Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Es todo un detalle -dijo Philly.

– Hola a todos -saludó Marie, que había salido por fin de la cocina, con las mejillas hinchadas y su fina melena rubia suelta. Llevaba un plato de plata con un montoncito de matzohs, y otro más grande con un montón más voluminoso. Cuando rodeó la mesa se percató de que Emily y yo estábamos sentados el uno junto al otro en actitud aparentemente amistosa y de que su otra cuñada había optado por una sorprendente indumentaria, pero no dijo nada y se limitó a esbozar una sonrisa algo cansina dirigida a Irv. Dejó el plato grande de matzohs entre Emily y Deborah, y el más pequeño ante Irv. Mientras hacía esto último, le puso una mano sobre la mejilla y le dio un amable beso en la amplia frente. Después tomó asiento junto a él. Ya sólo quedaba vacía la silla situada frente a Irv.

– ¿Qué pasa ahí? -preguntó éste en dirección a la cocina-. Vamos, Irene. James se está empezando a impacientar.

– No, de verdad -dijo James.

– ¡Ya voy, ya voy! -Irene hizo su aparición en la sala, con un aspecto todavía más aturdido que Marie, la cara roja y la frente brillante de sudor. Como en todas las ocasiones especiales, iba envuelta en uno de los muchos vestidos amplios que diseñaba y cosía ella misma inspirándose, según me parecía, en el caftán, el muumuu [24]y, probablemente, el vestuario de ciertos capítulos de Star Trek - . Estaba acabando de decorar el plato del seder. El que compramos en México el invierno pasado. -Cuando se disponía a colocar ante Irv el gran plato de loza pintada, junto a los de matzoh, se detuvo y se puso a escudriñarlo, meneando la cabeza. Era un bonito plato, decorado con hojas de parra, flores amarillas y líneas onduladas azul oscuro, y contenía los típicos manjares rituales-. He puesto moror, [25] perejil, charoses, [26] el hueso, el huevo…

¡Maldita sea, nunca recuerdo qué es lo que va en el sexto círculo!

– ¿Qué sexto círculo? -preguntó Irv con un tono que indicaba que el problema que había estado retrasando el seder no era sólo menor sino que, una vez estudiado a la luz de su impaciente análisis lógico, resultaría ser inexistente-. Rábano picante, perejil, charoses, el hueso de pierna, el huevo. Son cinco cosas.

– Compruébalo tú mismo -le dijo Irene, y le dejó el plato delante.

Irv contó, ayudándose de un dedo, los cinco alimentos colocados sobre cinco de los seis círculos marcados en el plato mientras murmuraba para sí la lista que acababa de recitar.

– Hueso, huevo y uh… ¡Oh! -Chasqueó los dedos-. ¡El matzoh! El sexto círculo es para el matzoh.

– ¡El matzoh! -Irene le golpeó en la sien con la palma de la mano-. El matzoh no puede ir ahí, Irv. Es absurdo. ¿Qué se supone que debo hacer, desmenuzarlo? Y mira eso, lee lo que pone aquí. -Señaló una palabra escrita en caracteres hebreos de color azul sobre el círculo vacío-. ¡Aquí no pone matzoh!

Emily se reclinó sobre mí y estiró el cuello para leer la inscripción. Su seno izquierdo rozó mi brazo. Estaba tan pegada a mí, que oía hasta el leve ruido que producían sus tejanos cuando se movía en la silla.

– Pone cazart -aventuró.

Chaz-art -propuso Irene-. Chazrat.

– ¿ Chazrat? -dijo Irv con incredulidad-. ¿Cómo que chazrat? Mira, pone « matzoh » . Esto debe de ser una mem, una «m» en hebreo. -Puso los ojos en blanco e hizo una mueca de disgusto-. ¡Esos mexicanos!

– No pone matzoh.

– Quizá es para el agua salada -sugirió Philly.

– Quizá sólo sea un simple cenicero -dijo Deborah.

