Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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Aunque ya no llovía, el aire todavía estaba muy cargado de humedad y por todo Point Breeze se seguía oyendo el repiqueteo de los canalones de desagüe. Alrededor de la iluminada casa de los Gaskell se extendía una luz brumosa. Veía los cristales del invernadero centelleando a lo lejos como si fuesen trozos de hierro mojado. Sara llevaba años obsesionada por lograr que sus forsitias brotasen temprano y podar sus crisantemos de invernadero para guiar su crecimiento, pero pensé que a las plantas podían complicárseles las cosas si ella decidía tener el niño y cuidar de él. Lo cual, desde luego, no parecía muy probable, ya que los rectores universitarios se cuentan entre las últimas personas de los Estados Unidos que deben cimentar sus carreras sobre materiales tan pasados de moda como la probidad, la discreción y la buena reputación. Gracias a un riguroso programa consistente en confiar en mi buena suerte y administrarme generosas dosis de THC, [7]hasta entonces me las había arreglado para no dejar preñada a ninguna mujer. Pero sabía que Sara y Walter llevaban años sin tener relaciones sexuales, así que el niño tenía que ser mío. De pronto me sentí perplejo y algo asustado al verme perdido, después de tanto tiempo, en las marfileñas colinas de abortilandia. Una operaci ó n tremendamente simple, decía la propaganda. Se limitan a insuflar un poco de aire. Sentía lástima por Sara y cierto remordimiento respecto a Walter, pero, por encima de todo, me embargaba una intensa decepción personal. Me había pasado toda la vida soñando con despertarme una mañana cualquiera en la ciudad destinada a ser mi hogar, en los brazos de la mujer a la que estaba destinado a amar, rodeado de amistosos vecinos y construyendo el cambiante pero esencialmente invariable paisaje de mi destino. Pero, por contra, a mis cuarenta y un años había dejado atrás docenas de casas, gastado montones de dinero en caprichos momentáneos y cosas que se habían esfumado, me había enamorado perdidamente de al menos diecisiete mujeres para después perder de repente todo interés por ellas, mi madre habla muerto siendo yo un niño y mi padre se había suicidado, y ahora, una vez más todo iba a cambiar con imprevisibles resultados. Y, sin embargo, nunca había logrado acostumbrarme a la vertiginosa transitoriedad de las cosas. La única parte de mi mundo que seguía adelante, inalterable y sólida, era Chicos prodigiosos. Empezó a rondarme por la cabeza, y no era la primera vez que me sucedía, la deprimente idea de que mi novela podía convertirse en una obra póstuma inacabada. Metí la mano en el bolsillo de mi camisa y cogí lo poco que quedaba del porro que Crabtree y yo nos fumamos en el coche mientras esperábamos que apareciese Emily.

Acababa de encender la aplastada colilla y estaba contemplando uno de los crípticos alineamientos de palos de Doctor Dee, cuando oí los chirridos producidos por un par de suelas de goma al caminar sobre la hierba húmeda. Levanté la vista y vi una silueta que salía de las sombras del porche a la luz y cruzaba el jardín en dirección al invernadero. Era un hombre, alto, vestido con un abrigo largo, con las manos en los bolsillos. Rodeó el invernadero y siguió caminando hasta llegar a los dos raíles que, brillando apenas en la oscuridad, atravesaban el jardín de los Gaskell de este a oeste y que en otros tiempos habían servido para transportar al entonces todavía niño y posterior magnate de la saga Heinz por toda la extensión de sus dominios en miniatura. Al ver a aquel hombre en el jardín me sobresalté, y por un instante sentí incluso miedo -a Sara y Walter les habían robado hacía un par de meses-, pero enseguida reconocí aquel abrigo largo, aquellas espaldas cargadas y aquel pelo echado hacia atrás, negro y brillante como los cristales del invernadero. Era mi alumno James Leer, que ahora estaba quieto entre ambos raíles, con la cara alzada hacia el cielo, como si estuviese aguardando el paso de una veloz locomotora fantasma que lo arrollase.

