Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Eh, ¿sabes una cosa? ¡Yo estoy en la misma situación! -Se llevó el dorso de la mano a la frente e hizo un gesto melodramático-. ¡Los dos somos huérfanos! -gritó.

Me reí y le dije:

– Estás borracho.

– Tú tienes suerte -comentó, y miró hacia la casa.

– ¿Tú crees?

Pasé la punta de la lengua por el papel de fumar.

Los ojos de James se toparon con los míos y, para mi sorpresa, descubrí en ellos un indicio de lástima.

– Grady, ¿recuerdas a ese tipo que ayer por la noche estuvo hablando de, bueno, ya sabes, de que tenía un doble? Un doble que se dedica a arruinarle la vida, y que eso le da mucho material sobre el que escribir. -Mientras hablaba, tenía la mirada fija en la huella de las dos nalgas estampadas en el capó del coche-. ¿Crees que sólo eran paridas?

– No -respondí-. No lo creo, ni mucho menos.

– Yo tampoco -dijo.

– ¡Grady! James! -Era Irene, que nos llamaba desde el porche-. ¡Ya es hora de cenar!

– ¡Enseguida vamos! -gritó James-. Me parece que Philly no va a venir a encontrarse con nosotros aquí.

– Creo que no -dije-. Es duro ir de desmadrado y escaparse al jardín a fumar un porrete cuando uno es un hombre casado como él.

– Un marido.

– Un marido -repetí. Encendí el canuto y di una larga primera calada. Después se lo pasé a James-. Toma.

James dudó unos instantes, se acercó el canuto a la nariz y lo olfateó.

– ¿Doy una calada?

– Venga.

– Vale. -Alzó el porro y me hizo un gesto con la cabeza, como si levantase un vaso de vino para proponer un brindis-. Por los hermanos Wonder. -Dio una larguísima y ambiciosa calada e inmediatamente empezó a toser-. Me pasa una cosa rara cuando fumo marihuana -se disculpó.

– ¿Qué?

– Me hace sentir como si todo hubiese sucedido hace cinco minutos.

– Y así es.

Dio otra calada, más breve, y esperó un poco para espirar el humo. Miró la casa que había construido Irv Warshaw, la enredadera que cubría el porche delantero, las siluetas que se movían detrás de las ventanas iluminadas.

– Creo que en este momento soy feliz -dijo, como hablando consigo, con un tono de voz tan inexpresivo que no me molesté en replicar.

Como judía, Emily era una practicante tan sólo ocasional. Durante nuestro matrimonio, mi percepción como mero gentil de la sucesión de fiestas judías al hilo de su extraño calendario lunar, con sus normas peregrinas y su incomprensible significado, había acabado por parecerse a la que tenía, como fanático del béisbol, de los partidos del campeonato internacional de criquet. Pero siempre había sentido cierta debilidad por la pascua. Me gustaba la impostura y astucia que implicaba la preparación de los alimentos, la manera como el omnipresente «pan de la aflicción» se transformaba mágicamente durante la celebración de la pascua en algo diverso y sabroso -pastelitos de matzoh, relleno de matzoh, púding de matzoh y fideos-; algo parecido a lo que sucede con esos humildes pero ricos mamíferos de los que los indios aprovechan la carne, el pellejo, los huesos, las entrañas y la grasa. Me gustaba el hecho de que la religión judía parecía, por regla general, haber dedicado grandes esfuerzos al arte de encontrar fisuras en sus absurdas reglas; me gustaba lo que eso parecía indicar acerca de su actitud respecto a Dios, el viejo aguafiestas dictatorial y arbitrario, con todas sus maldiciones, sus creaciones y su pasión por la carne asada a fuego eterno. Además de todo esto, con el paso de los años acabé por percatarme de que me producía un intenso placer compartir aquella absurda comida a base de perejil, huesos, huevos duros, galletas y agua salada con un grupo de judíos, tres de los cuales eran coreanos. Para mí suponía la confirmación de que, aunque hubiese fracasado en todo lo demás, como mínimo había cumplido mi temprano sueño de marcharme muy lejos, si no física sí al menos espiritualmente, de mi ciudad natal.

