Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Los has citado alfabéticamente -observó Crabtree.

James se encogió de hombros y dijo:

– Bueno, así es como funciona mi cerebro.

– No te creo -terció Hannah-. Diría que tu cerebro funciona de una manera mucho más caprichosa. Venga, tenemos que irnos.

Al dirigirse hacia la puerta, Crabtree volvió a estrecharle la mano a James. Y no era difícil percatarse de que la señorita Sloviak se sentía ofendida. Era evidente que no estaba tan borracha como para haber olvidado lo que fuese que ella y Crabtree habían hecho en la habitación de arriba o para no considerar que eso le daba derecho a disfrutar de su atención al menos durante el resto de la velada. Rechazó que Crabtree la tomara del brazo y prefirió la compañía de Hannah Green, que le preguntó:

– ¿Qué perfume usas? Me resulta familiar.

– ¿Por qué no te vienes con nosotros después de la conferencia? -le propuso Crabtree a James Leer-. Podemos ir a ese sitio en Hill al que siempre logro que Tripp me lleve.

A James se le enrojecieron las orejas.

– Oh, yo no…, no…

Crabtree me dirigió una mirada suplicante y dijo:

– Quizá tu profesor pueda convencerte.

Me encogí de hombros y Terry Crabtree se marchó. Al cabo de unos instantes, la señorita Sloviak reapareció en el quicio de la puerta, con sus labios perfectamente pintados de color cereza y su larga cabellera negra, que lanzaba brillantes destellos azulados como si fuera el cañón de un revólver. Miró a James Leer con aire de reproche y dijo:

– ¿No te olvidaste de nadie, tío listo?

El día que se casó con Joe DiMaggio, el 14 de enero de 1954 -una semana después de que yo cumpliese tres años-, Marilyn llevaba, encima de un sencillo traje marrón, una chaqueta corta de satén negro con cuello de armiño. Después de su muerte, la chaqueta se convirtió en un artículo más del desordenado inventario de vestidos de cóctel, estolas de piel de zorro y medias negras con incrustaciones de perlas que dejó tras de sí. Los albaceas testamentarios le asignaron la chaqueta a una amiga de Marilyn. Ésta, que no reparó en que era la que la estrella había lucido aquella feliz tarde en San Francisco años atrás, se la solía poner para sus maratonianos y etílicos almuerzos de cada miércoles en Musso & Frank. A principios de los setenta, cuando la vieja amiga -una actriz de películas de serie B cuyo nombre ya nadie, excepto James Leer y los de su especie, recordaba- falleció, la chaqueta de cuello de armiño, a la que para entonces ya le faltaba uno de los botones de cristal y tenía los codos gastados, fue vendida, junto con el resto de las escasas posesiones de la difunta, en una subasta pública en Hollywood Este. Un perspicaz fan de Marilyn Monroe la reconoció y la adquirió. De este modo, la prenda entró en el reino de los objetos fetiche y empezó una tortuosa peregrinación por los relicarios de diversos adoradores de Marilyn hasta que escapó de las manos de sus sectarios y aterrizó en las de un tipo de Riverside, Nueva York, que poseía -entre otras cosas- diecinueve bates de Joe DiMaggio y siete de sus pasadores de corbata de diamantes, el cual, a su vez, después de ciertos reveses financieros, le vendió la errante chaqueta a Walter Gaskell, que la guardó, colgada de una percha de acero inoxidable, en un compartimiento especial, a prueba de humedad, del armario de su dormitorio, con un prudencial medio metro de separación de cualquier otro objeto que pudiese rozarla.

– ¿De veras lo es? -preguntó James Leer, con el tono de tímida admiración que había supuesto que mostraría cuando le dije que iba a enseñarle aquel ridículo tesoro.

