Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– ¿Un tipo? ¿Qué tipo?

– Un tipo llamado…, uh… -miré a James-, Vernon Hardapple.

Philly volvió a lanzar la bola con efecto, pero esta vez no logró meterla en el vaso de James.

– ¿Hardapple?

– Era torero -dijo James, sin mirarme. Se preparó para sacar-. Cero a nueve -dijo, y puso la bola en juego con un elegante gesto.

– ¿Un torero llamado Vernon Hardapple?

– Estuvo casado con una mexicana -dije-. Aprendió a torear allí.

– Pero ella lo abandonó -continuó James, que devolvió el raquetazo de Philly y envió la pelota fuera de la mesa de juego, hasta una caja llena de viejos números de la revista Commentary - . Cero a diez. Y creo que eso le llevó a no tomar las debidas precauciones en la plaza.

Yo no podía aguantarme la risa; James, en cambio, seguía imperturbable, con la mirada fija en la bola.

– ¿Le dieron una cornada? -preguntó Philly.

– No, pero un toro lo pateó -dije-. Le rompió la cadera y ahí se acabó su carrera.

– Así que ahora se dedica a torear coches en el aparcamiento del Hi-Hat -continuó James-. Te toca servir.

– El viejo Hi-Hat -recordó Philly, e hizo el primer saque. La bola pasó por encima de la red y se paseó por el borde del vaso de James. No cayó dentro por los pelos. Philly Warshaw era una fiera jugando al ping-pong cervecero-. Once-cero. ¿Todavía vais?

– Alguna que otra vez.

De pronto, me sentí un poco intranquilo. Al recordar el incidente de la noche pasada con Vernon en el Hi-Hat, algo me preocupó. ¿Por qué había asegurado que el coche era suyo, había dicho correctamente la matrícula y había definido como verde esmeralda lo que yo siempre había considerado un espantoso verde culo de mosca? Reflexionando, llegué a la conclusión de que muy bien podía haber sido suyo; Happy Blackmore pretendía haberlo ganado en una partida de póquer, pero la explicación siempre me pareció algo inverosímil, dada la magnitud cósmica de la mala racha en la que estaba sumido Happy. Esperé durante una semana a que me trajese la documentación del vehículo, pero entonces me enteré por un colega suyo del Post-Gazette de que estaba en los montes Catoctin jugándose sus últimos fondos-. ¿Todavía está ese tío cachas como portero? ¿Cómo se llama? ¿Cleon? ¿Clement?

– Sí, sigue ahí.

– El tío tiene unos bíceps de cincuenta centímetros -dijo-. Una vez se los medí.

– ¿Clement te permitió medirle los bíceps?

Philly se encogió de hombros y dijo:

– Le gané una apuesta. -Me dirigió una rápida mirada y le lanzó otra bola a James-. Bueno, Grady, he oído…, doce-cero…, he oído que nos has traído un perejil muy especial para la celebración de la pascua esta noche.

– Ajá -dije, y miré a James, que se había sonrojado. Supuse que se había sentido adulado por las atenciones de Philly y, antes de que apareciese yo, había estado alardeando ante él de lo mucho que le enrollaban las drogas-. Tengo un poco en el coche.

– ¿Y?

– ¿Y qué? -pregunté, cruzándome de brazos.

Philly sonrió y simuló un grito de alarma cuando James consiguió meter la bola en su vaso de cerveza. Levantó el vaso y movió las cejas con un gesto de complicidad dirigido a mí.

– Oh, vale, de acuerdo -dije, fingiendo, como buen porrata, una despreocupada indiferencia ante la perspectiva de colocarme-. Si te apetece…

Me moría de ganas de fumarme un buen canuto. Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta del sótano. Philly tiró estruendosamente su pala sobre la mesa.

– ¿No seguimos jugando? -preguntó James, afligido.

– Tengo que echar una meadita -dijo Philly, y se dirigió hacia las escaleras-. Nos encontraremos fuera.

– Acompáñame, James -le dije.

Abrí la chirriante puerta del sótano y subí por las escaleras, llenas de telarañas. Antes de que llegase arriba, James tiró del dobladillo de mis pantalones.