En la época de mi infancia, en esa ciudad sólo había siete judíos. Los cinco miembros de la familia Glucksbringer: el anciano señor Louis P., que cuando yo era niño ya hacía mucho tiempo que se había retirado a la sección de sellos y monedas de los almacenes de la calle Pickman que había fundado cincuenta años atrás; su hijo, Maurice; la esposa de Maurice, cuyo nombre he olvidado, y sus hijos, David y Leona. Estaba también el señor Kaplan, que compró la farmacia Weaver cuando yo iba al instituto, y una guapa mujer pelirroja, casada con uno de los profesores de Coxley, que acudía a la iglesia episcopaliana y celebraba las navidades, pero que se sabía que pertenecía a la familia Kaufmann de Pittsburgh. Hasta que un día mi padre mató a David Glucksbringer y sólo quedaron seis. A menudo me rondaba la idea de si no me habría casado con un miembro de la familia Warshaw en parte para compensar esa terrible pérdida. Los Warshaw también habían perdido a un hijo, y el primer año que me uní a ellos en la mesa del seder (Irv, Irene, Deborah, Emily, Phil y el tío Harry, el hermano de Irv, que murió al año siguiente de cáncer de próstata) ocupé la séptima silla.

En aquella ocasión éramos ocho, lo cual implicó sacarle las dos alas a la mesa, ya que, debido a un error de cálculo arquitectónico de Irv, que Irene se encargaba de recordarle periódicamente, el comedor era demasiado pequeño para acogernos a todos. Irene tuvo que apartar los sofás, mesas de centro y lámparas de pie y apretarnos en la sala, que ocupaba toda la parte frontal de la casa, desde la ennegrecida chimenea de piedra hasta la empinada y torcida escalera que conducía a los dormitorios. Cuando se mudaron de la casa de la avenida Inverness, se trajeron todas sus pertenencias, y ahora se pasaban la mitad del tiempo recolocando los muebles y tropezando con los escabeles. Habían comprado muchos muebles de diseño danés moderno en la época de apogeo de este estilo, y todo era cristal, cuero negro y formas abstractas de teca y caoba, mientras que el acabado interior de la casa consistía en suelo de abeto y paredes de nudosa madera de pino, amarillenta y astillada. Irene siempre estaba amenazando con vender su mobiliario y comprar otro más apropiado, pero ya llevaban cinco años viviendo allí y no habían cambiado ni un simple cojín. Siempre pensé que para Irene mantener la casa repleta de recuerdos de la época de Pittsburgh obedecía a razones sentimentales y era al mismo tiempo su manera de protestar por la mudanza.

Cuando James y yo entramos, Irv ya estaba sentado a la cabecera de la mesa, cerca de la chimenea, con un cojín del sofá en la silla, lo que le proporcionaba unos centímetros de elevación. Philly, con una camisa almidonada con el botón superior desabrochado y el erizado cabello repeinado hacia atrás a base de humedecerlo, ocupaba la silla situada a la izquierda de Irv. Ambos rebuscaban en una caja de zapatos llena de yarmulkas, esos gorritos que se ponen en la coronilla los judíos, leyendo las inscripciones y tratando de recordar las ceremonias en las que se habían utilizado. Oí los nerviosos susurros de Marie e Irene en la cocina, tranquilizándose mutuamente. Pero de las dos hijas de los Warshaw no había ni rastro. Debían de estar en el piso de arriba o en el exterior, hablando de sus cosas, conspirando o ayudándose a vestirse. Me estremecí ligeramente, lleno de malos presentimientos.

– Andrew… Ab… Andrew Abraham -deletreó Irv, que levantaba con el brazo extendido un gorrito púrpura y escrutaba con el ceño fruncido la inscripción semiborrada del forro-, no sé qué día… de julio de 1964. De tu primo Andy.

– ¿En serio?

– Chaval, lo recuerdo perfectamente. Fue en Buffalo. Había miles de mosquitos. Dios mío, fue horrible.

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