– Quizá no sea un plato de seder -dije. Creí recordar vagamente que acabábamos enzarzados en aquella polémica cada año-. Quizá sea un plato para alguna otra fiesta similar.

– Creo que pone chazeret -dijo Marie sin levantar la voz.

– ¿ Chazeret? -preguntamos todos al unísono.

Marie asintió.

– ¿Una hortaliza, quizá? -Lo dijo como si estuviese desempolvando unos pobres y fragmentarios conocimientos sobre cultura judía que cualquiera de nosotros sería capaz de rebatir. Pero me percaté de que sabía perfectamente de qué estaba hablando y no había tenido la menor duda desde el primer momento. Marie obraba con suma delicadeza para no poner en evidencia a los judíos de nacimiento o de adopción que había entre nosotros-. Creo que es una hortaliza amarga.

– Eso es el moror, querida -dijo Irene con condescendencia-. Hierbas amargas.

– Lo sé, pero creo que el chazeret también es algo amargo. Parecido al berro, me parece.

– Pon berros, Irene -dijo Irv de pronto, fiándose, como sabiamente solía hacer en tales casos, de la erudición de su nuera.

– ¿Berros? ¿Por qué tengo que poner berros?

– En lugar del chazeret. -Parecía irritado, como si su mujer fuese obtusa-. Hay a montones junto al lago.

– No pienso ir hasta el lago en plena noche para recoger berros entre el barro, Irving. Olvídalo.

– Podríamos poner endivias -sugirió Marie.

– ¿Qué os parece pimiento rojo? -dijo James, que parecía dispuesto a agitar aún más las embravecidas aguas de la disputa religiosa de los Warshaw.

– ¡Pimiento rojo! -gritó Irene.

– ¡Ya lo tengo! -dijo Emily con una sonrisita-. ¿Por qué no ponemos un poco de kimchee? [27] Todo el mundo se rió ante la propuesta, pero al final decidieron ir a buscar una porción de apestoso y endiabladamente rojo kimchee al recipiente herméticamente cerrado en que se guardaba en la nevera. Pensé que la velada empezaba muy bien. Entonces recordé que poco podía importarme, ya que no iba a formar parte de aquella familia mucho tiempo más y las noticias que había ido a comunicarle a Emily aniquilarían en un segundo todo lo que de prometedora tenía la fiesta y cualquier atisbo de felicidad familiar.

– ¿Empezamos? -propuso Irv-. James, ¿me puedes alcanzar los Haggadahs? [28] Señaló el aparador que había a nuestras espaldas y James alargó el brazo para coger una pila de pequeños opúsculos que Irv distribuyó. Eran los que siempre utilizaba, una edición barata de regalo, en la que predominaba el texto en inglés, y adornada por todas partes con el nombre de una desaparecida marca de café. Irv sacó sus gafas del estuche de plástico que llevaba en el bolsillo de la camisa, se aclaró la garganta y una vez más nos dispusimos a conmemorar el inicio del largo viaje a través de un pequeño desierto que emprendió una multitud ruidosa y turbulenta de antiguos esclavos. Irv empezó leyendo la breve plegaria inicial, que invocaba de forma bastante convencional, y más bien anticuada desde el punto de vista de la corrección política, al Todopoderoso, la familia, la amistad, el sentimiento de gratitud y el espíritu de libertad, justicia y democracia. James se volvió hacia mí, con expresión aterrada, y le mostré la peculiaridad de los libros judíos enseñándole que el Haggadah se abría por lo que él creía que era el final, pero que en realidad era la primera página. Después incliné la cabeza, escuché la lectura y, mirando por encima de mis gafas, eché un vistazo a los convocados en torno a la mesa. Todos leían con Irv, excepto Deborah, que ni siquiera miraba el Haggadah que tenía en las manos. Sostuvo mi mirada durante unos instantes, inexpresiva y sin perder la compostura, después miró a Emily y, finalmente, se concentró en su libro.

– Y ahora llenemos la primera copa de vino -dijo Irv al concluir la plegaria inicial-. En total son cuatro -le explicó a James.

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