– No creo que vayas a necesitarlos -dijo Crabtree-. Ese tipo no te va a arrestar.
Se oyeron un crujido del parquet y un tintineo metálico procedentes del recibidor. Los tres nos miramos.
– ¿Señor Tripp? -llamó el agente Pupcik-. ¿Todo en orden por ahí?
– Sí -respondí-, ahora mismo salimos. -Puse una mano sobre el hombro de James y lo conduje hacia la puerta-. Vamos, Jimmy.
Mientras salíamos del dormitorio, James se volvió hacia Crabtree y señaló con un movimiento de la cabeza el manuscrito que reposaba sobre la mesilla de noche.
– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó.
Crabtree alzó el mentón, echando la cabeza hacia atrás hasta que el cabello le rozó los hombros, y miró a James con los ojos entrecerrados. Se me ocurrió la idea de que un editor era una especie de Oppenheimer [42]en versión artística, y necesitaba gruesas gafas protectoras para contemplar el tremendo resplandor producido por la vanidad de los escritores.
– No está mal -dijo, con un tono no precisamente neutro-. No está nada mal.
James sonrió y agachó la cabeza con infantil deleite. Después recogió sus zapatos, pasó ante mí rozándome, bajó dando brincos hasta el recibidor y se dirigió al porche, donde yo había dejado al agente Pupcik esperando.
Crabtree se reacomodó en la cama y volvió a abrir los ojos de par en par.
– Quiero publicarlo -aseguró al tiempo que cogía el manuscrito y dándole una manotada-. Espero que me dejen hacerlo. Estoy convencido de que así será, porque es realmente brillante.
– Estupendo -dije, no sin sentir una leve punzada de celos-. Sólo hace falta un poco más de ayuda de tu parte y del agente Pupcik para que acabe convertido en el nuevo Jean Genet. Hace mucho tiempo que nadie escribe un buen libro en la cárcel.
Arrugó la nariz y comentó:
– No creo que matar al perro de alguien sea un crimen tan terrible, Tripp. ¿No se considera un mero acto de gamberrismo?
– ¿No te ha dicho nada de la chaqueta, Crabtree?
Negó con la cabeza, y su expresión cambió y se hizo ligeramente vaga; había conseguido alarmarlo. Y ésa era otra constatación inquietante.
– Míralo de esta manera -le dije-: no tendrás ninguna dificultad para hacerle publicidad.
James y el policía estaban de pie en el porche, el uno junto al otro, y miraban hacia el interior de la casa a través de la puerta abierta como un par de repartidores de periódicos que hubieran ido a cobrar. Me tranquilizó comprobar que las esposas seguían colgadas del cinturón del agente Pupcik.
– Lo siento mucho, señor Tripp -dijo el policía-, pero tengo que llevarme a James al campus. El doctor Gaskell quiere hablar con él.
Asentí, miré a James, me encogí de hombros y levanté las palmas de las manos, entregándolo una vez más a la custodia y juicio de otras personas. Pero en aquella ocasión no había en sus ojos la concomitante mirada de reproche. Se limitó a sonreír y siguió a su captor por las escaleras del porche a paso ligero.
– Espera un momento, James -dije, y cogí de la mesilla de madera que había junto a la puerta las llaves del coche. Ambos se detuvieron y se volvieron. Alcé y agité las llaves y señalé con la cabeza la esquina de la casa en la que había aparcado el Galaxie-. Hay algo que sería mejor que te llevases, ¿no crees?
– ¡Oh, sí! -respondió James, y se sonrojó ligeramente. Era obvio que se sentía rebosante de cariño, satisfecho sexualmente, extraño y terso y delicado como el pétalo apenas abierto de una flor. Era difícil que algo le afectase. Supuse que se habla olvidado por completo de la chaqueta y le traía sin cuidado el terrible destino que pudiera aguardarle en el despacho de su jefe de departamento. Se limitaba a dejar que las cosas sucediesen y a esperar el siguiente acontecimiento-. Me parece que ayer la vi en el asiento trasero.
– ¿Qué? -preguntó el agente Pupcik.