Me sorprendió su presencia allí. Por regla general, los estudiantes a los que se invitaba a la fiesta inaugural en casa de la rectora eran los que colaboraban en el festival, como mecanógrafos o telefonistas, grapando programas o ejerciendo de improvisados chóferes, y ése no era el caso de James. Claro que tratándose de un prometedor joven aspirante a escritor, uno siempre puede aplicar las normas con cierta laxitud para darle la oportunidad de codearse con auténticos escritores en su hábitat natural, y, sin duda, James Leer era muy prometedor, pero no era la clase de muchacho que indujese a nadie a aplicar las normas con laxitud para hacerle un favor. Traté de recordar si lo había invitado yo mientras él seguía inmóvil, mirando el cielo sin rastro de estrellas. De pronto sacó la mano derecha del bolsillo y distinguí en ella un brillo plateado, de cristal o metal, como el destello de un espejo.

– ¿James? -dije-. ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo?

Bajé del porche, con el canuto en la mano, y crucé el jardín hacia donde estaba.

– Es de mentira -dijo James Leer, y me mostró la palma de su mano, sobre la que descansaba una pequeña pistola plateada, un «modelo para señoras» con empuñadura nacarada, no más grande que una baraja de naipes-. ¡Hola, profesor Tripp!

– ¡Hola, James! -respondí-. Me preguntaba qué estabas haciendo.

– Es de mi madre -me explicó-. La ganó en un local de tragaperras en Baltimore, en una de esas máquinas con un gancho para coger obsequios. Fue cuando estudiaba en la escuela católica. La pistola disparaba unas bolitas de papel, pero ya no se encuentran en ninguna parte.

– ¿Y por qué la llevas encima? -le pregunté, y alargué el brazo para cogerla.

– No lo sé -respondió. Cerró el puño sobre la pistolita y se la guardó en el bolsillo del abrigo-. La encontré en un cajón en casa y empecé a llevarla encima. Supongo que para que me dé buena suerte.

Su abrigo constituía una seña de identidad inconfundible. Era una prenda impermeable comprada de saldo, con un forro de franela a cuadros, amplias solapas y aspecto de haber cumplido durante muchos años la misión de proteger de la lluvia las cargadas espaldas de una larga serie de casos perdidos, vagos y vagabundos. Desprendía un olor a estación de autobuses tan desolador que, con sólo acercarte a él, podías sentir que la mala suerte se te echaba encima.

– No estoy invitado. Lo digo por si se pregunta qué hago aquí -comentó. Se reacomodó con un gesto brusco la pequeña mochila que llevaba a la espalda y me miró a los ojos por primera vez. Era un muchacho bien parecido, de ojos grandes y oscuros que siempre parecían brillantes y humedecidos por las lágrimas, nariz recta, labios colorados y cutis limpio; pero había algo difuso e indeterminado en sus rasgos, como si todavía estuviese en pleno proceso de decidir qué rostro quería tener. Iluminado por la pálida luz proveniente de la casa parecía terriblemente joven-. La verdad es que me he colado. He venido con Hannah Green.

– No importa -dije. Hannah Green era la alumna más prometedora de todo el departamento. Tenía veinte años, era muy guapa y ya había publicado un par de cuentos en el Par i s Review. Su estilo era sencillo y poético como la lluvia sobre una margarita; estaba particularmente dotada para las descripciones de campos vacíos y de caballos. Vivía en el sótano de mi casa por un alquiler de cien dólares al mes, y yo estaba perdidamente enamorado de ella-. Puedes decir que te he invitado yo. Es más, debería haberlo hecho.

– ¿Qué hace aquí fuera?

– Pues la verdad es que me iba a fumar un canuto. ¿Te apetece?

– No, gracias -respondió con cierta incomodidad. Se desabrochó el abrigo y vi que todavía llevaba el ceñido traje negro y la escuálida corbata que había lucido por la tarde durante el debate sobre su relato, con una camisa a cuadros de tonos pálidos-. No me gusta perder el control de mis emociones.

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