James estaba de pie a mi lado, en el silencioso dormitorio de los Gaskell, sobre una alfombra con una marca en forma de abanico producida por el continuo abrir y cerrar de la pesada puerta ignífuga del armario durante las periódicas visitas de Walter para contemplar sus tesoros; visitas que realizaba vestido con la camiseta a rayas de los Yankees mientras las lágrimas se deslizaban por sus enjutas y cinceladas mejillas al recordar con nostalgia su infancia en Sutton Place. En cinco años de relaciones adúlteras no había llegado a descubrir los motivos del rencor que Sara Gaskell sentía hacia su marido, pero, sin duda, éste era vasto y profundo, así que me contaba hasta el último secreto de su media naranja. Walter tenía el armario siempre cerrado, pero yo conocía la combinación.

– Por supuesto que sí -le aseguré a James-. Vamos, tócala si quieres.

Me miró, dubitativo, y se volvió hacia el armario, cuyo interior estaba revestido de corcho. A cada lado de la chaqueta de raso, colgados de perchas especiales, había cinco ajados jerséis a rayas, todos con el número 3 en la espalda y manchas de sudor en la zona de las axilas.

– ¿Seguro que puedo hacerlo? ¿Seguro que no nos dirán nada por subir aquí?

– ¡Claro que no! -respondí, aunque miré hacia la puerta por encima del hombro por quinta vez desde que entramos en la habitación. Había encendido la lámpara del techo y dejado la puerta abierta de par en par, a fin de que quedase claro que no estaba haciendo nada a escondidas y que tenía pleno derecho a estar allí con él. Con todo, el más mínimo ruido o rumor procedente del piso de abajo me ponía al borde de la taquicardia-. Pero habla en voz baja, ¿de acuerdo?

James acercó dos indecisos dedos y tocó el amarilleado cuello con suma delicadeza, como si temiese que al hacerlo pudiera convertirse en polvo.

– ¡Qué suave es! -exclamó. Tenía una expresión arrobada en los ojos y la boca entreabierta. Estábamos tan cerca el uno del otro, que me llegaba el olor de la brillantina pasada de moda con la que mantenía su cabello repeinado hacia atrás. Despedía un fuerte aroma a lilas que, combinado con el olor a estación de autobuses de su abrigo y las vaharadas de naftalina procedentes del armario, me llevó a preguntarme si no me sentiría mejor después de una buena vomitona-. ¿Cuánto pagó por ella?

– No lo sé -respondí, aunque había oído hablar de una cifra astronómica. La relación DiMaggio-Monroe era una de las grandes obsesiones de Walter y el tema de su obra magna, su Chicos prodigiosos particular, una impenetrable «lectura crítica», de setecientas páginas, todavía inédita, sobre el matrimonio de Joe y Marilyn, y su «función» en lo que a Walter, cuando estaba de buen humor, le gustaba denominar «la mitopoética norteamericana». Pretendía, por lo que yo había logrado entender, que esa breve y desgraciada historia de celos, cariño, ilusiones sin fundamento y mala suerte era una prototípica historia americana cimentada en hipérboles y desengaños, «la boda como espectacular antiacontecimiento», una alegoría del Marido como Ser Brutal y Carente de Sensibilidad y una prueba concluyente de lo que él llamaba, en un pasaje memorable, «la tendencia norteamericana a concebir todo matrimonio como un cruce entre la exogamia impuesta por el tabú y una fusión empresarial»-. A Sara nunca le dice lo que paga por esas cosas.

Esto pareció interesarle mucho a James. Inmediatamente, lamenté haberlo dicho.

– Usted y la rectora son muy buenos amigos, ¿verdad?

– Sí, bastante buenos -respondí-. También soy amigo del doctor Gaskell.

– Ya lo supongo. Si conoce la combinación de la cerradura de su armario y a él no le importa que…, bueno, que suba a su dormitorio…

– Exacto -dije, y le miré de hito en hito para descubrir si se cachondeaba. De pronto, en el piso de abajo se cerró de golpe una puerta; ambos nos sobresaltamos, nos miramos y sonreímos. Me pregunté si mi sonrisa parecía tan falsa e intranquila como la suya.

– Es muy ligera -comentó, y se volvió hacia el armario, levantó con tres dedos la manga izquierda de la chaqueta de satén y la dejó caer-. No parece real. Es como un disfraz.

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