– La chaqueta de Walter -dije-, del doctor Gaskell. Uh, bueno, él es su propietario. Fue un malentendido. Yo tuve la culpa. Le dije a James que le enseñaría una cosa en el piso de arriba y él no comprendió que no era mía y… -Me detuve, porque comprobé que la mirada del agente Pupcik empezaba a nublarse. A un policía ninguna explicación le parece lo bastante concisa o sincera-. En cualquier caso, a James le gustaría devolverla.
– ¡Oh! -dijo el agente Pupcik-. Entonces, ése es el problema, ¿no? -Asintió, con pinta de estar encantado consigo mismo por haberlo entendido-. Lo ha llevado usted al taller. -Levantó el pulgar por encima del hombro, señalando el camino de acceso-. Le repateaba verlo con esa horrible abolladura en el capó, ¿no?
– ¿Qué? -pregunté-. No entiendo… ¡Dios mío!
Bajé las escaleras del porche y miré hacia el camino de acceso, detrás del parterre. No había nada, excepto una espesa y negra mancha de aceite sobre el cemento.
– ¡Oh, mierda! -dije.
– ¿Qué sucede? -preguntó el agente Pupcik.
– ¿Grady? -dijo James.
– No pasa nada, James -dije, tratando de ganar tiempo y de recordar dónde podía haber dejado el coche la noche pasada. Había vuelto a casa caminando después de la conferencia en el campus, sí y… No, eso fue dos noches atrás-. Trata de explicarle lo mejor que puedas al doctor Gaskell lo ocurrido. Yo iré con la chaqueta en cuanto la recupere.
– Bueno, pero ¿dónde está? -preguntó el agente Pupcik.
– ¿Dónde está el qué? ¡Oh, en el mecánico! Sí, exacto. ¡Mierda! Deberla haberla sacado antes de dejárselo.
– ¿Quiere que le acerque hasta allí con mi coche?
– Sí, por supuesto. Uh, bueno, no -rectifiqué a tiempo-. No hace falta. Todavía no estoy listo para salir de casa. -Con un gesto que esperé que resultase gracioso, di un tirón al faldón del albornoz de la señora Knopflmacher-. Tengo que vestirme. Crabtree…, mi editor, Terry Crabtree…, me acompañará. Ve, James, nos reuniremos contigo.
James asintió. Ahora parecía menos seguro del cariz que podía tomar aquel asunto. El agente Pupcik lo cogió del codo con aire profesional y lo condujo hasta el coche patrulla. Los acompañé hasta el final del camino de acceso, con las manos congeladas metidas en los bolsillos adornados con un motivo de geranios de mi enorme albornoz afelpado. Mientras se metían, cada uno por un lado, en el coche, ambos me miraron con casi idéntica expresión de recelo.
Antes de arrancar, el agente Pupcik bajó su ventanilla. Sostenía unas gafas de sol de aviador en una mano, pero no parecía muy decidido a ponérselas.
– Bueno, a ver si he comprendido las cosas -dijo-. Ha dicho usted que tiene algo que pertenece al doctor Gaskell, o que al menos sabe dónde encontrarlo, ¿es así?
– Exacto. Está a buen recaudo.
– Y en cuanto lo recupere del interior de su coche, que está en el mecánico, se lo llevará al doctor Gaskell.
– Eso es.
Asintió lentamente, echó una última mirada furtiva al albornoz de la señora Knopflmacher y se puso las gafas de sol. Subió la ventanilla y se alejó con James en el asiento del acompañante. Los despedí moviendo la mano sin demasiado entusiasmo. Y mientras seguía saludando a la calle ya vacía, como una reina loca presidiendo el desfile de la flota, apareció Crabtree a mis espaldas.
– ¿Adónde se lo lleva? -preguntó. Se habla puesto una de mis viejas camisetas, que le cubría los calzoncillos, y unas sandalias que años atrás me llevé de su armario. De hecho, recordé que también la camiseta había sido suya; era de propaganda y se la había regalado un antiguo amante, farmacéutico de profesión; decía en letras azul lavanda que Ativan mejoraba tu estado vital. Me pregunté si me reclamaría todo lo que me había llevado de su casa-. ¿Qué es eso de la chaqueta? ¿Qué hizo con ella?
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