– ¡Grady! -dijo-. ¡Grady, mira!

Bajé de nuevo al sótano. James me sonrió y me condujo, tirándome de la manga, hasta una amplia y maloliente estructura construida a base de madera de embalaje y tela metálica que ocupaba la esquina opuesta del sótano. Señaló con el dedo y anunció:

– ¡Una serpiente!

En el interior de la gran jaula había un tronco de olmo muerto, del cual colgaba un largo y perfecto músculo adornado con unos elegantes pliegues, semejante a una serpentina. Era Grossman, la boa constrictora de tres metros que, para su pesar, llevaba veinte años conviviendo con los Warshaw. Philly la había ganado en una sala de billar de la avenida Liberty durante su último año en el instituto Allderdice, y al otoño siguiente, cuando se alistó, la dejó al cuidado de sus padres. En aquella época Grossman ya no era un ejemplar joven, y su muerte inminente había sido profetizada por los veterinarios y ansiosamente esperada por Irene Warshaw desde el ya lejano día en que Philly les prometió que pronto se haría cargo de ella. Pero Grossman seguía viva en su jaula climatizada, de la que se escapaba regularmente mediante las más diversas estratagemas para atormentar al andrajoso tropel de pollos de Irene y depositar escultóricas e increíblemente apestosas defecaciones por toda la casa, en lugares escogidos con indudable gusto estético.

Le di a James una palmada en la espalda y le dije:

– Es una serpiente, en efecto.

James se arrodilló, deslizó un dedo a través de un agujero hexagonal de la tela metálica e hizo sonidos de besos.

– Creo que le gusto -comentó James.

– Seguro -le confirmé. Traté de recordar si alguna vez había visto moverse a Grossman-. Estoy convencido.

James me siguió escaleras arriba, salimos del sótano y dimos la vuelta a la casa para llegar a mi coche, mientras nos desenganchábamos los trozos de tela de araña que se nos habían pegado en las cejas y labios. Estaba cayendo la noche. Un fular como de cachemira de nubes púrpuras iluminadas por una ya débil luz solar se movía lentamente a través de Ohio hacia el oeste. Se notaba mucha humedad y la hierba rechinaba bajo nuestros zapatos. Olía a estiércol de caballo y a cebollas fritas en grasa de pollo. Una de las vacas que estaban junto al establo hizo un lúgubre comentario sobre la pesada carga que supone la vida. Cuando ya casi habíamos llegado junto al Galaxie, para mi sorpresa, James lanzó un grito de corsario y aceleró el paso en los últimos tres metros. Apoyó las manos sobre la portezuela y dio un salto como para lanzarse en el asiento delantero del descapotable. Daba la impresión de que se había elevado suficientemente y la trayectoria parecía la correcta, pero en el último momento se refrenó e hizo un aterrizaje de emergencia sobre la hierba. Se volvió, con una expresión muy seria, y me dijo:

– Me lo estoy pasando estupendamente, profesor Tripp.

– Me alegro -le aseguré, y alargué el brazo para abrir la guantera. Saqué la bolsita y el papel de fumar y empecé a liar un canuto encima de una zona intacta del abollado capó.

– Son encantadores -continuó James-. Y ese Phil es un fenómeno.

– Lo sé -dije, sonriendo.

– Aunque no parece muy despierto.

– No -dije-. Pero es fenomenal.

– Me hubiera gustado tener un hermano como él -comentó James, en tono melancólico.

– Juega bien tus cartas y tal vez lo consigas -le dije-. Yo diría que la política de esta casa es de puertas abiertas.

– Grady, tú no tienes, digamos, más familia que ésta, ¿no?

– No, lo cierto es que no. Aparte de un par de tías en mi ciudad natal a las que no veo desde hace siglos. -Acabé de arreglar las puntas y las apreté-. Y supongo que de los Wonder. ¡Malditos sean!

– ¿Los Wonder?

– Los hermanos de mi novela. Es como si fuesen mis hermanos. -Sorbí por la nariz-. Supongo que eso es mejor que nada.

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