Y mientras yo estaba en el pasillo, ya sabes, luchando con Doctor Dee… se la metió en la mochila.
– Muy propio de él -dijo Crabtree. El acerado centelleo de la ironía volvía a estar presente en su tono-. Pero ¿y qué? No veo dónde está el problema.
– ¿No?
– Puede devolverla.
– Ajá. Muy agudo, Crabs.
Me miró de soslayo, tratando de descubrir por qué mi tono parecía indicar que le estaba tomando el pelo.
– Bueno, ¿dónde está? -preguntó.
– En el asiento trasero del coche.
Crabtree volvió la cabeza y echó un vistazo al camino de acceso por encima del hombro.
– Ya veo -dijo al cabo de unos instantes-. ¿Y dónde lo dejamos anoche? La verdad es que no lo recuerdo.
– Estoy casi seguro de que lo dejamos exactamente donde estás mirando.
– ¿Eh? ¡Mierda, Tripp, lo han robado!
– No exactamente -dije-. Creo más bien que ha sido recuperado por su propietario.
– ¿Su propietario? ¿Qué quieres decir? Si no oí mal, me dijiste que el jodido coche era el pago de una deuda de Happy Blackmore, que te debía dinero.
– Lo era -dije-. Porque, en efecto, me debía dinero. El problema es que me temo que el coche no debía de ser exactamente suyo. No sé si me explico. Nunca me trajo ningún papel. Todavía no he podido hacer el cambio de nombre. -Sentí que me ruborizaba-. Cada vez que le pedía la documentación, me decía que la tenía en su archivo.
– ¿En su archivo? -preguntó Crabtree, en cuyos ojos había aparecido una mirada burlona-. ¿El de Happy Blackmore?
– Lo sé -admití-. Ya sé que parece el colmo de la gilipollez.
Años atrás, Crabtree le pagó a Happy un adelanto de varios miles de dólares para que escribiera como negro la autobiografía de un jugador de béisbol, una estrella en alza que jugaba en el equipo de Pittsburgh y hacía unas carreras de las que se recuerdan durante años. El bueno de Happy se pasó meses enfrascado en lo que llamaba, con tono solemne, investigaciones preliminares, antes de entregar un bosquejo tan pobre y lleno de inexactitudes que Crabtree y sus jefes decidieron rescindir el contrato inmediatamente. Poco después, el gran bateador objeto del libro murió en un accidente automovilístico en la carretera de Mount Nebo, y en el famoso archivo de Happy no quedaron más que retazos dispersos de la vida de un fantasma.
– Quizá encontremos el coche por aquí cerca -dije esperanzado.
– Seguro. Quizá por error lo aparcaste en el camino de acceso de alguna otra casa.
– ¡Sería capaz de haberlo hecho! -dije-. Ja, ja, ja!
– ¡Ja, ja, ja! -coreó Crabtree-. ¡Yo también!
Entramos en casa, nos pusimos los pantalones y los zapatos y dimos la vuelta a la manzana para ver si encontrábamos el Galaxie. La mañana era fría y poco propicia, y me deprimía comprobar que tras el paréntesis de sol del día anterior habían vuelto las habituales nubes, bajas y amenazantes, que filtraban la luz solar y proyectaban un resplandor tan intenso que hacía daño a los ojos. Mientras caminábamos, le relaté a Crabtree mi rifirrafe con Vernon Hardapple en el Hi-Hat.
– ¿Cómo dio contigo?
– No lo sé. Tal vez Happy… ¡Oh!
Ya habíamos dado la vuelta completa a la manzana y nos acercábamos al camino de acceso a mi casa cuando reparé en un pedazo de cartulina arrugada cuyo color blanco destacaba entre el verde del césped. Me agaché para recogerlo, lo sacudí para que cayera el rocío y se lo tendí a Crabtree.
– Creo que esa noche debí de perder un montón de éstas -dije-, porque se me cayó la cartera.
– «Grady Tripp, novelista» -leyó Crabtree en la sucia tarjeta de presentación, en la que encima de mi dirección y número de teléfono aparecía esta dudosa frase.
– Me las regaló Sara por mi último cumpleaños -le expliqué, haciendo esfuerzos por no ruborizarme-. Creo que intentaba animarme.
– ¡Qué tierna! -comentó Crabtree, y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camiseta-. Bueno, entonces está claro que Vernon se ha llevado su coche.
– Sin duda.
– ¿Qué hacemos?
– Sí, ¿qué hacemos?
– Tendremos que dar con él y con el coche, y conseguir que nos devuelva la chaqueta. -Asintió, dándose ánimos-. Yo me encargaré de hablar con él, soy capaz de enfrentarme a cualquiera.
– Lo sé, Terry, pero…
– Debemos hacerlo, Tripp. -Su expresión era ahora sorprendentemente grave-. Yo… no quiero…, no permitiré que… le pase nada malo a James. -Me miró con cierta timidez e inmediatamente me dio un puñetazo en un brazo-. ¿Qué coño estás mirando? ¡Vete al carajo!
– Nada -dije.
– Ese chico me gusta.
– Sí, supongo que a mí también -dije. Empezamos a subir por el camino de acceso a la casa-. Voy a preguntarle a Hannah si podemos tomar prestado su coche.
– Yo diría que esa chica dejarla que tomases prestado hasta su páncreas -comentó Crabtree.
Me miró de hito en hito. Era la primera vez que lo hacía en toda la mañana, y pensé que no parecía interesarle demasiado lo que veía. El viento soplaba ahora con más intensidad y empecé a temblar. De pronto, se me ocurrió que cuando Crabtree me observaba con aquella frialdad y aquel distanciamiento, en realidad no me veía a mí, a su viejo amigo, al que los hados habían concedido el acceso a las más estrafalarias promesas de la vida y todas las oportunidades de alcanzar la gloria: tan sólo veía al porrata que había escrito una novela monstruosa de dos mil páginas, hinchada, deslavazada y que nunca acababa de convertirse en una realidad tangible; una mistificación que a él le había costado decenas de miles de dólares y probablemente su carrera.
– ¿Eh? -recordó que tenía que preguntarme algo-. ¿Qué hay entre vosotros dos?
– Nada -respondí-. He puesto todo mi empeño en dejarla en paz.
– Sorprendente -sentenció Crabtree.
La puerta de casa estaba abierta, y oí las melancólicas notas de un acordeón procedentes del interior. Hannah se había levantado y estaba preparando el desayuno; de la cocina llegaba un estruendo de cacharros. De pronto me inquietó la idea de verla cara a cara, y me pregunté por qué. Al cabo de un instante me di cuenta de que lo que temía no era ver a Hannah, sino saber su opinión sobre Chicos prodigiosos. Tenía la premonición de que iba a ocurrir un desastre; mi libro llegaba por fin a los lectores, pero no como yo había imaginado, como una gran locomotora aerodinámica, con las luces centelleando, banderines tricolores y las ruedas de acero lanzando chispas. No, lo hacía por accidente, en el momento menos adecuado, como una pequeña camioneta sin frenos a la que han quitado las zapatas que la mantenían fija en el garaje y se desliza marcha atrás colina abajo.
– Crabtree -dije, y tiré de él para que se detuviera en el umbral-. Ni siquiera sabemos cuál es el verdadero nombre de Vernon. Lo de Vernon Hardapple… nos lo inventamos nosotros.
– ¡Oh, es cierto! -Crabtree pareció aturdirse. Vi que trataba de reunir todos los datos que poseíamos sobre el tipo de la cabellera tiesa como la cresta de un gallo y la horrible cicatriz purpúrea en pleno rostro-. ¿Sabes? -dijo al cabo de un rato-, si lo piensas bien, podría decirse que ese tipo es producto de nuestra imaginación.
– Sí, no me extraña que se cabrease con nosotros -dije.
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